Celebración por la proclamación de la II República en España. Madrid, 14 de abril de 1931. |
Sin memoria no hay futuro. Sin memoria sólo hay, en todo caso, mera prolongación del presente; y el futuro, más allá de lo que sea el solo sucederse de los días, humanamente es otra cosa. Sin memoria no hay más que espurias ilusiones puestas en el falso horizonte de una visión continuista del tiempo. Sólo la memoria moviliza la intención utópica que delinea ese verdadero horizonte de libertad, igualdad y solidaridad en el que se ubican las exigencias de justicia que en el pasado quedaron insatisfechas. Sin memoria no cabe más que la espera, mientras que la esperanza la nutre el recuerdo de lo que no debe ser olvidado. No es ese recuerdo el que se limita a hacer crecer la indiscriminada acumulación de datos que nos puede hundir en el sinsentido a causa del “mal de archivo” –perspicazmente diagnosticado por el filósofo Derrida hace años. La memoria que vale es la memoria de las víctimas a las que la vida les fue injusta y violentamente arrebatada. Y, siendo así, el punto de vista de las víctimas es el que aporta la perspectiva privilegiada para hablar de futuro más allá de todo cinismo, es decir, para hablar de futuro sin dejar atrás la dignidad.
El ejercicio de lo que hemos llamado “memoria histórica” no es ningún pasivo mirar hacia atrás que, pervirtiendo la memoria psicológica, ata al pasado; tampoco se queda en académica tarea historiográfica, por más que sea de todo punto necesaria. La memoria histórica es recuerdo de quienes y de lo que desde el pasado nos interpela. Datos, restos, documentos y testimonios se sitúan en la órbita de un cuestionar el presente para que en ningún caso sea amnésico, esto es, despiadado. Es impío dejar tapadas las fosas comunes, es inhumano pasar de largo ante las cunetas donde los asesinados fueron arrojados…, como si allí no hubiera pasado nada. Ya dejó escrito Goethe en su Fausto que la tarea en la que el diablo se empeña con especial saña es la destrucción del recuerdo. Como añade Adorno, es demoníaco sustraerle a los asesinados lo único que de suyo podemos regalarles: la memoria. Por eso, está bien la justa decisión política de exhumar restos, de rescatar voces, de levantar impunidades de verdugos inmisericordes y sentencias de tribunales inicuos, de reconocer, en suma, tanta deuda acumulada con quienes padecieron una injusticia que ya no se puede liquidar pero que, sin embargo, es deuda que se nos incrementa a diario en tanto nuestro presente, y lo que en él disfrutamos de políticamente valioso, les hace acreedores de lo logrado en una historia que les fue robada.
Velar por esa memoria histórica, además de obligación moral contraída con las víctimas y sus allegados, es compromiso político de una democracia que no puede gravitar sobre la amnesia –a la que los interesados en el olvido condujeron la amnistía con la que se inauguró la transición de la dictadura a la democracia. Hablamos, pues, igualmente de memoria democrática desde el convencimiento de que una democracia amnésica es un páramo de indignidad. La memoria nos dignifica, personal y colectivamente, tanto como nos humaniza la esperanza que ella misma enciende. Y si el recuerdo de las víctimas es lo prioritario, junto a él es importante también el reconocimiento de aquello con lo que las víctimas estaban identificadas y con cuyo sello quedaron estigmatizadas para el sacrificio a manos de sus matarifes. Sin pasar por alto la pluralidad de las víctimas –teniendo también en cuenta que no sólo las hubo por el lado republicano–, lo cierto es que la memoria histórica debe abarcar también la memoria de la II República como orden constitucional legítimo que fue violentamente abortado.
Tras cuarenta años de democracia, es inexcusable reivindicar la legitimidad de la II República. Con ello va el reconocer lo que quedó reprimido respecto a ella, no sólo bajo la opresión de la dictadura franquista, sino también en el pacto que permitió que ésta quedara atrás. Sobre todo lo vinculado a la República cayó un manto de espeso silencio que apenas ahora empieza a levantarse, teniendo que vencer incluso la presión ideológicamente dominante que convirtió en maldita la misma palabra “república” y todo lo que tuviera sabor republicano. Y la democracia española no podrá seguir viviendo bajo la férula de esa represión, con la que quedó bien trabado un sistema democrático en el que el orden constitucional se vio condicionado a la renuncia al pronunciamiento de la ciudadanía sobre la alternativa monarquía o república –la defensa de la república por parte del diputado socialista Gómez Llorente en la Comisión Constitucional del Congreso quedó atrapada en la red del “accidentalismo” teorizado por Alfonso Guerra, luego convertido en inamovible defensa de la monarquía sine die. Todo se metió en el mismo paquete de un Estado definido como monarquía parlamentaria en una Constitución sometida en bloque al refrendo popular, ocultando que con la instauración de la democracia iba la restauración borbónica al modo impuesto por el dictador. De esa forma, el sistema político, con su estructura social y su base económica, quedó construido como edificio en el que la Corona no fue diseñada sólo para la representación simbólica del Estado, sino para ser piedra angular de la que depende la permanencia de lo que se denomina “régimen del 78”.
Si hoy se habla en esos términos es porque el sistema político nacido con la Constitución del 78 ha mostrado sus límites en la actual crisis institucional del Estado. Además de los graves problemas atinentes a su configuración territorial y otros, es inocultable la crisis profunda que afecta también a la Corona. Se quiso soslayar con la abdicación de Juan Carlos I, pero la ha acentuado el papel jugado por Felipe VI ante el conflicto de Cataluña. Elemento añadido en cuanto a factor de deslegitimación son los casos de corrupción, primero en los aledaños del rey y después, como estamos comprobando al tener noticia de lo que pueden ser comportamientos del rey emérito calificables como posibles presuntos delitos fiscales, tocando más en su núcleo a la institución monárquica. Si en la ciudadanía crece la sospecha de que hay un extraño hilo que conecta las cloacas del Estado con su jefatura, el replanteamiento político de la monarquía será aún más perentorio. Pero, sea como sea, la memoria de la República y el valor de lo republicano –no sólo una forma de Estado, sino además una idea de democracia y un concepto de ciudadanía– no dependen en exclusiva de los lamentables avatares negativos en los que se vea metida la familia real. Sin Urdangarín, yerno del rey emérito y cuñado del actual jefe del Estado, en prisión y sin “caso Corinna”, los argumentos a favor de la República serían igual de fuertes. Su valor político no depende de tales hechos coyunturales, aunque ciertamente indicativos del deterioro de una institución sin credibilidad. Son fuertes por sí mismas las razones que aviva la memoria republicana, desde la cual abrimos el futuro de una España republicana como horizonte postulado para nuestra democracia. Sabemos, además, que en España no habrá reforma constitucional en serio mientras dicho horizonte no se abra, pues la monarquía no resiste una reforma constitucional de la envergadura de la que necesitamos, que por eso mismo se ve constantemente bloqueada. La memoria republicana, pasando por la prioritaria memoria de las víctimas de la guerra civil y la dictadura –y del exilio–, nos habla ciertamente de un futuro de República para España.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180718/Firmas/20784/Jose-Antonio-Perez-Tapias-memoria-historica-Republica-monarquia-Juan-Carlos-Felipe.htm#.W09sHkfRDTE.twitter
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