 |
Cabo Roncudo, Corme. Fotografía: Amaianos (CC). |
Cuenta Rafael Lema en su libro Costa da Morte, un país de sueños y naufragios que el nombre de esta costa nació en los tabloides ingleses y se incubó en la prensa de Madrid, a finales del siglo xix.
Por entonces los periódicos informaban de que los habitantes de esta
parte de Galicia atraían con antorchas a los buques que se perdían entre
la niebla para después asaltarlos y desvalijarlos. Las historias
también hablaban de que, tras los naufragios, los cadáveres de los
marineros aparecían con los dedos y las manos amputadas. «Es todo una
invención, una leyenda, que se sacó de la literatura de Julio Verne, muy famosa en la época, y de las leyendas populares inglesas y bretonas», dice Lema. «¿Invención?», dice Ramón Vilela Ferrío, Moncho do Pesco, percebeiro
jubilado, sesenta y un años, vecino de Muxía. «Cuando yo era chaval y
encallaba un barco íbamos y lo desvalijábamos entero. Mi abuela me
contaba que ellos incluso les cortaban los dedos a los marineros
ingleses muertos para robarles los anillos. De invención nada».
Hoy las
olas están tranquilas en la costa, aunque hay mar de fondo. Moncho mira
el horizonte, entrecierra con levedad los ojos. «Aquí hay años que el
mar no está tranquilo ni un solo día. Ni uno solo». La Costa da Morte es
un pedazo de costa atlántica en la provincia de A Coruña que va desde
Malpica de Bergantiños hasta la ría de Corcubión (por más que la
Consellería de Turismo la haya extendido, en pos de engordar sus arcas,
desde la propia ciudad de A Coruña hasta la ría de Muros e Noia). Casi
cien kilómetros de una de las costas más peligrosas, afamadas,
mitológicas y siniestras de cuantas uno pueda toparse en Europa. La ruta
es popular por su impecable gastronomía marítima y sus playas vírgenes.
También por su macabra relación de vida y muerte con el mar: cientos de
naufragios, miles de vidas tragadas por las olas, leyendas, mitos,
supersticiones, rivalidades y una personalidad única. «Aquí murió
muchísima gente en el mar, oíste. Pero muchísima». Lo dice Moncho de una
manera que quitan las ganas de preguntar por el número exacto. Valga
muchísima.
Que se
sepa, enfrente de estas rocas han terminado sus días unos 950 barcos.
Especialmente trágicos fueron los sucesos ocurridos a finales del siglo xix
y que tuvieron como protagonista a la marina inglesa. Cientos de
marineros británicos murieron en este mar aquellos años en terribles
naufragios de los que el Gobierno de Londres acusó a los nativos: según
el periodismo inglés de la época los barcos habían sido empujados a
encallar y después habían sido asaltados sanguinariamente por los
vecinos. Horrorizada por estas historias, la escritora Annette Meaking, amiga de la reina Victoria, bautizó a este pedazo de costa como Coast of Death,
término que enseguida adoptaría la prensa española.
Sobre los demás
destacaron dos oscuros siniestros. El primero, en 1870, acabó con el
hundimiento en alta mar del Captain, de la Royal Navy, debido a las
fuertes corrientes que, repentinamente, hacen aparición en esta costa.
Casi quinientos marinos murieron en el suceso. Veinte años más tarde, en
1890, fue el Serpent el que encalló, dejando en la costa de Camariñas
ciento setenta y cinco cadáveres. También en este periodo acabaron
destrozados frente a la Costa da Morte el Revandall, el Irish Hood y el
Wolf of Strong, tal y como explica Rafael Lema en su libro. En todos los
casos aparecieron marineros con miembros amputados. O eso cuenta la
leyenda.
