A más de quince mil millones de 
kilómetros de distancia (quince millones de veces mil kilómetros, 
vertiginosos cuando uno se imagina multiplicados por quince millones 
aquellos viajes de diez horas entre Gijón y Benidorm apretujado entre 
sus hermanos en la parte de atrás de un viejo Renault 5 de maletero 
rebosante), la sonda Voyager 2 continúa, sin prisa pero sin pausa, 
flotando lánguida y solemne contra un fondo negro cuajado de estrellas, 
un solitario viaje sin rumbo ni final hacia las profundidades abisales 
del universo conocido. Chapotea ya en la heliofunda, la cáscara de gas 
cuatro veces más ancha que la órbita de Neptuno que es la frontera 
última de nuestro sistema solar, y que Ed Stone, 
científico del proyecto Voyager, compara con el flujo del agua de un 
grifo en el interior de un fregadero. «El punto donde el flujo de agua 
impacta contra el fondo (explica Stone), eso es el Sol. Desde allí, el 
agua fluye hacia el exterior formando una fina y perfectamente radial 
extensión de agua: eso es el viento solar. A medida que la capa de agua 
(o el viento solar) se expande, se hace más y más delgada, y ya no puede
 presionar con la misma energía. De repente, se forma un flojo anillo 
turbulento. Ese anillo es la heliofunda».
Ahí, en ese Benidorm galáctico que la 
luz emitida desde la Tierra tarda unas veinte horas en alcanzar, bracean
 los dos Voyager, monitorizados por la decena de investigadores de la 
NASA que aún se ocupa de escuchar sus cada vez más débiles emisiones. 
Para 2020, calculan, las Voyager habrán enmudecido definitivamente, pero
 seguirán viajando, mecidas como veleros abandonados por ignotas galernas interestelares.
En el interior de las dos sondas fueron 
colocados dos discos gramófonos de oro, con grabaciones de sonidos e 
imágenes de la Tierra seleccionadas por un comité de expertos dirigido 
por el popular cosmólogo y divulgador Carl Sagan.
La música de las esferas de Kepler, La consagración de la primavera de Stravinsky, la quinta sinfonía de Beethoven, El cóndor pasa, el Johnny B. Goode de Chuck Berry,
 una selección de percusión senegalesa, una canción de iniciación para 
las niñas pigmeas, varios cantos tribales polinesios, la sirena de un 
barco, el rugido de un tractor, los balidos de un rebaño de ovejas, el 
aullido de un lobo, la risa humana y un mensaje en código Morse fueron 
considerados adecuadamente representativos de la riqueza sonora de 
nuestro planeta e incluidos en los discos. Respecto a las imágenes, 
fueron elegidas ciento dieciséis, entre ellas la de una abarrotada calle
 paquistaní, la de la construcción de una casa amish, la de una vendimia
 francesa, la de un ciclista soviético, la de Jane Goodall
 y sus chimpancés, un mapa anatómico de los órganos sexuales humanos y 
una hermosa estampa de un río de Wyoming corriendo entre bosques de 
pinos ante una fila de cumbres nevadas recortadas contra un cielo 
cuajado de nubes de tormenta. Jimmy Carter y Kurt Waldheim,
 presidente de los Estados Unidos y secretario general de la ONU en 
aquel momento respectivamente, grabaron sendos discursos dirigidos a las
 hipotéticas sociedades extraterrestres que podrían encontrar el 
mensaje. El de Carter dice: «Éste es un regalo de un pequeño y distante 
mundo, una muestra de nuestros sonidos, de nuestra ciencia, de nuestras 
imágenes, de nuestra música, de nuestros pensamientos y de nuestros 
sentimientos. Esperamos que algún día, después de haber resuelto los 
problemas que enfrentamos, podamos unirnos a una comunidad de 
civilizaciones galácticas». El de Waldheim es una declaración de paz que
 algunos denunciaron como siniestramente incoherente con el pasado nazi 
del speaker.
Los buenos días en más de cincuenta 
idiomas vivos y muertos (de la a de acadio a la uve doble de wu) y una 
declaración en esperanto de la voluntad de vivir en armonía con todos 
los pueblos del cosmos redondearon lo deliciosamente absurdo de la 
selección. Here Comes the Sun, de Los Beatles, no fue añadida a
 ella porque, aunque los componentes del ya exquinteto se mostraron 
entusiasmados con la idea, la discográfica EMI se opuso. Parece que los 
derechos de autor sobrevivirán a la humanidad.
Veintitrés años y nueve mil millones de 
kilómetros después, detenido en la primera de las tres o cuatro aduanas 
astronómicas que marcan la frontera entre los dominios del Sol y los del
 resto del universo, el Voyager se detuvo y se dio la vuelta, como un Orfeo
 de hojalata, para fotografíar un amplio sector del cosmos en el centro 
del cual titilaba tímidamente una minúscula luciérnaga azul, de 0,12 
píxeles de diámetro. La imagen fue tomada con el filtro más oscuro y la 
exposición más corta posible (unos cinco milisegundos) a fin de que la 
luz solar, poderosa aun a tales distancias, no la velase. En aquel mismo
 momento, en el velódromo de Horta, en Barcelona (España), la 
quinientosbillonésima parte de dicho punto azul (la 
quinientosbillonésima parte de la décima parte de un píxel) deleitaba a 
los asistentes a su concierto arrancando un famosísimo guitarreo antes 
de comenzar a cantar que en lo más profundo de Luisiana había una cabaña
 hecha de tierra y de madera en la que vivía un chico de pueblo que 
nunca en su vida aprendió a leer ni a escribir, pero que podía tocar la 
guitarra como quien repica una campana.
 
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