martes, 30 de marzo de 2021

Grabados 1804-1818

 Hacia 1804 Francisco de Goya realizó el aguafuerte Dios se lo pague a usted, patética imagen en la que un ciego es embestido por un toro, simbólica expresión de lo que significa padecer una discapacidad física.

Dios se lo pague a usted. Realizado hacia 1804

En torno a 1811, Goya grabó las tres estampas conocidas como los Prisioneros. Sin grandes alardes, Goya transmite con rotundidad la crueldad de la cárcel. La cabeza inclinada hacia abajo de los tres prisioneros evoca la humillación; las cadenas y grilletes, la privación de libertad. Los tres grabados provocan la indignación ante el tormento y la tortura y transmiten eficazmente el sentimiento de soledad y desamparo en el interior de la celda. Estas tres estampas no fueron editadas en vida de Goya. 

Tan bárbara la seguridadd como el delito. Entre 1810 y 1815

Si es delincuente que muera presto. Entre 1810 y 1815

La seguridad del reo no exige tormento. Entre 1810 y 1815

El Coloso es uno de los grabados sueltos más excepcionales de Goya. Realizado entre 1810 y 1818, guarda estrecha relación con el cuadro del mismo título del Museo del Prado. El Coloso es un reflejo del oscurecimiento del universo de Goya en el que los temas sombríos y estremecedores despuntan ya como una constante en la concepción pesimista del mundo que rodeaba al pintor pontenciada, si cabe, por la sordera que padecía.

El Coloso. Entre 1810 y 1818


lunes, 29 de marzo de 2021

El conmovedor fenómeno que un médico descubrió en las personas moribundas a las que asiste

Aparición del ángel a san José - Georges de la Tour - Historia Arte (HA!)
Georges de la Tour

 Uno de los elementos más devastadores de la pandemia de coronavirus ha sido la incapacidad de cuidar personalmente a los seres queridos que se han enfermado.

Una y otra vez, los familiares en duelo han relatado cuán más devastadora fue la muerte de su ser querido porque no le pudieron tomar la mano para brindar una presencia familiar y reconfortante en sus últimos días y horas.

Algunos tuvieron que decir su último adiós a través de la pantalla de un teléfono móvil que sostenía un trabajador sanitario. Otros recurrieron al uso de walkie-talkies o a saludar a sus familiares a través de las ventanas.

¿Cómo se puede superar el dolor y la culpa abrumadores que surgen cuando se piensa en un ser querido que muere solo?

 No tengo una respuesta a esta pregunta. Pero el trabajo de un médico de cuidados paliativos llamado Christopher Kerr, con quien escribí el libro Death Is But a Dream: Finding Hope and Meaning at Life's End ("La muerte no es más que un sueño: encontrar esperanza y significado al final de la vida"), podría ofrecer algún consuelo.

Visitantes inesperados

Al comienzo de su carrera, el doctor Kerr tenía la tarea, como todos los médicos, de atender el cuidado físico de sus pacientes.

Pero pronto notó un fenómeno al que las enfermeras experimentadas ya estaban acostumbradas.

A medida que los pacientes se acercaban a la muerte, muchos tenían sueños y visiones de seres queridos fallecidos que regresaban para consolarlos en sus últimos días.

A los médicos se les capacita para interpretar estos sucesos como alucinaciones delirantes o inducidas por fármacos que podrían justificar más medicación o sedación total.

Pero al ver la paz y el consuelo que estas experiencias del final de la vida parecían proporcionar a sus pacientes, Kerr decidió hacer una pausa y escuchar. 

Un día, en 2005, una paciente moribunda llamada Mary tuvo una de esas visiones: comenzó a mover los brazos como si meciera a un bebé, arrullando a su hijo que había muerto en la infancia décadas antes.

Para Kerr, esto no parecía un deterioro cognitivo. Se preguntó qué pasaría si las propias percepciones de los pacientes al final de la vida tuvieran un impacto en su bienestar de una manera que no debiera preocupar a enfermeras, capellanes y trabajadores sociales.

¿Cómo sería la atención médica si todos los médicos también se detuvieran y escucharan?

Comienza el proyecto

Así, al ver a los pacientes moribundos llamar a sus seres queridos, muchos de los cuales no habían visto, tocado o escuchado durante décadas, comenzó a recopilar y registrar testimonios de quienes estaban muriendo.

A lo largo de 10 años, Kerr y su equipo de investigación registraron las experiencias del final de la vida de 1.400 pacientes y familias.

Lo que descubrió le asombró. Más del 80% de sus pacientes, sin importar el ámbito social, el origen o el grupo de edad del que provenían, tuvieron experiencias al final de la vida que parecían implicar algo más que sueños extraños.

Estas eran vívidas, significativas y transformadoras. Y siempre aumentaron en frecuencia cerca de la muerte.

Incluían visiones de madres, padres y parientes desaparecidos hace mucho tiempo, así como mascotas muertas que regresan para consolar a sus antiguos dueños.

Se trataba de relaciones resucitadas, amor revivido y perdón logrado. A menudo traían consuelo y apoyo, paz y aceptación.

Convertirse en un tejedor de sueños

La primera vez que supe sobre la investigación del doctor Kerr fue en un granero.

Estaba ocupada limpiando el establo de mi caballo. Los establos estaban en la propiedad de Kerr, por lo que a menudo discutíamos su trabajo sobre los sueños y visiones de sus pacientes moribundos.

Me habló de su charla TEDx sobre el tema, así como del proyecto de libro en el que estaba trabajando.

No pude evitar sentirme conmovida por el trabajo de este médico y científico.

Cuando me reveló que no avanzaba mucho con la escritura, me ofrecí a ayudar. Dudó al principio.

Yo era profesora de inglés experta en desarmar las historias que otros escribían, no en escribirlas yo misma. 

mascota
Getty ImagesPie de foto, Para muchos niños enfermos terminales pensar sus mascotas les proporciona confort y alivio

A su agente le preocupaba que yo no pudiera escribir de forma accesible para el público, algo por lo que los académicos no son exactamente conocidos. Persistí y el resto es historia.

Fue esta colaboración la que me convirtió en escritora.

Se me encomendó la tarea de inculcar más humanidad en la notable intervención médica que representaba esta investigación científica, para poner un rostro humano a los datos estadísticos que ya se habían publicado en revistas médicas.

Las conmovedoras historias de los encuentros de Kerr con sus pacientes y sus familias confirmaron cómo, en palabras del escritor renacentista francés Michel de Montaigne, "el hombre que enseña a los hombres a morir, al mismo tiempo debe enseñarles a vivir".

Me enteré de Robert, que estaba perdiendo a Barbara, su esposa durante 60 años, y estaba abrumado por sentimientos conflictivos de culpa, desesperación y fe.

Un día inexplicablemente la vio alcanzar al bebé que habían perdido hace décadas, en un breve lapso de sueños lúcidos que se hicieron eco de la experiencia de Mary años antes.

Robert quedó impresionado por el comportamiento tranquilo y la sonrisa de felicidad de su esposa.

Fue un momento de pura plenitud, que transformó su experiencia del proceso de morir.

Barbara estaba viviendo su fallecimiento como una época de amor recuperado, y verla reconfortada le dio a Robert algo de paz en medio de su pérdida irremediable.

Para las parejas mayores que cuidaba Kerr, estar separados por la muerte después de décadas de unión era simplemente insondable.

Los sueños y visiones recurrentes de Joan ayudaron a reparar la profunda herida que dejó el fallecimiento de su esposo meses antes.

Ella lo llamaba por la noche y señalaba su presencia durante el día, incluso en momentos de lucidez plena y articulada.

Para su hija Lisa, estos hechos significaron que el vínculo de sus padres era inquebrantable. Los sueños y visiones de su madre antes de la muerte ayudaron a Lisa en su propio viaje hacia la aceptación, un elemento clave del procesamiento de la pérdida.

Cuando los niños están muriendo, a menudo son sus amadas mascotas fallecidas las que hacen apariciones.

Jessica, de 13 años, que moría de cáncer óseo, comenzó a tener visiones de su antiguo perro, Shadow. Su presencia la tranquilizó.

"Estaré bien", le dijo al doctor Kerr en una de sus últimas visitas.

Para la madre de Jessica, Kristen, estas visiones, y la tranquilidad resultante de Jessica, le ayudaron a iniciar el proceso al que se había estado resistiendo: el de dejar ir.

Aislado pero no solo

El sistema de salud es difícil de cambiar. Sin embargo, el doctor espera ayudar a los pacientes y sus seres queridos a recuperar el proceso de la muerte desde un enfoque clínico a uno que sea apreciado como experiencia humana única y rica.

Los sueños y las visiones previas a la muerte ayudan a llenar el vacío que, de otro modo, podría ser creado por la duda y el miedo que evoca la muerte.

Ayudan a los moribundos a reunirse con aquellos que han amado y perdido, aquellos que les dieron seguridad, los apoyaron y les trajeron paz.

Curan viejas heridas, restauran la dignidad y reclaman el amor. Conocer esta realidad paradójica también ayuda a los afligidos a afrontar el dolor.

Dado que los hospitales y los hogares de ancianos continúan cerrados a los visitantes debido a la pandemia del coronavirus, puede ser útil saber que los moribundos rara vez hablan de estar solos. Hablan de ser amados y de recomponerse.

No hay sustituto para poder abrazar a nuestros seres queridos en sus últimos momentos, pero puede ser un consuelo saber que se sienten confortados.

 Fuente: https://www.bbc.com/mundo/noticias-56326857

sábado, 27 de marzo de 2021

Las vacunas son ajenas


   Ojalá alguna vez alguien lo cuente con detalle. Ojalá alguna vez alguien trate de pensarlo bien. Ojalá alguna vez hagamos algo. Yo creo –provisoriamente creo, mientras tanto– que pocos procesos actuales dicen tanto sobre el mundo que hemos armado como la violencia brutal de las vacunas. Si la pandemia sirvió para desvelar, para mostrar lo que no queríamos ver, la vacuna exagera.

Los números son casi simples: la mitad de los 460 millones de vacunas aplicadas en todo el mundo hasta hoy 24 de marzo se dieron en Estados Unidos y Europa; allí viven unos 840 millones de personas, poco más de un décimo de la población mundial. O sea que, en síntesis, el 11% más rico lleva apropiada la mitad de las vacunas: porque las paga más caras, porque presiona a los laboratorios, porque tiene poder económico y político, sus personas están mucho más vacunadas que el resto de la humanidad. Por eso la gran mayoría de los países africanos no vacunaron a nadie todavía; por eso muchos países sudamericanos –Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Venezuela– no han llegado a vacunar al tres por ciento de su población. “Las penas son de nosotros –cantaba Atahualpa Yupanqui–, las vacunas son ajenas”.