No solo los ingleses acabaron estrellados contra las rocas gallegas. Ya en el siglo xx
fue sonado el naufragio del Chamois, cuyo capitán trató de pedir ayuda a
los vecinos y estos, por alguna esquizofrenia fonética con el nombre
del barco, entendieron bois
(bueyes en gallego). El error llevó a una horda de aldeanos armados con
cuchillos y hoces a asaltar el buque ante la horrorizada mirada de la
tripulación. El Priam acabó con su casco despedazado ante Malpica y su
carga, repleta de relojes, esparcida por el mar. Fueron días de intensa
búsqueda por parte de los vecinos que llegaron a hallar una caja con un
piano de cola que, al intentar abrir a machetazos, destrozaron. Más
reciente (1927) es el caso del Nil, que desparramó toda su carga de
alfombras, piezas mecánicas y máquinas de coser por la costa de Laxe y
se formó tal rapiña que la naviera tuvo que contratar seguridad privada
para proteger los enseres. De nada sirvió, claro. Cuentan los más viejos
que el Nil también traía cajas de leche condensada que, cuando llegaron
a la costa, fue usada como pintura blanca por los vecinos. El enjambre
de moscas que se vio atraído convirtió las paredes blancas en negras. En
1934 el petrolero soviético Boris Scheboldaeff se partió en dos frente a
Camelle y la tripulación fue rescatada por los vecinos, quienes de paso
desmantelaron el barco. El buque alemán Nord Atlantic trataba de huir
de la aviación aliada cuando embarrancó en Camariñas en 1943 y poco
después naufragó en el mismo sitio el carbonero griego Maria Laar. En
1964 tuvo lugar frente al cabo Fisterra el más grave de los naufragios
de la zona en el siglo xx.
El petrolero Bonifaz chocó contra el Fabiola, lo que provocó una
explosión que dejó más de veinte desaparecidos y cinco muertos. Le sigue
en gravedad el Casón, que encalló cerca de la ría de Corcubión en 1987
con veintitrés tripulantes a bordo, todos fallecidos. No se sabe qué
transportaba exactamente, pero corrió el rumor de que productos tóxicos,
por lo que los vecinos abandonaron pueblos enteros, como Fisterra,
Corcubión o Cee. El más reciente y conocido naufragio fue el del
Prestige, que se partió por la mitad en 2002 frente a la costa
descargando una catastrófica marea negra. La lista es interminable y
conforma, en su totalidad, el cementerio marino con más naufragios
catalogados en España. En el muestrario hay naves romanas, pesqueros,
veleros, mercantes, balleneros, bergantines, galeones, submarinos,
fragatas y petroleros.
«Es que
al mar hay que temerlo. No hay ningún poder o fuerza que valga contra
él. No hay nada que se pueda hacer». Y menos contra este mar. La
orografía de la Costa da Morte la convierte en una trampa para los
barcos: la zona está llena de rocas a ras de la superficie, salientes y
bancos de arena. Hay que conocer la zona muy a fondo para no correr
riesgo de encallar. A ello se suman las tormentas, muy frecuentes, y las
repentinas corrientes del Atlántico Norte. Un lugar difícil para
cualquier hombre de mar. Incluidos los autóctonos, como Moncho. La
primera vez que Moncho do Pesco fue al percebe tenía once años. «Lo
recuerdo perfectamente», relata sentado en el paseo marítimo de Muxía.
El olor del mar invade todo el pueblo, el sonido de las gaviotas no
cesa. «Llevaba un traje de baño y un jersey y recuerdo muy bien cómo me
dolían las manos. Era invierno, el mar estaba helado y cada vez que
metía la mano para arrancar el percebe me dolía muchísimo», rememora.
Moncho nació en la playa de Nemiña, una remota aldea que, cuando él vino
al mundo, tenía dos casas: una era un bar y la otra la casa de su
familia. «La soledad está bien cuando la buscas, cuando te la imponen no
es tan buena. Yo durante los inviernos veía a quince o veinte personas
en toda la estación. Nada más. Es que la Costa era muy dura cuando yo
era niño, muy dura». Prueba de ello es que Moncho es el mayor de once
hermanos de los que solo seis siguen con vida. «La necesidad, el frío,
el mar…». Al percebe fue por obligación, porque tenía que ayudar a su
padre a llevar comida a la mesa. «Había días que no teníamos pan y eso
me dolía mucho. Pescado nunca faltaba, porque éramos familia de mariñeiros, pero pan a veces no podíamos conseguir. Y eso es tremendo, ¿eh?».
