Paula Bonet |
AQUELLA MAÑANA DE invierno de 2015 Philippe Lançon,
que había publicado tres novelas y era uno de los periodistas y
críticos culturales de más peso en Francia, recibió dos tiros de
Kaláshnikov-357 Magnum en el rostro. Fue en la sala de redacción del
periódico satírico Charlie Hebdo, en la calle Nicolas-Appert del distrito XI de París. Varios de sus mejores amigos
—los dibujantes y columnistas Cabu, Wolinski, Charb y Bernard Maris,
entre otros— murieron en el atentado perpetrado por los hermanos Kouachi
al grito de “¡Allahu akbar!” (“¡Alá es grande!”). Él sobrevivió al
ataque yihadista pero se quedó sin cara del labio superior para abajo.
Estuvo ingresado nueve meses en los hospitales de la Salpêtrière y los
Inválidos. Va por la cirugía facial número 18. Los médicos trasladaron
su peroné al lugar que antes había ocupado su mandíbula. El calvario fue
prolongado. La morfina y Bach aplacaban el espanto. Se marchó de París.
Y publicó Le lambeau.
En sus 500 páginas, este hombre valiente que llama a las cosas por su
nombre y que no conoce el adorno relató un compendio de azares,
desgracias, sufrimientos, consecuencias, reflexiones y aprendizajes que
dejan al lector en estado de shock. Al mismo tiempo, al cerrar Le lambeau (Ediciones Gallimard para la versión original en francés, ediciones Anagrama el año que viene para la versión en español) a uno le entran algo
parecido a una irremisibles ganas de conocer a su autor.
Hoy se cumple ese deseo. Es un día de calor asfixiante en las colinas de Roma. Philippe Lançon está sentado en un precioso bar de la capital de Italia. Se retiró aquí junto a su compañera sentimental, huyendo de París y de las zonas menos apetecibles de la memoria. Escribió en Roma gran parte del libro. Que fue, primero, un tímido regreso de la muerte Y después, una vuelta a la vida, una vuelta a medias. Basta con escucharle.
LA CEREMONIA DEL REGRESO
“Regreso poco a poco, con distancia, a una vida que ya no es la misma porque yo no soy el mismo”, explica en un perfecto español el escritor y periodista francés. “Hay un bolero cubano que dice ‘Contigo en la distancia’ y yo estoy un poco así. Por un lado estoy con aquel que fui, y por el otro con el que soy, hoy y aquí, en Roma. Hay varios ‘yo’: el que fui antes del atentado, el que fui en el año que siguió al atentado; el de la convalecencia, que arrancó un año después del atentado; el escritor, que es, como decía Proust, el producto de otro ‘yo’. Y por fin está el hombre que estoy volviendo a ser ahora, y que es una persona que todavía no conozco bien”.
El último capítulo del libro se titula precisamente así, Los regresos. En él se entrecruzan el inventario de lo ocurrido y el diagnóstico de lo que vendrá. Y no solo afecta a la víctima. “Es raro. A poca gente le toca renacer a los 50, que es lo que he hecho yo de verdad… y no creo que sea una construcción psicológica. La idiosincrasia del atentado es una irrupción violenta y totalmente imprevista que destruye la continuidad de la vida, a veces hasta la muerte, a veces solo hasta la herida, sea física o psicológica. Y renaces. Porque hay algo que quedó destruido, y aquí no hablo de lo físico sino de lo existencial. Un atentado produce una herida existencial. Es una herida individual pero también colectiva”, cuenta con voz tenue el escritor, que en sus páginas alude a “una violación colectiva”. “Porque está hecho precisamente para eso, y en ese sentido es una acción muy bien diseñada”.
- ¿Ha intentado entender a los terroristas que quisieron matarle y que mataron a sus amigos?
- La verdad es que no me interesan mucho, ni por el bien ni por el
mal. Pienso que quienes nos atacaron eran pobre gente, sin mente.
- ¿Qué puede ocurrir ahí, en una mente, para hacer algo así? ¿Lo ha pensado?
- Creo que en el vacío de sus cabezas entraron monstruos, fantasmas del estilo de los que pintaba Goya pero activados por personas concretas, esas sí, conscientes de lo que hacen, de servir al Estado Islámico y todo eso.
- Y ya nada fue igual…
- Cambiaron mi existencia, me cambiaron. Se acabó el otro Philippe Lançon. Fue muy duro. No siento odio por los hermanos Kouachi, sé que son un producto de este mundo, pero sencillamente, no acierto a explicármelos.