Frente a esta realidad bruscamente real, la mayoría se empeña en mirar para otro lado. Para lo cual usan su sistema habitual: la noticia pedestre, el análisis flufli, inventarse otro lado que mirar. En cada país, las diversas oposiciones –políticas, sociales, periodísticas– se cabrean con su gobierno y le reprochan la falta de vacunas, en lugar de entender y contar que es un problema general causado por una idea del mundo, no por la ineptitud de un presidente y tres ministros. O, mejor: que la ineptitud del presidente y los tres ministros le dan en cada país su sesgo peculiar –pero el problema es tan global: que algunos acaparan lo que tantos precisan.

Es lo mismo que pasa con la comida. El hambre es un efecto del sistema global y su concentración de la riqueza: la Tierra es capaz, por primera vez en su historia, de dar de comer a todos sus habitantes pero, para eso, tendríamos que quererlo. Y no es el caso: el sistema global de producción de alimentos está montado para producir lo que demandan los mercados más ricos, los que van a pagar más, los más rentables –y no lo que tantos necesitan para comer todos los días. O sea, por ejemplo: países se dedican a cultivar soja u otros forrajes para alimentar cerdos y peces para que los comilones del planeta nos zampemos sus carnes. Por eso hay mil millones de personas desnutridas –en este mundo que podría alimentar a todas.

Con las vacunas pasa lo mismo: las reglas del mercado hacen que no se produzcan suficientes y que una minoría se las quede –la oligarquía vacuna. Y todo por conservar ciertos principios. La pandemia, es cierto, mostró tanto que evitábamos ver, nos obligó a mirar. Espero que, con el tiempo, se pueda confirmar que su mayor revelación fue la estupidez principista del capitalismo global. Son gente convencida: el mundo tal como lo conocemos se derrumba –sus negocios, en muchos casos, se derrumban– y ni así se resignan a contradecir sus ideas básicas.

Lo lógico, en estas circunstancias extremas, sería que los estados y ciertos organismos internacionales recuperaran las fórmulas de las vacunas –que sus propios subsidios contribuyeron a crear– para distribuirlas entre todos los laboratorios capaces de producirlos cuanto más antes más mejor: que decidieran que inmunizar a la humanidad es una prioridad absoluta, frente a la cual todo lo demás son tonterías. Pero no; los estados más ricos siguen creyendo que les alcanza con salvarse ellos –que pueden salvarse solos en un mundo radicalmente conectado. Y, sobre todo, prefieren mantener el dogma de la propiedad aunque sus ciudadanos sigan muriendo a miles y sus países y sus negocios se sigan derrumbando. Son personas con ideas muy claras, que no se dejan obnubilar por tonterías tales como una pandemia más o menos, millón o dos de muertos.

Su obcecación, al fin y al cabo, es casi comprensible: puede que sepan que si ceden en esto salvarán su sistema en lo inmediato pero sentarán un precedente peligroso –para ellos–: que hay cosas que son un bien común, que no están hechas para que algunos ganen plata y poder sino para el bienestar general. Lo que no entiendo es que no lo estemos reclamando, de verdad reclamando. Sí entiendo que podamos no reclamar comida para todos; en última instancia, los que no comen son casi siempre otros. Pero la pandemia no hace tantas distinciones –y aún así, ni modo.

El reclamo es simple, está muy claro: que estados y organismos recuperen las fórmulas de las vacunas y se lancen a producirlas con todos los recursos posibles y las repartan entre los miles de millones que las necesitan. Se puede hacer; solo lo impide la religión de la propiedad privada. Exigir vacunas para todos ya, lo antes posible, sería la ocasión de armar un verdadero movimiento global, de dar vuelta las tornas. Pero se diría que no sabemos cómo aprovechar esas ocasiones, qué hacer con ellas, qué hacer con nosotros.

O, para empezar, si hay un nosotros.

Hay, sí, una urgencia absoluta. Y millones que la miramos como vacas camino al matadero, pasivos, resignados, idiotas: la mirada vacuna.

Fuente: https://chachara.org/las-vacunas-son-ajenas/

viernes, 26 de marzo de 2021

Pena

  Ojinegra la oliva en tu mirada,
boquitierna la tórtola en tu risa,
en tu amor pechiabierta la granada,
barbioscura en tu frente nieve y brisa.
 
   Rostriazul el clavel sobre tu vena,
malherido el jazmín desde tu planta,
cejijunta en tu cara la azucena,
dulciamarga la voz en tu garganta.

   Boquitierna, ojinegra, pechiabierta,
rostriazul, barbioscura, malherida,
cejijunta te quiero y dulciamarga.

   Semiciego por ti llego a tu puerta,
boquiabierta la llaga de mi vida,
y agridulce la pena que me embarga.

Miguel Hernández

jueves, 25 de marzo de 2021

La llamaron Nadie

https://agqcvcudno.cloudimg.io/v7/https://www.lamarea.com/wp-content/uploads/2021/03/photo_2021-03-24-10.43.29.jpeg?w=660&org_if_sml=1
Un niño tras ser rescatado de una patera en Gran Canaria. EDUARDO ROBAINA

 En una ciudad europea, no importa cuál, una niña se monta en un coche; un monovolumen familiar de siete plazas. Se dirige con sus padres a un hotel cerca del mar, donde pasará unos días de vacaciones. Durante su estancia jugará con otros niños, participará en actividades comunales, disfrutará de unos días de ocio con su familia, que la cuidará y se preocupará de su salud y su seguridad todo el tiempo.

Sus padres se asustarán muchísimo si la niña se hace un raspón en la rodilla o se golpea la cabeza al caerse de la cama. Unos padres que trabajarán para dejarle a su hija una herencia; un piso, un local o una buena educación bilingüe. Una vida burguesa.

En una ciudad africana del Sáhara Occidental, no importa cuál, una niña se monta en una patera; una embarcación de veinticinco plazas donde se apiñan cuarenta. Se dirige junto a su madre y un grupo de gente desconocida a un mundo mejor, una vida mejor, un sitio donde obtener un trabajo y ganar algo de dinero.

Durante la travesía no jugará con nadie; estará aterida de frío, acongojada y muerta de miedo, se sentirá desprotegida y extraña. Su madre se preocupará por su vida, por conservarla mientras dure el itinerario, por no navegar a la deriva, por resistir la humedad, las bajas temperaturas y la oscuridad de la noche en medio de la nada. Una madre que se jugará su integridad y su existencia por que su hija tenga un futuro. Mejor o peor, pero un futuro. Solo eso.

Según un informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre los años 2014 y 2018 murieron o desaparecieron en rutas migratorias de todo el mundo más de 32.000 migrantes y refugiados, de los cuales 1.600 eran niños. La OIM estima que en el Mediterráneo podría haber más de 12.000 cadáveres. Un cementerio acuoso, una gran fosa común donde se ocultan las víctimas de la guerra de la desigualdad, los despojos del capitalismo depredador de Occidente. 

No obstante, la OIM reconoce la dificultad para realizar una evaluación precisa (sobre todo a la hora de confirmar algunos fallecimientos) y admite que la cifra real podría ser mayor. Tras cada uno de esos migrantes hay una historia, un drama, una realidad que los occidentales no podemos comprender porque no la vemos, no la sentimos. 

Los grandes medios de comunicación apenas dedican espacio a este fracaso de la civilización, al drama humano que representa la crisis migratoria y la incapacidad de la Unión Europea para gestionarla. 1.600 menores fallecidos en rutas migratorias es un dato que apenas se conoce, que apenas se publica, y, lo peor de todo, que apenas importa. Aunque, de vez en cuando, un caso aislado supera la barrera del ostracismo y los medios nos lo sirven crudo. Pero ha de ser un caso grabado, fotografiado, filmado; algo espectacular, una historia que podamos vender como una ficción realista o una pieza documental. Un producto de consumo listo para los devoradores de morbo:

Dos sanitarios de la Cruz Roja corren con un maletín. El azul de las sirenas quiebra la rutina de la noche. Hay una niña pequeña en el suelo del puerto. Llegan a ella y se afanan por reanimarla. Desesperados. Es casi un bebé. Una vida por hacer y por vivir. La estabilizan y la llevan al hospital en una ambulancia. Todos los medios se hacen eco del rescate. Todos afirman que su nombre es Nabody. Pero ni siquiera se llama así

Dos días después, el 21 de marzo, la bebé fallece. La noticia de su muerte aparece en todos los diarios, radios y televisiones. ¡Oh, el drama de la inmigración! Un momento más tarde cambiamos de canal o reproducimos otro vídeo en internet y la noticia se diluye en la inmediatez de la actualidad. No nos duele mucho. La insensibilidad está ya enraizada en nuestros corazones burgueses.

No sucede igual, sin embargo, cuando vemos morir a un niño occidental. Por ellos sentimos empatía, porque pertenecen a nuestro lado del mundo y podrían haber jugado con nuestros hijos en el parque infantil o ser compañeros de colegio o vecinos de la urbanización. Ellos sí podrían, en definitiva, ser también nuestros hijos. La niña a la que llamaron Nabody, en cambio, es una suerte de proyección ficticia, una representación, un tropo o una fantasía que evidencia la desigualdad del sistema.  

De hecho, si cambiáramos la “a” de su supuesto nombre por una “o”, leeríamos Nobody, que en inglés significa nadie. Un juego de palabras que, por desgracia, encaja perfectamente en esta historia, puesto que, en el mundo occidental, es decir; en el mundo, estos niños no son nadie.

Fuente: https://www.lamarea.com/2021/03/24/la-llamaron-nadie/

miércoles, 24 de marzo de 2021

Día Mundial de la #Tuberculosis

 24 de marzo de 1882 En una época que mataba a 1 de cada 7 personas, el Dr. R. Koch anunció el descubrimiento del “Mycobacterium tuberculosis”, la bacteria que causa la tuberculosis, dando un gran paso en la lucha contra la enfermedad.

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Vía @relatandohisto1

 

“Vamos a por una vacuna intranasal y de una sola dosis muy potente”

El virólogo Luis Enjuanes, en el Centro Nacional de Biotecnología del CSIC. / CNB-CSIC Comunicación

 La vida del virólogo del CSIC ha cambiado mucho desde hace un año. El científico dirige el desarrollo de un prototipo de vacuna contra el SARS-CoV-2 que protegerá contra la infección y la transmisión del virus, y que podría estar lista para principios de 2022.