Malpica: benvidos á costa
La Costa
da Morte es atravesada de norte a sur por una carretera que serpentea
asomada al Atlántico, una ruta inolvidable para degustar manjares del
mar, perderse en playas vírgenes, aventurarse en bares empapados de
leyendas, recorrer puertos llenos de aparejos de pesca y gaviotas y
descubrir acantilados furiosos. La salida a esta inolvidable excursión
la da Malpica de Bergantiños, un pueblo pesquero que desafía al océano a
través de su precioso puerto, abarrotado de barcos y de tascas para
comer más que bien a precio de amigo (íntimo). En alguna de estas tascas
ha aparecido en alguna ocasión Manu Chao dando algún
concierto improvisado, rememorando sus raíces paternas. Junto al pueblo
está la playa de Seiruga, considerada una de las diez mejores de
Galicia. Es un arenal de quinientos metros, aislado, sin comodidades ni
servicios, pero a cambio con un entorno natural casi virgen y sin apenas
turistas. Más allá está el mirador del Monte Nariga (con forma de
nariz) desde el que se contemplan panorámicas vistas sobre la comarca de
Bergantiños.
A pocos
kilómetros de Malpica, siguiendo la carretera hacia el sur, aparece
Corme, pequeño pueblo de apenas mil habitantes famoso por la Punta
Roncudo. A este cabo se llega por una estrecha carretera que ofrece
preciosas vistas del Atlántico y que desfila entre playas
imprescindibles, como Area das Cunchas, Insua o Gralleiras, todas
salvajes aunque resguardadas. Punta Roncudo ofrece una de las postales
típicas de la Costa da Morte: las cruces de piedra sobre las rocas que
tributan la memoria de los marineros y percebeiros fallecidos
en esta zona. Y es que el Roncudo es famoso por sus percebes, al igual
que Corme, cuya «Festa do percebe» es celebrada en toda Galicia. El
percebe, ese tubito negro que contiene un gusano y que acaba en una
especie de uña blanca, es una de las delicias más cotizadas de Galicia y
de casi toda España. Este bicho tan feo es un manjar que se han
convertido en un símbolo de la Costa da Morte.
«Hay
gente que dice que es caro», dice Moncho. «Hombre, igual en Madrid es
caro porque te lo venden a cien euros, pero aquí lo tienes a veinte
euros. ¿Eso es caro?». Tal vez para quien ha sorteado la muerte en las
rocas casi todos los días de su vida el percebe no tiene precio. «Mira,
cuando yo empecé a ir al percebe éramos en el grupo unos treinta y
cinco. Hoy quedamos veinte». El problema para los percebeiros
—uno de ellos— es que cuanto más arriesguen, mejor percebe cogen.
«Parece una broma, pero donde rompe la ola más grande, el punto en el
que más fuerte entra el mar, es ahí donde está el mejor percebe»,
explica Moncho. «Bajamos el acantilado y cuando llegamos a las rocas
tenemos que correr arriba y abajo. Cuando se retira la ola, bajas y
arrancas el percebe y cuando vuelve a entrar, subes corriendo. Tienes
que tener un ojo en la ola y otro en el percebe porque si te coge la ola
y te arrastra, lo normal es que no salgas». Moncho tiene las manos
ásperas, fuertes, rígidas. Manos que durante casi toda la vida han
estado bajo el mar, rozando las rocas, arrancando percebes. «Cuando eres
joven arriesgas más, con los años te vas dando cuenta de que no debes
hacerlo. Yo a los jóvenes les digo siempre que los percebes no tienen
pies; que si ven unos buenos, pero que es difícil cogerlos, lo dejen
para el día siguiente. Que no se van a ir de ahí».