- Su vida dejó de ser aquella vida. Murieron algunos de sus mejores amigos. Y el dolor físico… ¿Pensó en el suicidio?
- Jamás.
- ¿Es usted un titán?
- Nada de eso. El carácter se desarrolla con las circunstancias.
LA CIRUGÍA Y LA ESCRITURA
Philippe Lançon lleva 17 operaciones. Si todo va bien, la curación total –siempre que ese concepto exista en un caso como el suyo- llegará en cosa de un año. “Todavía me tienen que poner una nueva prótesis y en mi caso eso es complicado. La mandíbula fue completamente reconstruida utilizando el hueso del peroné y los implantes no se agarran tan bien como en una mandíbula normal. Y si no tienes implantes, no tienes prótesis”.
Entre su oficio, el de escribir, y el de sus cirujanos salvadores, el de recomponer, subyace, asegura, un común denominador que habla de procesos tortuosos. “Escribir es un camino muy largo y repararse la mandíbula también. En ambos hay que ser paciente; ahora los médicos me dicen que estoy ya en la recta final, y esto es un poco como afrontar la recta final de un libro. Corriges y corriges, quitas y pones cosas… aciertas y fallas… para mí hay un paralelismo muy evidente y muy íntimo entre la cirugía y la escritura”.
Saber quitar. Desbrozar. Minimizar. Ir recto a la esencia. Eso es escribir según Philippe Lançon. También lo era para algunos de los grandes genios que ama, Kafka por encima de todos. Empezó el libro y tuvo que parar. “No me salía ser sencillo, estaba haciendo estilo, estaba haciendo literatura, y no era eso lo que quería”, explica. ¿Y hoy? “Me gustaría escribir cada vez más simple, quitar cada vez más cosas, a menudo uno no tiene tantas cosas que decir, ¿sabes? O callarme. Cuando uno se da cuenta de que realmente no tiene tanto que decir, se calla. Quitar también es escribir. Tendemos a escribir más de la cuenta. Quién sabe, a lo mejor también en este libro escribí demasiado…”.
LOS VAMPIROS
“El paciente es un vampiro”, escribe Philippe Lançon en Le lambeau, refiriéndose a la exhaustiva e intensa gama de actitudes egoístas –en un sentido literal del término- que toda persona sufriente en una habitación de hospital observa con respecto a personal sanitario, familiares, amigos… seguramente el egoísmo más justificado y comprensible que quepa imaginar. Entonces cabe plantearle otro paralelismo:
- ¿Y el escritor? ¿No es también un vampiro, lo mismo que ese paciente hospitalario del que habla?
- Claro que lo es, pero no en tiempo real. Hay una diferencia. El paciente intenta nutrirse de todo lo que puede, y de todos, y en todo momento. Por supuesto, el escritor lo chupa todo, pero se lo guarda para más tarde. Yo no estaba en esa situación, yo vivía el momento, yo estaba luchando por sobrevivir. El escritor chupa la vida porque su misión es restituirla bajo una forma literaria. ¿Si no la chupa cómo la va a escupir? La creación es eso.
- ¿Y usted pensó en el hospital en transformar esa horrible experiencia en esa forma adecuada de creación de la que habla?
- Ni me lo planteé, para mí era imposible escribir una ficción a partir de eso. Pero a partir de cierto momento sí, surgió en mi cabeza un proyecto bajo la forma de un libro, pero para más tarde. No empecé a pensar en escribir un libro hasta un año después del atentado. Aunque en realidad empecé a escribirlo dos años después…
EL PERIODISMO Y LA LITERATURA
Le lambeau (que podría traducirse como “el jirón” o “el colgajo” y que Lançon tomó prestado de un texto de Racine -“Jirones llenos de sangre y miembros espantosos/ Que perros voraces se disputaban entre ellos”- no es una novela. Tampoco encaja en lo que podría considerarse un ensayo. Hay cierta poesía –feroz y sin rima aunque poesía- pero desde luego no es un poema. Tampoco una autobiografía ni una memoir en sentido estricto. Puede que a lo que más se acerque este artefacto literario, un auténtico fenómeno editorial en Francia, sea al género de la crónica. Datos, contexto, porqués, interpretación, declaraciones… una crónica, gigantesca, eso sí. Por cierto, así de duro es en las páginas del libro su juicio acerca del periodismo de hoy: “Hay muy pocos cronistas buenos, porque unos se someten a los temas importantes del momento y a la moral ambiente, y los otros lo hacen a un dandismo que les lleva a hacerse los listos y escribir a contracorriente. En resumen, unos se someten a la sociedad y los otros a su propio personaje”.