 Luis Enjuanes vive a contrarreloj desde hace un año. A sus 76 años, lidera un equipo de 16 personas cuyo objetivo es terminar la que podría ser una de las mejores vacunas contra el SARS-CoV-2. Por varias razones: 1) Es autoamplificable, lo que significa que la dosis de ARN que se inyecta puede multiplicarse por 5.000 veces dentro del organismo. 2) Genera una inmunidad esterilizante, es decir, las personas vacunadas no solo no enferman, sino que tampoco se infectan ni transmiten el virus. 3) Su administración podría ser intranasal, lo que da mayor protección en las vías respiratorias, la principal puerta de entrada del coronavirus.

Enjuanes, que desarrolla su actividad en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC), prevé que su vacuna estará lista en un año. “Saldremos más tarde, pero con todo actualizado”, afirma. Se refiere, por ejemplo, a que en los ensayos han incorporado las mutaciones de las variantes del SARS-CoV-2 de Reino Unido, Sudáfrica y Brasil.

Más allá de su investigación, el virólogo explica por qué este coronavirus es más letal que otros, augura nuevas epidemias y cambios en nuestro modo de vida, y da por hecho la irrupción de las vacunas españolas en la lucha contra la covid-19. Nada más empezar, advierte: “Ahora no podemos bajar la guardia”.

Después de un año de pandemia, ¿cómo valora el momento actual?

Estamos en un momento relativamente optimista; hay tres vacunas que ya se administran y la Unión Europea acaba de aprobar la de Janssen. Esto es lo más importante; la vacunación es la única forma frenar la pandemia de forma masiva. Las vacunas de Pfizer, Moderna y AstraZeneca son efectivas, pero no perfectas: hay que dar dos dosis y la gente vacunada, aunque está protegida de sufrir una patología intensa y morir por covid, también se infecta y puede diseminar el virus. Hay que llegar al 70 % de la población inmunizada. Las cifras han bajado, pero ahora no podemos bajar la guardia y dilapidar la labor que la mayoría de la población y las instituciones están realizando. Si esperamos 2-3 meses más, solucionaremos el problema. Con el 70 % vacunado, el virus se extingue de forma natural: cuando va a infectar a una persona, fracasa en el 70 % de los casos.

Además de cierto optimismo, la vacunación está generando interés respecto a las tres vacunas que se desarrollan en el CSIC. ¿En qué fase está la suya? ¿Cuándo estará finalizada?

La nuestra es una vacuna original, no se ha hecho ninguna de este tipo. Está basada en la manipulación genética del propio SARS-CoV-2, del que hemos derivado un replicón de ARN [que multiplica la dosis génica que desencadena la protección]. Esa parte ya está definida, pero necesitamos tecnologías complementarias para la administración de la vacuna. Tenemos que combinar ambas cosas y comprobar que todo funciona, que la vacuna es estable y segura. De aquí al verano realizaremos los ensayos con ratones y hámster. Si todo va bien, haremos lo mismo con macacos. Creo que estará lista en el primer trimestre de 2022, entonces habremos obtenido datos de ensayos clínicos para probar la seguridad de la vacuna y poder administrarla entre la población. Nos gustaría ir más deprisa, pero es un modelo nuevo y requiere tiempo.

Nos cuesta entender los ritmos de la ciencia, aunque precisamente lo que más nos preocupa es la seguridad de las vacunas. Para garantizarla es necesario realizar sucesivos experimentos con animales y ensayos clínicos en humanos.

Así es. Generalmente, una vacuna tarda 10-15 años en desarrollarse. Ahora las multinacionales están trabajando con equipos de unas 600 personas, grandes instalaciones y muchos recursos económicos para ir más rápido. A nosotros no nos ha faltado financiación en estas primeras fases, y tanto el CSIC como el Ministerio de Ciencia nos apoyan mucho, pero tenemos que completar la investigación para una vacuna nueva. Otras, como la de AstraZeneca o la que desarrolla Mariano Esteban, se basan en vectores conocidos y por tanto aprobados por las agencias reguladoras de medicamentos. Eso les permite correr más. Nosotros, antes de hacer la vacuna contra el SARS-CoV-2, ya habíamos desarrollado otra [similar] para el virus MERS que era muy eficaz en los modelos animales experimentales. Inducía una inmunidad esterilizante: cuando inmunizamos a ratones humanizados [modificados genéticamente] y tratamos de infectarlos tres semanas después, el virus no podía entrar porque estaban muy bien protegidos. Eso no ocurre con las otras vacunas.

Por un lado está entonces el corazón de la vacuna, que ustedes ya han diseñado a partir de la ingeniería genética, y por otro, la tecnología que facilita su administración, una especie de cápsulas que cubren el ARN para que no se degrade y pueda penetrar en las células.

Exactamente. Esos recubrimientos pueden ser de distinta naturaleza y ya están fabricados, pero hay que combinarlos con el corazón de la vacuna, lo que lleva la maquinaria de amplificación del ARN que provoca la expresión de proteínas que inducen protección. Al combinarlos, queremos ver cuál es el método más efectivo. Por ejemplo, las vacunas de Moderna y Pfizer, basadas en moléculas de ARN mensajero, necesitan conservarse a 20 ºC bajo cero; sin embargo, la compañía alemana CureVac se ha aliado con Bayer para sacar otra vacuna de ARN mensajero a la que han añadido un excipiente que hace que pueda almacenarse a 4 ºC en el frigorífico de casa. Moderna y Pfizer acabarán hablando con CureVac para que les traspase esa tecnología. Lo que quiero decir es que no solo estamos haciendo una vacuna, sino casi 30 variantes para seleccionar el prototipo más seguro y eficaz.

Su vacuna se basa en un replicón sintético de ARN, algo intermedio entre las vacunas de Pfizer y Moderna, que son sintéticas, y las que se basan en virus, es decir, organismos vivos.

Sí. Tenemos dos versiones y ambas se basan en el mismo replicón, derivado del genoma del virus, al que hemos quitado una colección de genes. Como resultado, ya no es un virus porque no se puede propagar e ir infectando a personas o animales. Eso nos da la seguridad de que no va a revertir a una entidad virulenta. Llevamos muchos años trabajando en vacunas y sabemos que hay muchas basadas en virus vivos atenuados que funcionan muy bien. Pero como los virus se reproducen a una gran velocidad, existe la posibilidad de que alguno logre hacerse virulento. Además, nuestra vacuna incluye un ARN muy grande que lleva el ‘motor’ para autoamplificarse: si damos 1 microgramo, una vez que entra en las células del cuerpo humano, puede ‘fabricar’ entre 1.000 y 5.000. Eso tampoco lo hacen las de Moderna o Pfizer.

¿Cómo se administrará su vacuna?

Hemos utilizado una ruta de administración intranasal, pero las agencias que controlan la seguridad de los medicamentos prefieren la intramuscular, que se ha usado más y es segura. Sin embargo, no es la más adecuada porque induce una inmunidad general en todo el organismo, sistémica, y menos fuerte en las mucosas. Las mucosas (nasales, oculares, respiratorias, etc.) son espacios abiertos al exterior y la inmunidad en esas zonas se induce mejor localmente, presentando ahí el antígeno [la sustancia que provoca la respuesta inmunitaria; en este caso, la vacuna]. Este virus entra prioritariamente en nuestro organismo a través de las vías respiratorias, por eso si administras la vacuna intranasalmente, inmunizas esa zona y la protección es mayor. Esto lo vimos con el prototipo vacunal que desarrollamos para el MERS que vino de Oriente Medio; su eficacia era muy alta porque generaba una inmunidad fuerte. A cambio, hay que hacer más ensayos para demostrar la seguridad. Tenemos dos vías de administración en estudio: la intranasal y la intramuscular, que se inyecta en un brazo. Varias compañías que han fabricado vacunas intramusculares están investigando vías para administrarlas intranasalmente ­–con sprays– de forma segura. Nosotros vamos a por una vacuna intranasal y de una sola dosis muy potente.

¿Existen otras vacunas contra la covid-19 que sean autoamplificables? Esta característica, además de aumentar su eficacia, ¿qué otras ventajas aporta?

Ya he dicho que esto implica que el propio sistema inmunitario puede multiplicar entre 1.000 y 5.000 veces la dosis de ARN que das al principio. Por tanto, se necesitaría una cantidad inicial mucho menor y el coste se reduciría. Los científicos de Moderna y Pfizer lo saben, pero han optado por ir deprisa y la primera versión de vacuna que han sacado no es autoamplificable. Ahora están trabajando en otras que lleven una maquinaria de autoamplificación sencilla para realizar los controles rápidamente. En contraste, la nuestra lleva el propio motor del virus y amplifica no solamente uno sino varios de sus genes. No se centra solo en el gen de la proteína S de las espículas –la más importante para inducir la protección–, también en los de otras como la nucleoproteína, que favorece una respuesta celular a través de los linfocitos T. Estos destruyen las células del organismo que han sido infectadas, entonces el virus sale al exterior y es neutralizado por los anticuerpos. Así logramos una inmunidad más amplia y potente.

En algún medio se ha afirmado que su vacuna podría estar entre las mejores del mundo. Recapitulemos, ¿cuáles son sus puntos fuertes frente a otras?

En primer lugar, no utiliza un solo antígeno para inmunizar, sino varios del propio virus. Segundo, al ser autoamplificable puede multiplicar hasta 5.000 veces la dosis inicial. Tercero, el uso de la vía intranasal aumenta su potencia porque induce inmunidad en las mucosas respiratorias, que se distingue de la inmunidad sistémica en que genera gran cantidad de inmunoglobulinas del isotipo IgA. Hay varias clases de anticuerpos. Los IgM son los primeros que se fabrican pero decaen enseguida. Luego se generan los IgG, que son de larga duración. Pero en las mucosas se producen además los anticuerpos IgA, que muestran una particularidad: tienen cuatro sitios de unión para ‘agarrar’ al virus. Cuando se unen al virus, este ya no puede soltarse, queda neutralizado. Por eso estas inmunoglubulinas IgA son más potentes, y también porque, como se han seleccionado para trabajar en medios exteriores como las mucosas respiratorias o entéricas, su naturaleza es más estable frente a la degradación. A diario ingerimos alimentos de diversa procedencia que traen muchos contaminantes; necesitamos tener una inmunidad muy potente a lo largo del intestino. Ese tracto degrada todo lo que comemos, pero también los anticuerpos, por eso es esencial que tengamos IgA tetravalentes que se unan al virus con una avidez muy alta.

¿Existe alguna vacuna que aúne estas características?