Al lado
de Corme está Laxe, orgulloso pueblo pesquero cuyo nombre se puede
traducir como «roca que aflora del mar sin sobresalir de él». Cabe
suponer cuántos naufragios se dieron en esta zona, una de las más
dificultosas para la navegación. No solo por eso es famoso Laxe. La
Laguna de Traba es uno de sus mayores tesoros. Se trata de una amplia
llanura litoral escoltada por acantilados, un rincón único para recorrer
a pie. También lo es la playa de Soesto, a pocos kilómetros, famosa por
sus dunas de arena naturales. Una playa virgen, abierta al mar y de
arena fina, atravesada por un riachuelo a la que se accede a través de
un pequeño puente. Para muchos, la mejor playa de Galicia.
Camariñas-Muxía, la rivalidad que explica casi todo
Pepe Formoso,
director de Radio Nordés y profundo conocedor de la Costa da Morte,
explica que, desde siempre, esta ha sido una zona aislada. «Somos
pueblos terminales en lo geográfico, aquí nadie viene de paso. Esto ha
marcado y marca el carácter de la zona y de la gente. Siempre hemos
sufrido aislamiento debido a muy malas comunicaciones, lo que ha hecho
que tengamos casi un sello genético propio», explica. Y es que los
habitantes da Costa son famosos en Galicia por su carácter, único y
diferenciado, que les distingue de cualquier otro pueblo. El acento es
uno de sus sellos de identidad más destacados, aquí la «g» es «j» en un
fenómeno fonético llamado gheada y que lleva a decir «jato» en lugar de gato o «jaliña» en lugar de galiña (gallina). La «c» tampoco es tal, sino que se convierte en «s», el llamado seseo. De modo que cerca es «serca» o cinceiro (cenicero) es «sinseiro». «Lo curioso —explica Marco Antonio Sande,
vecino de Corcubión y también periodista— es que en cada pueblo la
fonética varía y la entonación de cada frase cambia en espacios de cinco
kilómetros; es algo asombroso. Si eres de aquí puedes distinguir por el
acento quién es de Camariñas, quién de Fisterra o quién de Corcubión. Y
estamos todos a veinte kilómetros como mucho». Estas diferencias
fonéticas también lo son de identidad. «Uno de los grandes males de esta
zona —retoma Pepe Formoso— ha sido la rivalidad entre pueblos y aldeas.
Esta es una zona que siempre ha estado compuesta por aldeas pequeñas
muy aisladas las unas de las otras, por lo que nunca ha habido una
unión, una fuerza común. De hecho, hoy, entre ayuntamientos, sigue sin
haberla, y se antoja más necesaria que nunca». La mayoría de estas
rivalidades internas vienen por las artes de la pesca, tal y como señala
Marco. «Los problemas siempre nacen en el mar, por las zonas de pesca,
enfrentamientos entre cofradías, etcétera. De ahí pasan a otros ámbitos y
acaban enfrentando a los pueblos entre sí». La pesca y el marisqueo
furtivos siguen muy arraigados en esta sociedad, que respeta poco las
vedas y delimitaciones. Moncho do Pesco da fe de ello. «Nosotros, los de
Muxía, nos llevamos muy mal con los de Camariñas porque nos roban el
percebe. Vienen por la noche vestidos de hombre-rana y bucean para
llevarse todo. Y eso no puede ser, porque cada cofradía tenemos nuestra
zona asignada y no podemos entrar en las otras», explica. Pero, ni mucho
menos, se quedan de brazos cruzados. «Ahora menos, porque a los
chavales les da más igual, pero cuando yo era percebeiro y
venían los de Camariñas, íbamos con arpones y escopetas. Se montaban
unas peleas tremendas. Cuando los pillábamos buceando íbamos con los
botes y les tirábamos o demo pa’baixo».
