En 2008, la villa agrícola de Manolada (oeste de Grecia) fue escenario de protestas y huelgas de migrantes temporeros por las penosas condiciones de trabajo. En 2009, dos ganaderos locales arrastraron atados a una moto a dos jornaleros bangladesíes, a los que acusaban de haber robado unos corderos, y otro nativo torturó a un egipcio atrancando su cabeza en la ventanilla de un coche y conduciendo luego cerca de un kilómetro. Pero este miércoles la violencia se desbocó cuando una protesta de 200 trabajadores extranjeros de la fresa, que reclamaban salarios impagados hace meses, derivó en drama. Dos capataces dispararon contra ellos con una carabina para dispersar la concentración, hiriendo a una veintena (o una treintena, según medios locales) de bangladesíes, ocho de ellos de gravedad.
La reacción del Gobierno no se hizo esperar: el tiroteo fue descrito este jueves como un incidente “devastador y sin precedentes”. “Es un acto ajeno a los valores morales griegos y la reacción de las autoridades será inmediata y apropiada”, dijo el portavoz del Ejecutivo. El ministro del Interior, Nikos Dendias, blanco de los grupos de derechos humanos, salió al paso de las críticas relativas a la explotación económica de las víctimas. El sindicato mayoritario GSEE, que agrupa a los trabajadores del sector privado, no dudó en calificar la situación en Manolada de "mercado de esclavos".
La mayor parte de las fuerzas políticas emitió comunicados de repulsa. El principal partido de oposición, Syriza (71 diputados), calificó los hechos de “práctica racista y criminal” y pidió una investigación de lo sucedido en la localidad, situada al oeste del Peloponeso. Una diputada de Syriza declaró incluso que la policía había detenido a las víctimas “para que no haya testigos de las prácticas mafiosas de Manolada”.
El propietario del campo de fresas —monocultivo del lugar— fue detenido por la policía con otro individuo, mientras continuaba la búsqueda de dos sospechosos. Grupos de activistas lanzaron de inmediato una campaña para boicotear las fresas de Manolada e incluso un programa matinal de televisión cuya receta del día era, precisamente, a base de fresas. Medios de comunicación del establishment, habitualmente mesurados y neutros, censuraron también la inoportunidad de esa emisión.
La condena oficial, aunque firme, llega tarde: la inmigración en Grecia es desde hace tiempo una bomba de relojería, económica, social y políticamente hablando. En el Parlamento se sientan 18 diputados de Aurora Dorada, un partido abiertamente xenófobo que defiende la expulsión del país de todos los indocumentados, y la crisis ha disparado la competencia por recursos cada vez más escasos. Alrededor del 20% de los inmigrantes albaneses —la primera oleada de inmigración masiva en Grecia, en los noventa, empleados sobre todo en la agricultura y la construcción— han regresado a su país en los últimos cinco años, siendo sustituidos por mano de obra aún más barata procedente de Oriente Medio, Asia y África. Para los más de 100.000 indocumentados que grosso modo llegan cada año al país por vía terrestre (a través de Turquía) o marítima, Grecia, inicialmente un territorio de paso, se ha convertido en una ratonera de la que ni siquiera pueden, como los albaneses, salir
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