“Este libro es el producto de alguien que ha sido periodista durante 30 años, y que también es escritor”, zanja su autor. “Todo se mezcla en él: el periodismo y la literatura. Lo que me ha dado el periodismo para escribirlo es distancia. Desde que abrí los ojos en la sala de reanimación, hubo una parte de mí que se convirtió en el periodista de mi propia experiencia, no solo para contar lo que me ocurría a mí, sino también a los que estaban a mi alrededor. He intentado brindar a los lectores la experiencia de alguien que ha vivido desde dentro la experiencia del terrorismo, pero sin compadecerse a sí mismo, escapando del sentido de ese verso hermosísimo de Quevedo que dice “el llanto interior crece en diluvio”. Fiel a su escuela y a quienes le enseñaron, primero, y le permitieron disfrutar de su oficio, después, este cronista de arte, de libros, de música y de teatro explica: “Creo que todo esto es el resultado de 30 años de periodismo en un lugar como Libération, un diario donde puede desarrollarse lo mejor del periodismo: distancia, precisión, investigación, ningún moralismo, escritura pegada a los hechos, cierta alegría en la forma de escribir y de vivir, y sobre todo restituir la vida de aquellos de quien nadie hablaba en los años 80 en Francia: la marginalidad, los presos, los suburbios, las mujeres maltratadas, los homosexuales…”.
“De pronto escuché unos ruidos secos, ¡crac!, ¡crac!, ¡crac!, como petardos, y ahí supe que alguien estaba matando a todos mis amigos”
EL ATAQUE Comme un enfant que croit que nul ne le verra s’il fait le mort (como un niño que cree que nadie le verá si se hace el muerto).
Philippe Lançon escribe en la página 81 de Le lambeau: “Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba el vientre del otro, cuyos dedos rozaban el rostro de un tercero, que se inclinaba sobre la cadera de un cuarto, que parecía mirar el techo, y todos ellos, así, en esa postura, como nunca y para siempre, se convirtieron en mis camaradas”. Estas palabras pertenecen al capítulo Entre los muertos. Es el siguiente al titulado El ataque. Solo un capítulo de los 20 que tiene el libro, solo 11 de sus 500 páginas, se centran en el horror en estado puro del momento del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Esto no es del todo exacto. El horror –aun contado sin hipérboles- inunda el libro entero por la doble vía del prolegómeno y de la consecuencia. El prolegómeno es terrible: Lançon reconstruye fría, certera, casi científicamente, esa víspera de la masacre, esa velada en el teatro viendo Noche de reyes de Shakespeare, esa indecisión acerca de si ir a Charlie Hebdo aquella mañana o no, esos momentos previos que, leídos y pensados ahora, se antojan una maldición retroactiva. Uno casi quisiera viajar en la máquina del tiempo para agarrar del hombro a este hombre y susurrarle al oído: “A Charlie no, a Charlie no, a Charlie no… no vayas”. Pero sí fue. La consecuencia, todo el mundo la conoce. Y más que nadie Philippe Lançon, a medio camino entre la carne violentada y la psique devastada.
“Hasta el último segundo”, recuerda, “no decidí acudir a la reunión de Charlie Hebdo, tenía dos artículos que escribir en Libération, no estaba de buen humor, no tenía ganas de ir… pero como era la primera reunión del año, al final fui. Y claro, eso cambió por completo mi vida. He pensado mucho en cómo sería mi vida ahora si yo me hubiera ido a Libération y no a Charlie… es inevitable”.
Y del prolegómeno, al presente de indicativo que nunca debió ser.
Este es el relato que Lançon construye de aquellos escasos dos minutos. Su voz delicada se entremezcla con los trinos de los pájaros que revolotean sobre el parque de enfrente y con el ruido de los pasos sobre la madera de los clientes que entran en el bar romano donde charlamos. “Fue todo como una película en cámara lenta. De pronto escuché unos ruidos secos, ¡crac!, ¡crac!, ¡crac!, como petardos, y ahí supe que había alguien que estaba matando a todos mis amigos. Y que muy probablemente me iban a matar a mí. Decidí echarme, pero muy lentamente, curiosamente tenía miedo de lanzarme de golpe y hacerme daño. En una situación así, uno no se da cuenta de lo que pasa, y cuando lo hace puede ser demasiado tarde. Yo me di cuenta de que de verdad pasaba algo serio cuando vi a Frank intentado desenfundar su pistola [se trataba de Frank Brinsolaro, el guardaespaldas de Stéphane Charbonnier, alias Charb, director de Charlie Hebdo: ambos murieron en el atentado]. Veía por debajo de la mesa las piernas de uno de los asesinos, que se acercaban. Yo abría un ojo y cerraba el otro, estaba esperando el tiro de gracia. Allí se mezclaba lo irreal con lo absolutamente real. ¿Me matarán? ¿Estoy ya muerto o sigo vivo? Todas esas preguntas se mezclaban en mi cabeza”.