En funcionamiento, no. Pero muchas empresas ya están fabricando vacunas autoamplificables y que se administren vía intranasal. Aunque ninguna ha sido aprobada aún, no tardarán mucho en lograrlo, porque eso abarata costes y hace que sean más efectivas. Estas tecnologías se conocen y ya hay varios prototipos. Más que tecnológico, diría que el problema es lograr la aprobación, hacer productos seguros.

Ha explicado que su vacuna es autoamplificable y genera inmunidad esterilizante. ¿Cuánto durará esa inmunidad? ¿Y hasta qué punto será una vacuna eficaz frente a las nuevas cepas o variantes del virus?

Al basarse en un ARN autorreplicante, induce una inmunidad no solo de alto nivel, sino también de larga duración. En principio nuestra vacuna debería ser más inmunogénica que las que se están suministrando ahora, porque además incluye varias proteínas del virus. Ahora bien, esa duración, para cualquier vacuna que induzca una inmunidad en las mucosas respiratorias, puede ser de uno, dos o como máximo tres años. Antes comparaba la inmunidad en mucosas con la sistémica, la que dan las vacunas contra el virus de la polio, el sarampión o la viruela. Esa puede durar 20, 30 o 40 años con una sola dosis. El asunto de las nuevas variantes lo tenemos controlado. La versión en la que nos estamos centrando incluye las mutaciones de los virus del Reino Unido, Sudáfrica y Brasil, y seguramente también de alguna variante de EE UU que ha aparecido en California y Nueva York. Saldremos más tarde, pero con todo actualizado. En todo caso, si esto sigue así, habrá que actualizar las vacunas cada año, como sucede con el virus de la gripe, en función de las variantes que surjan.

Alguna vez ha afirmado que el SARS-CoV-2 es muy diferente a otros coronavirus –solo se conocen siete que infecten a humanos– y que usted mismo preveía que a estas alturas ya estaría atenuado. Sigue desconcertando la disparidad de reacciones que causa: algunos organismos enferman hasta el punto de morir y en otros la sintomatología es muy leve o inexistente.

Las razones de la gravedad de este virus son múltiples, pero destaco una: normalmente los virus son específicos de un tejido, es decir, un virus hepático produce un tipo de infección en el hígado. El SARS 1, el coronavirus de 2002, básicamente infectaba el tracto respiratorio y el tracto entérico. En general, cuando un coronavirus contagia a una célula, se une a ella, pero no entra en su interior; la proteína S de las espículas tiene que cortarse en dos sitios para que cambie su estructura, se active y penetre en la célula. Con el SARS 1, ese corte solo se podía hacer en el pulmón o en el intestino, por eso infectaba esos tejidos. Pero debido a la inserción de cuatro aminoácidos en la proteína S de las espículas, ahora se puede cortar por una enzima (la furina) que está en todos los órganos del cuerpo: pulmones, tracto intestinal, corazón, cerebro, venas, hígado, riñón, páncreas… El SARS-Cov-2 tiene lo que se llama un politropismo, puede infectarte cualquier órgano. Por eso causa como poco 50 patologías distintas.

¿Ese inserto se ha producido por una mutación del virus?

Lo correcto es decir ‘inserción’, que significa que ha adquirido un nuevo componente de otro virus o de una célula. Lo ha incorporado y por eso puede causar una variedad de patologías. Los pacientes hospitalizados suelen estar infectados en varios órganos. Este virus causa diarrea, trastornos del sistema nervioso y el comportamiento, problemas en la boca que hacen que pierdas el gusto y el olfato, trastoca el sistema circulatorio porque afecta a las células endoteliales de las venas... Y encima tiene la capacidad de infectar de forma silenciosa. A veces no te das cuenta porque no tienes fiebre, ni problemas respiratorios, ni ningún síntoma; sigues con tu vida normal y vas diseminando el virus. Esa combinación hace que sea tan mortal.      

Pero hay aspectos que generan mucha confusión. Por ejemplo, entre la gente que se ha infectado, la evolución de los anticuerpos es muy dispar y entre quienes desarrollan la enfermedad, no está claro hasta cuándo pueden seguir contagiando tras la recuperación.

Yo he hablado personalmente con José Ramón Arribas, jefe del servicio de enfermedades infecciosas del hospital de la Paz, y Rafel Delgado, director del servicio de microbiología del Hospital 12 de Octubre. Ambos están al pie del cañón y conocen muy bien la variedad de patologías que produce el virus. Su vasto conocimiento lo resumiré diciendo que las analíticas de las personas infectadas son supervariables. Algunas se infectan y enseguida enferman gravemente, otras se infectan y son asintomáticas; las hay que inducen muchos anticuerpos, frente a otras que no; hay personas que además de inducir muchos anticuerpos, les duran tiempo, mientras que en otras estos desaparecen en unas semanas. Se dan todas las combinaciones imaginables. Hay personas que se infectan, enferman y se recuperan, mientras que otras permanecen infectadas 3, 4 o 5 meses. Puede pasar cualquier cosa.

Eso también dificulta el control de la pandemia...

Por supuesto. Por eso los médicos, ante alguien con dos o tres PCRs negativas, suelen decir: ‘Váyase a casa, pero siga usando la mascarilla, tenga muchas precauciones y en unas semanas venga a hacerse otra analítica’. Hay que inculcar esa cultura de la precaución. Cuando una persona aún muestra carga viral, pero al mismo tiempo ha desarrollado muchos anticuerpos, se le pide que tenga cuidado, aunque ya vaya a trabajar porque no suele transmitir. En esto no sirven las afirmaciones rotundas, no todo es blanco o negro. A veces hay que dar normas de conducta genéricas, pero cada uno tenemos una genética y un sistema inmunitario.

Dentro de la comunidad científica, no es el único que augura otra pandemia en cuatro o cinco años, ¿verdad?

Sí, pero con un matiz: una pandemia es una infección de alcance mundial, como esta, que se ha extendido a 192 países. Lo que afirmo es que habrá epidemias restringidas a 2, 3, 5 países... Las estadísticas dicen que cada uno o dos años aparece un nuevo coronavirus o reaparece uno ya conocido en animales. En humanos surge uno nuevo cada 6-8 años, que puede ser incluso mortal, como el SARS-CoV-2. Pero afortunadamente no todo son pandemias universales, como esta o la de la gripe de 1918. Solo aseguro que volverá a haber epidemias de este u otros virus. Ahora la Organización Mundial de la Salud está prediciendo un brote de Nipah, un virus que traen los murciélagos. Lo que ha sucedido en el pasado seguirá pasando incluso con más intensidad; ahora los sistemas de transporte nos permiten estar en las antípodas en 24 horas, la densidad de la población ha aumentado muchísimo, y accedemos a espacios que antes eran inaccesibles.

Desde hace un año, vivimos en una especie de carrera por las vacunas que tiene tintes geopolíticos. ¿España estará en lo que sería la segunda ola de vacunas?

Es muy probable que la que desarrolla mi colega Mariano Esteban, que usa un vector viral con el que ya han fabricado siete vacunas, esté lista para esa segunda ola a finales de año. La de Vicente Larraga va bastante avanzada y es fácil de producir, así que podría ser la segunda. La nuestra, si todo va bien, será la tercera, pero no estará lista antes de principios de 2022.

A raíz de esta pandemia, ¿tendrá la ciencia un mayor protagonismo en la esfera política?

Se está reflexionando mucho sobre esto porque la pandemia ha puesto la salud global en peligro, ha causado gran impacto socioeconómico, los medios de comunicación están volcados en su evolución… Lógicamente, quienes toman las decisiones políticas lo hacen de acuerdo con las urgencias y necesidades creadas por la crisis. Me consta que en España se están haciendo verdaderos esfuerzos por impulsar la ciencia y prepararnos mejor para otras epidemias o pandemias, a través de métodos de diagnóstico precoz, investigación en antivirales, inmunoterapias y nuevas vacunas. Sí, creo que esto va a suponer un antes y un después, aunque, como ocurre siempre, decaerá el momentum actual.

¿Cree que hasta cierto punto esta crisis nos va a cambiar la manera de vivir?

Creo que sí. Ha afectado mucho a nuestro modo de vida, a la vida familiar y social, al ocio… La gente se va a volver más precavida. Hemos aprendido que con el uso de la mascarilla, la desinfección de manos y el mantenimiento de la distancia de seguridad disminuyen drásticamente las infecciones por gripe y otras. Llevar mascarilla va a ser más frecuente entre quienes viajen en medios de transporte o vayan a lugares de gran afluencia, sobre todo en determinadas etapas del año en las que aparecen los virus estacionales. Yo pienso utilizarla más a menudo en algunos espacios públicos. Creo que el segmento de la población que es más prudente va a cambiar sus hábitos de vida significativamente.

¿En qué ha cambiado su vida en el último año?

Me ha cambiado mucho. Yo estaba empezando a reducir mi actividad científica, pero para los que somos especialistas en coronavirus resultaba duro abandonar el barco en estas circunstancias. Por eso seguimos trabajando. He extendido mi periodo como ad honorem hasta que vea que la situación está encarrilada y que la dirección del laboratorio queda en buenas manos. Las 16 personas que lo configuramos estamos trabajando al máximo. Esta situación nos ha reunido a todos en torno a un proyecto central: la obtención de la vacuna.

Fuente: https://www.agenciasinc.es/Entrevistas/Vamos-a-por-una-vacuna-intranasal-y-de-una-sola-dosis-muy-potente

domingo, 21 de marzo de 2021

Los días del Cáucaso

La primavera desplegaba una belleza particularmente desgarradora, promesa de una felicidad que no se cumpliría jamás. El aire se templaba, los brotes se hinchaban en los árboles. Los días en que el sol jugaba con las cosas, en que las criaturas y los gorriones cantaban a pleno pulmón, ajenos al hecho de vivir en el Cáucaso o en Francia, en que todo en la naturaleza parecía resplandecer para una gran fiesta de la que yo me sentía excluida, esos días eran los más terribles. Las profundidades azules del cielo guardaban el secreto de la felicidad, tan inaccesible y remota como el mismo cielo, y sin embargo siempre buscada, siempre esperada...

Los días del Cáucaso
Banine

 

Los ojos abiertos

Lou Dubois
Alguien mide sollozando
la extensión del alba.
Alguien apuñala la almohada
en busca de su imposible 
lugar de reposo.

Alejandra Pizarnik

miércoles, 17 de marzo de 2021

Arte reciclando



El boom de la electrónica de consumo ha provocado que el número de dispositivos que tenemos a nuestro alcance haya aumentado de forma significativa en los últimos años. Neveras, microondas, televisores, móviles y ordenadores (entre otros tantos) son elementos cotidianos presentes en la mayoría de los hogares.