Cabe traducir esta expresión como que les tiraban de todo desde los
botes al mar, ya fueran anclas, petardos, piedras o nasas. «Recuerdo que
un día hablamos y decidimos que no podíamos seguir haciendo esas cosas.
Podíamos matar un hombre».
 |
Playa de Combouzas, Arteixo. Fotografía: Jose Luis Cernadas Iglesias (CC). |
Lo más
curioso de estas rivalidades es dónde se completan: «En el fútbol,
claro», explica Marco. La Liga da Costa es famosa en toda Galicia. La
mayoría de equipos de la zona están encuadrados en el mismo grupo de la
Segunda División Regional, lo que convierte al grupo en una competición
propia. El actor Luis Tosar llegó a decir de la Liga da
Costa que aquello era Vietnam. «Hay mucha rivalidad y mucha pasión, la
gente sigue los partidos con mucho interés, es como una tradición los
domingo y los campos se llenan», explica Marco. «Siempre se especula con
qué chaval será el que llegue al Dépor o al Celta, el fútbol aquí es
una pasión hasta el punto de que muchos equipos han rechazado su plaza
en Primera Regional por seguir jugando la Liga da Costa».
Estos
enfrentamientos internos alcanzaban su cota más dramática con otro mal
histórico de la zona: el tráfico de drogas. Derivado del contrabando de
todo tipo de productos que llegaban del mar, la entrada de cargamentos
de cocaína fue una constante en los años ochenta y noventa, gracias a
(por culpa de) lo escarpado de las entradas a tierra. Decenas de
familias se dedicaban a un negocio que dejó cientos de jóvenes muertos e
incontables ajustes de cuentas entre clanes vecinos. Sin llegar a
convertirse en la sicilia que fueron las Rías Baixas, la Costa da Morte
también padeció esta lacra.
«Aquí cada vez que se iba la luz decíamos
que estaban haciendo una descarga», explica Pepe Formoso. «Hoy casi
nunca se va la luz». Todo apunta a que el volumen de entrada de drogas
por la Costa da Morte es mucho menor hoy, pero —todavía y sin lugar a
dudas— habelo hailo.
Este
aislamiento, este cainismo particular, hacen de la Costa un lugar único,
con una personalidad brutal. El resto de Galicia suele decir, con
cariño, que la gente de la Costa da Morte no es gallega, es de la Costa.
La identidad tan marcada corre a favor del visitante, que descubrirá un
lugar distinto, por momentos detenido en el tiempo y, a su vez, con
precios que no hacen justicia a lo que este sitio ofrece, visual y
gastronómicamente.
Camariñas
es un buen ejemplo, uno de los lugares más atractivos de toda la zona.
Siguiendo la ruta marcada se deja atrás Laxe para alcanzar un municipio
rebosante de tesoros. Uno de ellos es el pueblo de Camelle. Aquí, en una
de las zonas más agrestes de la Costa da Morte, vivía Manfred Gnädinger,
más conocido como Man de Camelle. Este hombre fue un artista alemán que
se instaló en los años sesenta en la aldea y dedicó el resto de su vida
a vivir como un anacoreta, realizando esculturas y pinturas al aire
libre en comunión con el mar. Man murió en 2002, pocos meses después del
desastre del Prestige, y en la aldea se dice que lo hizo víctima de la
tristeza. La desidia de los políticos locales remató el episodio: en el
año 2010 un temporal destrozó toda su obra.
Tras
Camelle se llega al pueblo de Camariñas, donde los locales dicen que
está el mejor pulpo del mundo y cuya fama se llevan luego pueblos del
norte como Mugardos o Melide. No queda si no probarlo en cualquiera de
sus pequeños bares a pie de puerto. Eso y el queso, las navajas, el
lacón o los pimientos. Urgente comer en Camariñas. Camariñas es famosa
también por las «palilleiras», las mujeres que hacen encaje de bolillos.
