Un niño tras ser rescatado de una patera en Gran Canaria. EDUARDO ROBAINA |
En una ciudad europea, no importa cuál, una niña se monta en un coche; un monovolumen familiar de siete plazas. Se dirige con sus padres a un hotel cerca del mar, donde pasará unos días de vacaciones. Durante su estancia jugará con otros niños, participará en actividades comunales, disfrutará de unos días de ocio con su familia, que la cuidará y se preocupará de su salud y su seguridad todo el tiempo.
Sus padres se asustarán muchísimo si la niña se hace un raspón en la rodilla o se golpea la cabeza al caerse de la cama. Unos padres que trabajarán para dejarle a su hija una herencia; un piso, un local o una buena educación bilingüe. Una vida burguesa.
En una ciudad africana del Sáhara Occidental, no importa cuál, una niña se monta en una patera; una embarcación de veinticinco plazas donde se apiñan cuarenta. Se dirige junto a su madre y un grupo de gente desconocida a un mundo mejor, una vida mejor, un sitio donde obtener un trabajo y ganar algo de dinero.
Durante la travesía no jugará con nadie; estará aterida de frío, acongojada y muerta de miedo, se sentirá desprotegida y extraña. Su madre se preocupará por su vida, por conservarla mientras dure el itinerario, por no navegar a la deriva, por resistir la humedad, las bajas temperaturas y la oscuridad de la noche en medio de la nada. Una madre que se jugará su integridad y su existencia por que su hija tenga un futuro. Mejor o peor, pero un futuro. Solo eso.
Según un informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre los años 2014 y 2018 murieron o desaparecieron en rutas migratorias de todo el mundo más de 32.000 migrantes y refugiados, de los cuales 1.600 eran niños. La OIM estima que en el Mediterráneo podría haber más de 12.000 cadáveres. Un cementerio acuoso, una gran fosa común donde se ocultan las víctimas de la guerra de la desigualdad, los despojos del capitalismo depredador de Occidente.
No obstante, la OIM reconoce la dificultad para realizar una evaluación precisa (sobre todo a la hora de confirmar algunos fallecimientos) y admite que la cifra real podría ser mayor. Tras cada uno de esos migrantes hay una historia, un drama, una realidad que los occidentales no podemos comprender porque no la vemos, no la sentimos.
Los grandes medios de comunicación apenas dedican espacio a este fracaso de la civilización, al drama humano que representa la crisis migratoria y la incapacidad de la Unión Europea para gestionarla. 1.600 menores fallecidos en rutas migratorias es un dato que apenas se conoce, que apenas se publica, y, lo peor de todo, que apenas importa. Aunque, de vez en cuando, un caso aislado supera la barrera del ostracismo y los medios nos lo sirven crudo. Pero ha de ser un caso grabado, fotografiado, filmado; algo espectacular, una historia que podamos vender como una ficción realista o una pieza documental. Un producto de consumo listo para los devoradores de morbo:
Dos sanitarios de la Cruz Roja corren con un maletín. El azul de las sirenas quiebra la rutina de la noche. Hay una niña pequeña en el suelo del puerto. Llegan a ella y se afanan por reanimarla. Desesperados. Es casi un bebé. Una vida por hacer y por vivir. La estabilizan y la llevan al hospital en una ambulancia. Todos los medios se hacen eco del rescate. Todos afirman que su nombre es Nabody. Pero ni siquiera se llama así.
Dos días después, el 21 de marzo, la bebé fallece. La noticia de su muerte aparece en todos los diarios, radios y televisiones. ¡Oh, el drama de la inmigración! Un momento más tarde cambiamos de canal o reproducimos otro vídeo en internet y la noticia se diluye en la inmediatez de la actualidad. No nos duele mucho. La insensibilidad está ya enraizada en nuestros corazones burgueses.
No sucede igual, sin embargo, cuando vemos morir a un niño occidental. Por ellos sentimos empatía, porque pertenecen a nuestro lado del mundo y podrían haber jugado con nuestros hijos en el parque infantil o ser compañeros de colegio o vecinos de la urbanización. Ellos sí podrían, en definitiva, ser también nuestros hijos. La niña a la que llamaron Nabody, en cambio, es una suerte de proyección ficticia, una representación, un tropo o una fantasía que evidencia la desigualdad del sistema.
De hecho, si cambiáramos la “a” de su supuesto nombre por una “o”, leeríamos Nobody, que en inglés significa nadie. Un juego de palabras que, por desgracia, encaja perfectamente en esta historia, puesto que, en el mundo occidental, es decir; en el mundo, estos niños no son nadie.
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/03/24/la-llamaron-nadie/
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