Muchos de estos dispositivos tienen una vida útil cada vez más corta, ya sea porque dejan de funcionar pasado un tiempo desde su compra o bien porque mediante agresivas campañas de marketing nos convencen de que necesitamos pasar a un modelo nuevo con alguna funcionalidad extra que posiblemente no necesitemos. El resultado final es que desechamos electrónica prácticamente al mismo ritmo que la consumimos sin que en la mayoría de los casos tengamos claro cuál será el destino final de estos productos descartados.

El tratamiento de todo este material de desecho plantea un reto ya que muchos de los elementos utilizados en su fabricación son altamente contaminantes y presentan serios problemas tanto medioambientales como de salud pública si no se recogen y reciclan adecuadamente, algo que no ocurre en todos los casos.

Aunque los procesos de reciclado a gran escala pasan por la intervención de diferentes entidades públicas y privadas, existe un gran número de artistas que encuentran en todo este material el sustrato perfecto con el que dar rienda suelta a su imaginación y crear espectaculares obras de arte. Aquí os traemos una pequeña muestra.

Alice Chappell

Artista, fotógrafa y escultora británica de la ciudad de Portsmouth, trabaja actualmente en la colección Computer component Bugs, en la que transforma todo tipo de circuitos electrónicos —tanto donados como encontrados— en preciosos insectos de apariencia biónica. Ella misma indica que su trabajo es resultado de los excesos de la obsolescencia programada y trata de poner en evidencia a través de su trabajo los peligros que esto supone para el medio ambiente.


 

 Más información: https://principia.io/2016/08/02/arte-reciclando.IjM1MiI/

martes, 16 de marzo de 2021

“Estados Unidos cuenta con una sólida base de racismo violento”

https://www.barcelona.cat/metropolis/sites/default/files/styles/autor/public/richardsennettbm109_460x460.jpg?itok=tXvE0AgD
Richard Sennett / Sociólogo

Richard Sennett es incapaz de decir cuándo escuchó hablar por primera vez de la Guerra Civil española. “Simplemente no hay un momento que recuerde en que no supiera de ella. Cuando era niño, en los círculos en que me crié, The Good Fight ya era un mito. Lo que no sabía, sin embargo, era que habían participado en ella miembros de mi propia familia”. 

Sennett (Chicago, 1943) pasó su infancia en Cabrini Green, un barrio pobre de viviendas públicas en Chicago que luego sería muy conocido por su alto nivel de violencia. Vivía solo con su madre, una militante comunista –Sennett se identifica como lo que en Estados Unidos se conoce como “bebé de pañal rojo” o red-diaper baby–, pero tuvieron que pasar casi treinta años para que se enterara de que su progenitor, Maurice, había servido en las Brigadas Internacionales en defensa de la Segunda República, junto con su hermano menor, William. 

“Nunca conocí a mi padre”, dice Sennett en una conversación a principios de marzo. “Nos abandonó cuando yo tenía siete meses y nunca más tuvimos noticias suyas. Eso sí, a principios de los setenta, cuando la New York Review of Books publicó un ensayo mío, me envió una postal que ponía algo así como ‘Es probable que yo sea tu padre’. La tiré a la basura. Pensé que me las había apañado bastante bien sin él”. 

Fue por esa misma época, sin embargo, cuando William, el hermano de su padre, se puso en contacto con su sobrino. Para entonces, Bill rondaba los sesenta; tras regresar de España y servir en el Ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial, había trabajado una década como funcionario del Partido Comunista de Estados Unidos. El informe del líder soviético Nikita Jrushchov de 1956 sobre los crímenes de Stalin provocó su ruptura con el Partido. “A Bill sí que le llegué a conocer un poco y de hecho pude preguntarle acerca de su experiencia en España”, recuerda Sennett. “Pero no quiso contarme demasiado. Fue solo después, en 1986, cuando viajó a Barcelona para un homenaje a las Brigadas Internacionales, cuando pudo recuperar esa memoria”.

Richard Sennett, que cumplió 78 años en enero, vive en Londres con Saskia Sassen. Ambos son sociólogos de renombre mundial. La relación de Sennett con su campo es complicada, sin embargo. Siempre ha rehuido lo cuantitativo, aborrece la jerga académica y le gusta pensar en sí mismo como una especie de antropólogo o, incluso mejor, un novelista del XIX (Ha publicado tres obras de ficción). Su método preferido es la entrevista etnográfica. No hace falta pasar más de cinco minutos con él para comprender que le encanta conversar. Cuando le entrevista algún medio, le cuesta no invertir los papeles y ponerse a interrogar al periodista. Fue alumno de Hannah Arendt y amigo de Pierre Bourdieu, Roland Barthes y Michel Foucault. “Un día Foucault me invitó a una cena con el medievalista Philippe Ariès, un hombre muy, muy de derechas. Yo, nervioso, le pregunté a Foucault: ‘Pero ¿de qué vamos a hablar?’ ‘De lo que tú quieras’ –me contestó, tranquilizándome–. ‘Lo importante es que quieras saber de verdad qué es lo que piensa el otro’. Yo era muy joven. Recuerdo pensar para mí: ‘Esto es fantástico. Toda la vida debería ser así’”, cuenta.

Sennett entró en la sociología por puro accidente. Joven violonchelista de gran talento, se independizó a los 15 años para ganarse la vida como músico. Cuatro o cinco años más tarde, acababa de entrar a la prestigiosa Juilliard School of Music, un problema de tendón, agravado por una operación fallida, truncó su carrera musical. Su mundo se vino abajo. El padre de una amiga, David Riesman, enseñaba Sociología en Harvard y le animó a que se matriculara. La cosa funcionó; Sennett no solo se acabaría doctorando por Harvard sino que, en las cinco décadas siguientes, escribiría una veintena de libros, incluidos clásicos como El declive del hombre público o Vida urbana e identidad personal

En sus obras más conocidas, Sennett estudia cómo el capitalismo y la ciudad configuran nuestro sentido del yo y nuestra forma de relacionarnos unos con otros. Sus primeros libros se centran en temas clave como la identidad, el respeto, la cooperación y el espacio público; entre sus obras más recientes hay una trilogía sobre nuestra interacción con el mundo material, centrada en la artesanía, la cooperación y el entorno urbano. Si hay una constante en la obra de Sennett, es su temor de que el capitalismo y las formas de vida que nos impone puedan perjudicar nuestra capacidad de vivir con nosotros mismos y trabajar con los demás. El enfoque obsesivo en la competencia –advierte– está socavando nuestra capacidad de cooperación. De forma similar, la uberización de la economía mina el orgullo de los trabajadores, quitándoles la posibilidad de narrar su propia vida de una forma que le dé sentido. En estos días está escribiendo un libro autobiográfico que explora la conexión entre la música y la sociología.

¿No es extraño que tardara tanto en descubrir que tuvo a dos parientes en las Brigadas Internacionales?

Lo es menos de lo que parece. No hay que olvidar que la mayor parte de mi familia pertenecía al Partido Comunista. Mi madre era una militante muy dedicada; de hecho, la razón por la que crecí en un proyecto de viviendas públicas en Chicago fue su pretensión de organizar políticamente a las mujeres afroamericanas que vivían allí. Ahora bien, si eras comunista en los Estados Unidos de los cincuenta y sesenta, nunca hablabas de política, y mucho menos delante de niños pequeños, por miedo al FBI. A fin de cuentas, el macartismo era una forma de fascismo light. Mi madre estaba aterrorizada de que la acusaran de sedición. Y cuanto menos supiéramos los niños, menos podíamos contar. Por otra parte, si mi padre no se hubiera ausentado, probablemente me habría enterado antes.

¿Cuándo abandonó su madre el Partido?

Nunca. Fue el Partido el que la abandonó a ella. 

Una historia, entonces, como la de Eric Hobsbawm, el historiador británico que mantuvo su carné hasta después de la desaparición del PC de Gran Bretaña.

En efecto. Eric fue un buen amigo y un escritor maravilloso, pero, a decir verdad, su autobiografía me decepcionó. Percibí cierta mala fe cuando trataba su propia relación con el comunismo. El problema no era que no recordara; sus recuerdos de lo que significaba ser comunista eran cristalinos. Pero no quiso interrogar a esos recuerdos en absoluto. Yo habría esperado que fuera un mejor historiador de su propia vida.

¿Es usted mejor sociólogo de la suya?

(Risas.) Como estudiante de música, solo era un red-diaper baby más. Pero, cuando dejé la música por la sociología, tuve que interrogarme sobre eso, porque obviamente hay mucha ingenuidad en el mundo de la música con respecto a temas como la autoridad, la cooperación, etcétera. Esto es precisamente lo que estoy tratando en la autobiografía que estoy escribiendo ahora. Pero para responder a tu pregunta: sí, estoy intentando ser mejor historiador de mí mismo de lo que fue Eric.

El comunismo de su madre representó una ruptura radical con la generación anterior de inmigrantes rusos que habían huido de la Revolución. Aunque usted no rompe con la política de su familia de la misma manera, sí me parece que toma cierta distancia. Por ejemplo, ha defendido que los espacios públicos y la esfera pública sirven para algo más que para la acción política. Son el lugar, escribe, donde llegamos a interactuar, o incluso a conocer y comprender a quienes piensan de forma diferente a la nuestra. Eso está muy lejos de las batallas sectarias que marcaron gran parte de la tradición comunista.

Por supuesto. Pero déjame que te haga una pregunta. ¿Tú crees que la mayoría de los comunistas eran realmente sectarios con relación a sus creencias? ¿No era más que esas creencias estaban tan ligadas a su propio sentido del yo que renunciar a ellas habría supuesto una pérdida psicológica demasiado grande? Lo pregunto porque Edgar Morin, en su libro Autocritique sobre su propio pasado en el Partido, sugiere que a la gente le resulta difícil renunciar a sus convicciones políticas porque significa una enorme desinversión en sí misma. Muy pocas personas, dice, están comprometidas con sus creencias en un sentido ideológico real. Me parece que hay una verdad ahí. Bien mirado, si realmente crees que algo es cierto, no necesitas librar batallas sectarias por ello, porque si alguien no comparte tu creencia, eso no lo hace menos cierto. Pero para contestar a tu pregunta, tienes razón en que mi propio trabajo es una reacción a esa dinámica. Por eso también me interesé tanto por la teoría del conflicto, por la noción de lo público como espacio de disensión y no como espacio de encuentro. En mi trabajo, el espacio público sigue siendo político, pero se trata de un tipo de política diferente. Para mí, la cuestión central es esta: ¿cómo se convive con personas que son profundamente diferentes?