Su arte es popular en toda Galicia y sus obras se muestran en ferias
que recorren todo el país. Otro orgullo de Camariñas es el
imprescindible cabo Vilán, para muchos el cabo más bonito de Galicia,
con impresionantes vistas al océano y donde se encuentra el cementerio
de los ingleses, un antiguo camposanto donde reposan los restos de los
marineros del Serpent, que naufragó en estas aguas en el siglo xix.
Alrededor del cabo desfilan algunas de las playas más salvajes de
Galicia, como Reira, Area Longa o Balea, cuyos accesos son complicados
por carreteras abocadas al acantilado y donde el baño resulta inviable
casi todos los días del año.
A pocos
kilómetros de Camariñas está Muxía, el pueblo de Moncho do Pesco. «En
realidad llegué aquí con veinte años, cuando me casé. Y me costó
adaptarme, porque la gente me decía “el de la aldea” y me rechazaban».
Hoy Moncho es el presidente de la Asociación de Percebeiros de Muxía y
uno de los vecinos más respetados de la zona. Es, sin duda, uno de los percebeiros
más famosos de la región. «Hombre, déjame decirte que yo fui de nivel.
Pero porque yo soy de familia mariñeira y a mí mi padre siempre me
enseñó a respetar el mar». Tal vez por ello hoy sigue vivo. «Yo caí una
vez y pensé que no lo contaba». Moncho tenía entonces diecisiete años.
«No llevaba neopreno, porque ahora existe el neopreno y con eso la mitad
está hecho: si te caes flotas y no te congelas. Pero cuando caí yo iba
en traje de baño y estuve una hora peleando en el mar. Una hora. No me
podían sacar, no podían hacer nada». ¿Tuviste miedo? «Mira, más que
miedo, pensaba que era mi hora, estaba convencido de que iba a morir y
no sentía miedo». Finalmente un compañero, jugándose la vida, sacó a
Moncho. «Aquella noche, sentado en la cama, me dije que nunca más iba a
volver, que no quería. Al día siguiente volví. ¿Y qué vas a hacer?».
No solo la seguridad de los percebeiros
era distinta —más precaria— antes. La Costa da Morte era un lugar muy
diferente no hace tanto. «No había carreteras, no venía nadie de fuera,
no había mucho que hacer más que ir al mar», dice Moncho. Era un lugar
remoto, aislado. Con los años y las mejoras económicas la zona se abrió
poco a poco y las familias trataron de alejar a sus hijos del mar,
escarmentadas por las desgracias. «Yo no podría decirte una sola familia
mariñeira
de la Costa que no tenga un muerto», dice Moncho. Marco, más joven,
añade: «A mí y a mis amigos, desde pequeñitos, nos contaron historias
terribles del mar, yo creo que con la idea de que nos dedicáramos a
otras cosas. Aquí, al mar, se le teme». De estas historias, de estos
miedos, nacieron los cientos de leyendas y tradiciones relacionadas con
el océano que existen en la región y que van desde la barca de Caronte
—que espera en Fisterra a llevarnos al más allá— a la roldiña, conocida
en el resto de Galicia como la Santa Compaña, esto es, los espíritus que
se llevó el mar y que por las noches recorren las aldeas de la Costa
llamando a las puertas de incautos vecinos que, si osan abrir, pasarán a
formar parte de la maldita procesión.
El mar
lo empapa todo aquí. «Casi todos los dichos y expresiones de la Costa
tienen que ver con él», explica Marco. «Si alguien dice algo y tú le
pides que lo demuestre, le decimos: peixiños na lonxa,
porque la lonja es el único lugar donde un marinero puede demostrar de
verdad lo que ha pescado». Es solo un ejemplo. Los dichos,
supersticiones, leyendas y mitos se multiplican. Por suerte para el
futuro de este tipo de historias y por desgracia para las temerosas
familias, los jóvenes están volviendo al mar en los últimos años,
empujados por la crisis, que les aboca a un destino que sus padres y
abuelos no deseaban para ellos.
La piedra completa la mitología costeira.