Lo ocurrido en Estados Unidos estos últimos años, ¿ha cambiado su forma de pensar? Un par de días antes de las elecciones de noviembre, usted escribió en The Guardian: “En los años setenta pensé que las heridas ocultas de clase social podrían curarse en parte mediante la interacción local, cara a cara, con personas diferentes. Hoy esa esperanza no tiene sentido. He perdido mi empatía con las complejas motivaciones que animan el miedo y la reacción. El mantra de ‘unir al país’ pierde todo su sentido a medida que la base se endurece y se desplaza hacia la extrema derecha; por el contrario, hay que pedirle cuentas por las tendencias criminales alentadas por su líder. Estados Unidos tardará mucho en curarse”. Su texto me dejó de piedra. Pensé: si hasta Richard Sennett ha perdido la esperanza, es que estamos jodidos de verdad.

(Risas.) Bueno, es cierto que he cambiado mi forma de pensar. El movimiento Black Lives Matter realmente puso el dedo en la llaga. Estados Unidos cuenta con una sólida base de racismo violento. Esa base siempre ha estado ahí. A veces ha sido silenciosa; ahora hace mucho ruido. Este fenómeno es difícil de entender para los europeos, aunque también hay racismo en Europa. Lo que ocurre es que Estados Unidos es un país mucho más derechista. La derecha que yo conozco mejor, que es la británica, se parece más al Partido Demócrata estadounidense.

Siempre he pensado que, en EE.UU., la política está menos ligada a la identidad de las personas que en otros países, como en España por ejemplo, donde a veces parece que la gente se identifica con los partidos políticos como si fueran clubes de fútbol.

No estoy de acuerdo. Este racismo americano que he mencionado está muy ligado a la identidad de la gente. Te doy un ejemplo. Aquí en Gran Bretaña, no sería normal que un tory de derechas solo tuviera amigos que también son tories de derechas. En Estados Unidos, es difícil imaginar que un seguidor de Trump tenga amigos socialistas. Sería casi inconcebible.

¿Qué se puede hacer en un país donde un gran porcentaje de la población es racista?

Tengo que confesar que, en lo que respecta a los racistas, he perdido la fe en la posibilidad de la comprensión empática. La culpa ha sido de Trump. En el último número de la New York Review, Fintan O’Toole escribe que la pretensión de Biden de restaurar la unidad del país está destinada al fracaso. Yo estoy de acuerdo. Sé que me estoy contradiciendo a mí mismo, pero yo creo que este racismo nunca desaparecerá. Tiene que ser reprimido.

¿Reprimido psicológicamente o a través del Estado de derecho?

A través del Estado de derecho. Hay que responsabilizar legalmente a la gente por incitar al odio. Sé que no debería pensar así. Pero tengo la impresión de que, de los 70 millones de seguidores de Trump, 50 o 60 millones son sordos. Lo que quiero decir es que nunca van a tener ningún sentimiento de culpa. Eso significa, para mí, que dejan de formar parte del ámbito público. El ámbito en que están ellos es otro. Esto lo he estado pensando mucho estos días. En Gran Bretaña hay mucho debate sobre la llamada cancel culture, la cultura de la cancelación. Bueno, yo creo que la cultura de la cancelación tiene su utilidad. En este momento, yo no le daría espacio a una persona para debatir si el Holocausto ocurrió o no. Tiene que haber límites de algún tipo cuando ya no hay relación dialéctica alguna con la gente o cuando ya no hay ninguna interacción real.

Pero, ¿la persecución judicial de la ultraderecha no supondría regalarle un papel de mártir? Ya estamos viendo cómo partidos como Vox, o el Foro para la Democracia en Holanda, se ufanan de ser defensores de la libertad de expresión. Aunque no haya dialéctica, ¿no es mejor dejar que la ultraderecha exponga sus ideas abiertamente, aunque sólo fuera para que el público se dé cuenta de sus aberraciones?

No lo sé. Tengo la impresión de que estamos llegando al final de una época, la época dorada del cosmopolitismo liberal. La situación que estamos viviendo no es muy diferente a los años treinta. Y por supuesto, el Partido Comunista de aquella época habría entendido esta discusión inmediatamente.

No se puede negociar con el fascismo.

Exacto. Mi impresión es que muy poca gente que participó en el destrozo del Capitolio ha sentido algún remordimiento. Pero destrozaron la propiedad pública, cometieron un delito. Así que deberían ir a la cárcel. Hacerlos sentir culpables por lo que han hecho no parece estar en las cartas.

Esta es la situación en Estados Unidos. ¿Y Europa?

Creo, honestamente, que Europa se va a reequilibrar. La extrema derecha se va a acabar marchitando. En Gran Bretaña, Alemania y Francia, que son los países que mejor conozco, la gente quiere seguir adelante. Pero me temo que en Estados Unidos, en cambio, va a ser cada vez más fuerte.

¿Cuál es su explicación como sociólogo? Su colega Arlie Hochschild ha argumentado que el auge de la extrema derecha está impulsado por la población blanca desfavorecida que cree que está siendo sobrepasada por otros grupos marginales.

El problema con ese análisis es que, estadísticamente, los blancos pobres no son los principales seguidores de Trump. Algunos lo son, por supuesto, pero la mayoría de la clase trabajadora blanca, por ejemplo, votó a Biden en las últimas elecciones. No me malinterpretes, el trabajo de Arlie Hochschild me gusta mucho. Es una entrevistadora maravillosa, llena de empatía. Pero creo que es un error argumentar que el combustible de todo esto viene de allí. Hubo un famoso libro escrito sobre el tema en Escandinavia a finales del siglo XX. Resulta que la mayoría de los seguidores de la extrema derecha son de clase media-alta. Es la psicología victimista de los que poseen dos coches e invierten en bolsa.

Ya que está escribiendo su autobiografía, ¿cómo valora sus propios cambios políticos a lo largo de su vida? En algún momento, usted pareció moverse hacia la derecha, pero en las últimas dos décadas, se ha vuelto a acercar a la izquierda. 

No me gusta demasiado el espectro izquierda-derecha como herramienta conceptual. Sirve a menudo para ocultar formas mucho más complejas de pensar la política. Ahí tienes los partidos verdes, por ejemplo: como hemos visto en Alemania y en Escandinavia, resultan perfectamente viables las alianzas verdinegras. Hablando por mí, lo que ocurrió hace unos 20 años fue una llamada de atención con respecto al capitalismo. Era un tema sobre el que no había escrito. Pero cuando volví a hacer sociología, después de una década de intentar escribir novelas, me chocaron las versiones neoliberales del capitalismo. Esto fue lo que me llevó a escribir La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Quería entender por qué este nuevo capitalismo es peor para la gente corriente que el tipo de capitalismo corporativo que lo había precedido. No sé si eso significa que me hice más izquierdista. Pero, desde luego, me ha animado políticamente. Y es verdad que en los últimos 20 años me he vuelto más radical en mi crítica al capitalismo.

Se me ocurre que una preocupación central en su obra, desde Las heridas ocultas de la clase hasta su trilogía “Homo Faber”, ha sido la alienación en su acepción marxista. Usted parece querer proteger –o volver a– un mundo en el que la gente se relacione con su trabajo y con las cosas que hace con sus manos de una forma que dé sentido a su vida. No porque hacer cosas con las manos sea algo natural, sino porque, como aprender a tocar música, requiere mucha práctica y disciplina, pero también produce mucha satisfacción y autoestima. En este sentido, me parece que su obra tiene una veta organicista o incluso tradicionalista. ¿Su sociología está impulsada por la idea de la buena vida, no en un sentido hedonista, sino en el sentido de una existencia plena, no alienada?

Creo que este último punto es correcto. Por eso, para mí, el Marx viviente no es el que recogió el Partido Comunista, sino el primer Marx. No sé si es organicista, pero desde luego es una versión más integrada de la vida, una vida que tenga sentido cívico.

Me imagino que es por lo mismo que le preocupa tanto la uberización de la economía o el impacto de la automatización, que puede acabar con el 15 o el 20% de los empleos. ¿Cree que iniciativas como la Renta Básica Universal pueden aportar una solución?

Desde mi punto de vista, la gente necesita un tipo de narrativa que ordene sus vidas. Y esta función la ha cumplido durante mucho tiempo el trabajo remunerado, incluso para la clase trabajadora. Dar con una narrativa así es psicológicamente mucho más difícil si se pasa por muchos trabajos diferentes de forma serial. Es verdad que hay mucho trabajo y mucho servicio que no acaba siendo reconocido como trabajo, y es obvio que sí debería ser reconocido. Y por supuesto, algún tipo de renta básica puede funcionar. Pero dudo que eso pueda sustituir la función psicológica y social que ha desempeñado el trabajo remunerado. Si nadie te necesita, si no eres realmente necesario para nadie fuera de la esfera familiar, sufres una especie de muerte social.

¿No está subestimando la fuerza creativa de la mente humana? ¿No acabaríamos forjándonos una narrativa biográfica, incluso a partir de una serie de experiencias laborales inconexas y en serie? 

Eso puede ser cierto para una pequeña élite. Pero no estoy seguro de que vaya a ser capaz de ello un fontanero o electricista sin sindicato, sin vínculos comunitarios efectivos, y que se limita a hacer un trabajo de fontanería tras otro. Un argumento que se ha esgrimido al respecto es que la comunidad puede llegar a sustituir el lugar de trabajo. Esta sí que es una idea muy interesante. En comunidades muy pobres, como los grupos con los que estoy trabajando estos días a través de las Naciones Unidas, la construcción de una letrina comunitaria, una escuela secundaria o un centro de salud es algo que puede llegar a vertebrar la experiencia de la gente. 

Hablando de las Naciones Unidas, esto me recuerda a mi tío Bill Sennett (Risas). Aunque abandonó el Partido en los años 50, nunca se hizo anticomunista y siguió muy comprometido con el socialismo democrático. Tras su jubilación, por ejemplo, ayudó a financiar la revista radical In These Times. Bueno, yo llevo trabajando con las Naciones Unidas muchísimos años. Cuando se enteró Bill, le despertó su furia de viejo comunista. Para él, la ONU era exactamente el tipo equivocado de internacional. Una verdadera internacional, me decía, se construye a partir de la lucha y de la solidaridad, no como una ingente burocracia.

Fuente: https://ctxt.es/es/20210301/Politica/35322/#.YE-r2YDJy3Q.twitter

domingo, 14 de marzo de 2021

Un señuelo

 ¿Quién chulea a quién?
Prince

Las trufas son los cuerpos fructíferos subterráneos de varios tipos de hongos micorrícicos. Durante buena parte del año, los hongos de la trufa solo existen como redes de micelio, que subsisten gracias a los nutrientes que obtienen del suelo y a los azúcares que extraen de las raíces de las plantas. Sin embargo, su hábitat suberráneo les pantea un problema básico: las trufas son órganos que producen esporas, análogos a la fruta que produce semillas en una planta. Las esporas evolucionaron para que los hongos pudieran dispersarse pero, bajo tierra, estas esporas no pueden ser atrapadas por las corrientes de aire ni vistas por los animales.

Tuber magnatum. Foto di Pietro Curti.

Su solución es desprender olor. Pero oler por encima del festival olfativo de un bosque no es moco de pavo. En los bosques se mezclan los olores, cada uno con un interés o distracción potencial para el hocico de un animal. Las trufas deben ser lo bastante acres para que sus aromas atraviesen las capas de suelo y entren en el aire, lo bastante peculiares para que un animal las distinga en medio del olor ambiental, y lo bastante deliciosas para que los animales las busquen, escarben y se las coman. Todas las desventajas visuales de las trufas -estar sepultadas bajo tierra, difíciles de ver cuando se desentierran y visualmente poco atractivas- quedan compensadas por el aroma.

   La trufa cumple con su función cuando es comida: se ha atríado al animal para que olisqueara el suelo y ha sido reclutado para que transporte las esporas del hongo en sus heces y las deposite en otro lugar. La fascinación de una trufa es, por consiguiente, el resultado de cientos de miles de años de entrelazamiento evolutivo con los gustos animales. La selección natural favorecerá a las trufas que encajen con las preferencias de sus mejores dispersores de esporas. Las trufas con mejor `química' atraerán a animales con más éxito que aquellas con peor química. Como las orquídeas que imitan la forma y olor de una abeja hembra sexualmente receptiva, estos hongos proporcionan una descripción de los gustos animales -un retrato aromático evolutivo de la fascinación animal [...].
   La capacidad para detectar y reaccionar a sustancias químicas es una capacidad sensorial fundamental. La mayoría de organismos utiliza sus sentidos químicos para explorar y entender su entorno. La plantas, hongos y animales emplean receptores similares para detectar sustancias químicas. Cuando las moléculas se adhieren a estos receptores, desencadenan una cascada de señales: una molécula desencadena un cambio celuar, que desata un cambio mayor, y así sucesivamente. De esta manera, una causa, por pequeña que sea, puede propagar efectos mayores: la nariz humana puede detectar concentraciones muy bajas, de hasta 34000 moléculas en 1cm2, el equivalente a una sola gota de agua en 20000 piscinas olímpicas.
   Para que un animal perciba un olor, una molécula debe depositarse en su epitelio olfativo. En los seres humanos, es una membrana en la parte superior de la cavidad nasal. La molécula se adhiere a un receptor, y los nervios se activan. El cerebro se implica mientras identifica las sustancias químicas, o desata pensamientos y respuestas emocionales. Los hongos están equipados con otro tipo de órganos. No tienen nariz ni cerebro y toda su superficie se comporta como un epitelio olfativo. Una red de micelios es una gran membrana con sensibilidad a las sustancias químicas: una molécula puede adhererirse a un receptor en cualquier parte de su superficie y desencadenar una cascada de señales que altera el comportamiento de los hongos.
   Los hongos viven inmersos en un campo nutrido de información química. Las trufas usan las sustancias químicas para avisar a los animales de que ya están listas para ser ingeridas; también las utilizan para comunicarse con las plantas, los animales y otros hongos -y consigo mismas-. No es posible entender los hongos sin explorar estos mundos sensoriales aunque nos sea difícil interpretarlos. Aunque quizá no importe, pues nosotros, como los hongos, nos pasamos casi toda nuestra vida atraídos por cosas. Sabemos que significa ser atraídos o rechazados. Además, a través del olor, podemos participar en la conversación molecular que emplean para gestionar gran parte de su existencia.
 
La red oculta de la vida
Merlin Sheldrake

sábado, 13 de marzo de 2021

Cuando Chéjov salió a buscar el infierno

Antón Chéjov
Antón Chéjov. (DP)

Antón Chéjov tenía treinta años, una credencial de periodista, popularidad como escritor y los pulmones destruidos por la tuberculosis cuando emprendió un viaje a la isla Sajalín, una colonia penitenciaria en el lugar más inhóspito y hostil de Rusia.

«Hacía tanto tiempo que no bebía champaña». Las últimas palabras de Antón Chéjov son famosas, su penúltima frase la había dicho en alemán: Ich sterbe, «me muero». Cada biógrafo cuenta la escena de manera diferente, también lo hace Olga Knipper en sus memorias, la actriz con la que se casó hace tres años, y la cuenta también el médico que llegó sin chances a la habitación de un hotel alemán. A mí la versión que más me gusta es la de Carver, porque no es verdad. Raymond Carver era admirador de Chéjov y, en un libro de cuentos, escribió uno —«Tres rosas amarillas» que tiene al ruso como protagonista y cuenta esa noche. Con la literatura pasan esas cosas y ahora hay biografías que incluyen detalles sobre Chéjov muriendo por la tuberculosis que solo están en ese cuento. Tiene la evidencia que le da la ficción.

Una vez, cuando estaba en Niza, un editor le pidió que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; quería una crónica de viaje, unas apostillas o comentarios del gran escritor ruso, pero él rechazó la propuesta con un argumento que define su escritura: «Solo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada». La esposa y el médico estaban en ese cuarto y vieron los hechos, Carver escribió de memoria.

Antón Pávlovich Chéjov había nacido hace cuarenta y cuatro años en el Imperio ruso, hace veinte que escupe sangre y ahora acaba de morir en una habitación de un hotel en el Imperio alemán adonde había llegado con la esperanza de superar los ataques de tos con baños termales. Todos sabían que tenía los días contados. 

Siempre fue un personaje chejoviano: se pueden ver sus acciones, ahí están sus relatos y todas las cartas que escribió, pero no sabemos nada más, eso es todo; en los cuentos de Chéjov no conocemos las motivaciones de los personajes, hizo de la concisión un estilo. Cuando ya era un escritor de renombre, el editor V. A. Tijónov le pidió que redactara una autobiografía para su revista y la respuesta de Chéjov se condensó en unas doscientas palabras donde muestra algunas cosas: su título de médico, los relatos que escribió y no mucho más; porque lo importante, como en cualquier relato de Chéjov, es lo que no se dice. En otras ocasiones resumía aún más su autobiografía: decía que su vida se dividía en dos etapas, entre el tiempo en que su padre lo golpeaba y el tiempo en que había dejado de hacerlo. 

Decía que, para escribir, no hay que tener miedo de parecer tonto. Los biógrafos buscan en sus notas y en sus cartas las motivaciones del escritor (por qué se mantuvo soltero casi toda su vida, cuál fue la verdadera relación que mantuvo con su esposa, por qué vivían separados, cómo se llevaba con sus amigos, cuánto admiraba o no la escritura de Tolstói), algo que Chéjov retacea en cada uno de sus personajes. Como si fuera uno de ellos, cuando tenía treinta años, fama como escritor y una tuberculosis que lo volteaba en la cama por días enteros, Antón Chéjov, sin motivo aparente, decidió atravesar el continente y recorrer más de seis mil kilómetros en un viaje incómodo, inútil, inverosímil, hasta la isla Sajalín.

En un relato, la vida de un hombre puede resumirse en un par de escenas; las de Chéjov podrían ser la de su muerte y aquel viaje a Sajalín. 

Sajalín es una isla grande y alargada que se extiende sobre Japón, parece su continuación hacia el norte, interrumpida por el mar. Perteneció a China, perteneció a Japón, fue disputada y compartida, pero ahora es de los rusos, aunque en los mapas japoneses sigue figurando como «tierra de nadie». Lo cierto es que desde 1875 el Imperio ruso está a cargo y ha convertido el territorio en una gran colonia penitenciaria: el clima y la geografía son los barrotes. «En una isla separada del continente por un mar tormentoso no parecía difícil fundar una gran prisión». Sajalín es un lugar imposible; ya lo dice la leyenda: cuando los rusos ocuparon la isla y empezaron a maltratar a sus habitantes nativos —los guilakos—, un chamán la maldijo, sentenciando que ningún provecho saldría de ella.

De Chéjov siempre se dijo que le gustaba andar solo, las mujeres lo codiciaban pero él, en caso de casarse, solo lo haría si tenía la garantía de que cada uno de los dos podría seguir haciendo su vida como hasta entonces. Con Olga lo va a lograr, pero faltan años para conocerla, ahora está alistándose para ir a los confines de un imperio extenuado pero persistente. Necesita una excusa y usa su título de médico para conseguir una autorización de la Dirección General de Cárceles para viajar por intereses científicos y literarios: observará las condiciones de vida, va a hacer un censo, va a hablar con la gente del lugar y después va a escribir un libro. Nadie sabe por qué decidió hacer ese viaje, no es lógico: tiene fama, buena posición económica y está enfermo desde hace años, ese clima lo va a matar. Dijo que lo hacía porque quería moverse.

Los preparativos del viaje le habían llevado más de un año: consultó obras y documentos, leyó códigos, reglamentos, artículos periodísticos, memorias de viajeros; leyó historia y geografía de la isla, también se compró un mapa. «Paso todo el día sentado, leo y tomo apuntes. En la cabeza y el papel no hay nada, solo Sajalín». Cuentan que, mientras estaba preparando su viaje, un artista (N. es el modo en que se lo nombra) quiso acompañarlo, pero a Chéjov le gusta viajar solo, dice que ese el único modo concebible de viajar y le pide ayuda a un amigo para sacárselo de encima: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia. Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaje en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo».

El 21 de abril de 1890 Antón Chéjov se sube a un tren en Moscú con un equipaje que incluye ropa de abrigo, mapas y notas de la isla y su maletín de médico. Después del tren vendrán tramos en carruajes, barcos y a pie. Lo que en el Sahara es el desierto o en la Antártida es la nieve, en Siberia es la taiga: un revoltijo enmarañado de ramas, agua y frío que no deja avanzar. 

—¿Por qué en esta Siberia de ustedes hace tanto frío?—, pregunta. —Así lo quiere Dios—, le responde el cochero.

«La medida humana común no tiene valor en la taiga», dice Chéjov con el barro hasta el cuello. 