Es un elemento clave de toda la zona. En la propia Muxía está tal vez
la más famosa de todas, la Pedra d’Abalar, con —dicen— propiedades
curativas para quien pase por debajo de ella. ¿Y los marineros? ¿Tienen
rituales? Moncho es claro: «No hombre, no. Nosotros no somos
futbolistas, somos mariñeiros. Aquí el único ritual que tenemos es volver a casa». Y se ríe.
El fin de la Tierra
Dejando
atrás Muxía se atraviesa el cabo Touriñán. La cartografía moderna ha
demostrado que este es el punto más occidental de toda España, pero la
fama se la sigue llevando Finisterre (Fisterra, en gallego). Touriñán se
eleva casi cien metros sobre el mar y es culminado por un viejo faro de
finales del siglo xix. Después de este cabo solo queda la parte final de la costa, para muchos la más emblemática: el fin de la tierra.
El cabo
de Fisterra se dobla como un brazo de tierra sobre el Atlántico. En la
parte más estrecha del mismo está incrustado el pueblo de Fisterra donde
los cabellos rubios y los pálidos tonos de piel de muchos de sus
vecinos sirven de sorna al resto de pueblos, quienes les recuerdan la
cantidad de marineros del norte de Europa que al pueblo han llegado
durante generaciones. Aquí también es obligatorio buscar el restaurante
Os Tres Golpes, perdido entre las callejuelas que rodean el puerto y
llamado así porque, cuentan, los marineros que habían bebido de más
llegaban al lugar después de haberse dado tres golpes en las
laberínticas esquinas. Cerca de Fisterra está Corcubión, otro majestuoso
pueblo costero de casitas de piedra y donde los locales dicen que se
encuentra el mejor lugar de la Costa para comer, el restaurante San
Martín, a apenas diez metros del puerto. Y un poco más allá, el
maravilloso mirador del Ézaro, con la única cascada de agua dulce de
Europa que cae directamente al mar. Eso sí, solo se puede ver de vez en
cuando, ya que el empresario Villar Mir canalizó con
una gran tubería el salto para mayor gloria de su central
hidroeléctrica, que solo libera el agua en caída libre una vez por
semana.
Dos
playas destacan sobre todas las demás en esta zona: la playa do Rostro y
la de Fóra, ambas en la cara exterior del cabo, recibiendo a porta
gayola al océano Atlántico. Son arenales kilométricos donde apenas hay
turistas, pero donde se debe tener especial precaución si uno decide
bañarse. «Las playas, aquí, para los turistas», dice Moncho, terminando
la conversación. «Si no tengo que trabajar yo no me acerco al mar ni
atado». Después se despide, observando una vez más el mar. Esta noche
toca pesca.
Es aquí
donde termina la ruta. En realidad, es aquí donde termina la tierra. Los
romanos decidieron que este era el final del mundo conocido y lo
bautizaron como Finis Terrae,
el fin de la tierra. Desde entonces, y durante siglos, fue considerado
el punto más occidental de Europa, hasta que la ciencia demostró que, en
realidad, este honor se lo lleva el cabo da Roca, en Portugal. Poco
importa. La fama y la leyenda auparon a Fisterra a los altares de un
lugar único. Aquí los barcos se despeñaban al abismo de la nada, ya que
la tierra —todavía plana— finalizaba. Aquí las almas iban al mar en
busca de la vida eterna y aquí termina, realmente, el Camino de
Santiago, peregrinación cristiana que conduce al último punto del mundo.
Una señal que indica el kilómetro cero de la ruta lo atestigua, por más
que la mayoría de peregrinos se queden en Compostela. La tradición
manda quemar las botas en este cabo, coronado por un faro que, en los
días de niebla en que la luz se hace inútil, muge como una vaca con un
sonido que se escucha a kilómetros de distancia. El faro, con el
horizonte en curva tras la inmensidad del mar que se abre ante nosotros,
marca el fin de la excursión. Marca, también, el fin del mundo.
 |
Fisterra. Fotografía: Amaianos (CC). |