Presos en la isla de Sajalin1
Presos en la isla de Sajalín. (DP)

En unos meses llegará a Sajalín y se convertirá en la única persona en ir ahí por voluntad propia. El lugar es digno de la maldición del chamán: los pasos de los condenados arrastrando las cadenas, los carros con caballos, los presos encadenados a carretillas, los trabajos forzados en el bosque, los intentos de fuga a ningún lugar, niños engrillados, mujeres libres que se encierran con sus hombres, niñas prostituidas, desterrados, funcionarios; más el hambre, las chinches, las pestes, la miseria y el clima.

Pero en Sajalín no hay ningún clima, solo mal tiempo. Dice Chéjov que cuando Dios creó ese lugar «lo que menos tenía en mente era al ser humano». Los poblados no parecen tales, los habitantes no están ahí reunidos por su propia voluntad, es como si todos fueran «náufragos de un barco»; quedaron así, amontonados. Es toda gente que parece innecesaria, como si hubieran sobrado de algún otro lugar.

Dos años antes del viaje, en 1888, había publicado su primer gran éxito, una novela corta: La estepa, historia de un viaje, un relato que transcurre en una época de extremado calor y sequía. Mientras lo escribía reflexionaba sobre su propia escritura —lo hizo toda su vida en sus notas y en sus cartas— porque no encontraba el tono y se lamentaba por no decir todo lo que debería decir, sin embargo siente que no puede escribir de otra manera. Chéjov va a descubrir que la condensación es su modo de escribir: eso que llaman estilo. Tiene miedo de no ser tomado en serio como escritor aunque ya es un profesional que vive de lo que le pagan por sus relatos. Siempre decía que la medicina era su esposa y la literatura era su amante, sin embargo se dedicó profesionalmente a escribir y atendía enfermos en sus momentos libres. Cuentan que, cuando llegaba a su casa de campo —pasaba mucho tiempo en Moscú y en San Petersburgo— hacía izar una bandera para que todos supieran que el doctor había vuelto y atendía gratis a los pacientes que llegaban a su casa. 

Cuando fue a Sajalín, sin embargo, prefirió llevar con él a la esposa y no a la amante; aunque tenía la intención de escribir un libro sobre el viaje, no iba a hacer literatura con él, va a primar su formación científica. Por eso no elige la ficción: la contundencia del lugar le va a impedir hacer literatura.

Entre julio y octubre de 1890 recorre y conoce la isla que es también una cárcel; habla con presos, funcionarios, colonos, soldados, aborígenes; escribe sobre geografía, clima, flora, fauna, historia, higiene, alimentación, instrucción, religión. También hace un censo que nadie le pidió: completa unas ciento cincuenta fichas por día en jornadas de catorce horas. 

Habla con todos: va descubriendo los modos de organización del lugar en medio, aprende que cuando los presos terminan su condena pasan a ser colonos, años después podrán ser propietarios y luego campesinos; también que todos sueñan con volver al continente y que solo podrán hacerlo si tuvieron una conducta intachable y no tienen deudas con el Estado (pero nadie logra no deberle algo a un Estado omnipresente): casi nadie consigue el permiso. Las mujeres que llegan «son mujeres de temperamento, condenadas por delitos de carácter novelesco» y son distribuidas entre los hombres teniendo en cuenta juventud y belleza. Las muestran como mercancía: «la mujer es asignada al colono tal, en la colonia tal, y el matrimonio civil está cumplido». 

En Sajalín hay dos instituciones subsidiarias: la cárcel y la colonia. Rusia necesita de los presos para colonizar y poblar ese lugar, entonces «la cárcel cede todas las mujeres a la colonia» para que les den hijos a los funcionarios. Chéjov dice que en la isla las mujeres tienen un lugar «por debajo incluso que un animal doméstico» y que el peor castigo que tienen (peor que el hambre, peor que la tisis, peor que las chinches) son sus concubinos. «A causa de la enorme demanda, no obstaculizan el ejercicio de la prostitución ni la vejez, ni la fealdad, ni la sífilis en su tercera fase». 

La prisión de Sajalín es muchas prisiones. Está, por ejemplo, la de Due: la más vieja, la más sucia, la más pobre, la más peligrosa. Ahí, cuando reina el silencio, se puede escuchar el canto del «loco de Due», un prisionero que, desde su llegada, se niega a trabajar en las minas de una empresa con sede en San Petersburgo y no hay celda de castigo o azote que lo haya doblegado «¡Igual no voy a trabajar!», se le escuchaba decir y al final los guardias lo dejaron en paz. Ahora, el loco de Due, camina por las calles y canta. De todo va a tomar nota para después escribir su libro porque Chéjov quiere que todos en el continente sepan lo que Rusia hace con los desterrados en este lugar «donde una fuga solo puede ser soñada»

De los obstáculos que hay que vencer para una fuga, el más terrible no es el mar, antes están la taiga, la niebla, los osos, el hambre, los mosquitos, el invierno: un hombre mal alimentado y agotado por la vida carcelaria no podrá recorrer más de cinco kilómetros por día sin saber a dónde ir. La mayoría de los fugados mueren unas semanas después, agotados. Otros vuelven con sus últimas fuerzas y ruegan ser encontrados por un vigilante. ¿Por qué siguen escapando? Porque «su conciencia de vida aún no se ha colmado». Si uno es un hombre no puede no tener deseos de escapar, dice Chéjov. El preso Altújov tiene unos sesenta años y su procedimiento de fuga es conocido: toma un pedazo de pan y se aleja unos quinientos metros del puesto de vigilancia. Cuando llega a una colina, se sienta a mirar el horizonte y vuelve después de unos días. Hace años lo azotaban cada vez que volvía, pero ya no. No es el único que se escapa sin escaparse: algunos disfrutan una libertad de un mes, de una semana, a otros les alcanza con un solo día. Peor no puede ser, parecen decirse, y entonces se fugan porque nadie puede quitarles eso. «Me parece que, si yo fuese un preso, necesariamente huiría de aquí, sea como fuere», escribe Chéjov. 

En la isla la autoridad policial administra tanto la justicia como los castigos, que son ejecutados tras un breve examen médico que determina cuántos latigazos puede soportar el reo en cuestión. Chéjov pide ver un castigo: serán noventa latigazos; cuando van por el número cuarenta y tres siente que no puede seguir viendo, sale a recuperar el aire, vuelve a entrar, vuelve a salir y otra vez dentro. «Por fin noventa», escribe. «Eso fue por el asesinato, por la fuga recibirá aparte, me explican cuando estamos regresando».

Presos en la isla de Sajalin
Presos trabajando en minería en la isla de Sajalín. (DP)

 Después de tres meses en la isla emprende un regreso que le tomará ocho meses: va a volver en barco dando la vuelta por el Índico. Antón Chéjov recorrió en pocos meses una distancia equivalente a la mitad del círculo terrestre en todo tipo de transportes en dudosas condiciones para un intelectual tuberculoso que se movía como un héroe de acción. Aunque todos en su entorno le habían alertado sobre los riesgos de un proyecto suicida, él dijo que ese «viaje al infierno» le había mejorado la salud. «Es algo extraño. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando».

Volvió a su vida entre el campo y la ciudad, a los ataques de tos y a la escritura. El libro de viaje tardó en aparecer: entre 1893 y 1894 fue publicando crónicas breves en un periódico y al año siguiente publicó el libro La isla Sajalín (De mis apuntes de viaje) sobre el que no tenía ninguna clase de expectativas literarias: lo veía como un tratado de ciencias naturales y sociales. Lo cierto es que darle forma le llevó más de cinco años de escritura a un hombre que resolvía sus relatos en cuestión de días. 

La explicación es que era el libro de un científico y no de un literato. No hizo arte con él: le dejó paso a la contundencia de la realidad y se convirtió en un sirviente de las cosas del mundo que, para Chéjov, no son las que se usan para hacer literatura. Eso es raro, porque el desprecio por la lírica en sus relatos puede hacernos creer que la materia prima de su obra es la realidad, pero el meollo de sus textos está en la elipsis, en esas historias que, como él quería, no tienen trama ni final y parecen empezar en la segunda página. 

La escritura de los relatos le llevaba unas semanas, las obras de teatro le llevaban meses, («¡ay! por qué habré escrito teatro», se lamentaba), con Sajalín quiere contarlo todo y la escritura le demanda años. Lo que en sus ficciones muestra con unas pocas pinceladas muy precisas, en su reportaje sobre la isla le lleva páginas y páginas porque está pensando en lectores específicos: aquellos que no quieren —y deberían— ver lo que el Estado ruso está haciendo con esos condenados que envía cada año a Sajalín, ese infierno.

Este es su único libro de no ficción y definitivamente no es la más célebre de sus obras, tampoco sabremos cuánto influyó el viaje en su vida porque el cronista se limitó a contar los hechos. El año en que lo publicó fue también el de su capitulación ante la idea del matrimonio. Había resuelto casarse, todavía no sabe con quién pero sí cómo debe ser la mujer para él. Tiene treinta y cinco años, faltan tres para conocer a la que será su esposa y le escribe a un amigo: 

Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo.

Como si fuera una biografía por encargo, lo que sabemos de la vida de Chéjov podría ser resumida en unas doscientas palabras:

El padre le daba unas palizas descomunales y dejó de hacerlo cuando él se convirtió en jefe de familia gracias a su trabajo de médico y escribiendo relatos humorísticos con seudónimo. Su letra era pequeña. Confiaba en el progreso, decía que el problema de Rusia es que es un país sin hechos pero repleto de opiniones. Dejaba a sus personajes en paz, dándoles voz propia. No los juzgaba. Nunca escribió moralejas. Tosió y escupió sangre durante más de veinte años, viajó a la isla Sajalín y le contó al mundo lo que vio en un libro que le costó más trabajo que cualquier otra línea que escribió en su vida (tenía la obligación de la verdad). Tolstói lo admiraba y también decía que caminaba como una muchacha, las mujeres lo seguían, se casó en secreto con una actriz y la mayor parte del tiempo había miles de kilómetros entre ambos. 

Olga está con él en una habitación de hotel, el médico que lo atiende lo conoce por sus relatos y ahora está al pie de su cama, escuchándolo delirar: dice algo de unos marineros y de los japoneses (tal vez se acuerda de las disputas por Sajalín). Unos minutos después dice que se está muriendo, el hilo de voz es tenue, no sabemos si escucha y entiende cuando el médico toma el teléfono para pedir una botella de champaña y tres copas. Antes de morir, antes del último aliento, antes de tenderse de lado, antes de beber un sorbo, antes de llevarse la copa a los labios, dice: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña».

Fuente: https://www.jotdown.es/2021/03/cuando-chejov-salio-buscar-el-infierno/