LO QUE QUEDÓ EN EL TINTERO
Siempre habrá, ante un libro así, quien piense que se ha ido demasiado lejos. Que hay cosas que no pueden ser dichas. Que ciertos detalles rozan lo insostenible, lo impublicable. Pero ocurre que, al margen del derecho moral que le asistía al hacerlo por razones obvias, Philippe Lançon se atuvo a una regla estricta, innegociable. Eso le obligó a contar ciertas cosas terribles y a dejar otras en el tintero. “Yo no lo he contado todo, básicamente por una razón ética. En el libro relato todo lo que vi directamente cuando estaba en la sala de redacción de Charlie Hebdo, el lugar del atentado, y solo lo que vi. Por eso hablo del cerebro de Bernard [Lançon relata con detalle, en el capítulo dedicado al ataque terrorista, cómo el cerebro de su amigo el economista y columnista Bernard Maris, salía fuera de su cráneo], porque es lo primero que vi y es como la puerta que abre al infierno y luego al purgatorio. Esa imagen, que me acompañó durante días y días, yo no podía no contarla porque es la puerta de entrada al resto del libro. En aquella sala de redacción había amigos míos muertos con las caras totalmente destruidas. Lo sé porque leí el informe policial, pero yo no las vi, y por eso no lo cuento, porque me habría parecido indecente. Tampoco cuento ciertas cosas del hospital porque son cosas íntimas que me confesaron mi cirujana, o las enfermeras, etcétera, y no tengo derecho a
contarlas”.
EL SILENCIO
Entre el atentado y la publicación del libro, Philippe Lançon solo concedió una entrevista, y de solo diez minutos, a la emisora France-Inter. Quería silencio: “Era esencial estar a solas con mi experiencia, entenderla y buscar la forma literaria de restituirla. No podía gastar mi energía en palabras que hubieran sido superficiales. Y tras la salida del libro apenas di dos o tres entrevistas, y ahora esta. Nada de televisión, por una razón muy concreta que me dio la Policía en 2015: ‘No aparezcas en la tele, no te hagas fotos, vas a vivir más tranquilo’. Y estoy de acuerdo con ellos”. Todo esto último resulta bastante lógico. Él confía en los policías como un ciego en su perro-guía. No en vano cuatro de ellos, armados con subfusiles, flanquearon durante ocho meses 24 horas al día la puerta de su habitación. El superviviente Philippe Lançon seguía siendo, técnicamente, un objetivo para los terroristas.
El silencio. El refugio. “No veía la televisión, ni escuchaba la radio, permanecía como encerrado en una especie de cocoon, como si fuera un niño. Es que muchos medios de comunicación te dicen cosas como ‘eres una víctima y tienes derecho a sentirte así, y quienes te han hecho daño son tal y cual’… y no creo que eso hubiera sido beneficioso para mí. Compadecerse de uno mismo no es bueno. Una víctima del terrorismo tiene que ser fuerte, y no puede pensar que el grupo, el Estado o la familia le van a dar todo. Hay que luchar. Pero es muy difícil”. Lançon, que habla de “la soledad de estar vivo”, explica: “No es fácil ser un superviviente; eres alguien dividido entre la felicidad de seguir ahí y la culpabilidad de haberte salvado”. Sin embargo, nada más lejos de su voluntad que convertirse en una víctima profesional: “No tengo ninguna intención de convertirme en una especie de loro posado sobre
el cañón de una kalashnikov”.
EL HOSPITAL
En Le lambeau, el autor califica los hospitales como “lugares darwinianos”. El relato de su experiencia en La Salpetrière y en Los Inválidos estremece: “Yo estaba más armado que otros, pobres diablos sin muchas ideas en la cabeza que llegaban un día al hospital víctimas de lo que fuera, de un accidente, o de una pelea, y se encerraban en su habitación y no salían de ella, días, semanas, meses enteros viendo la tele y consumiéndose. Yo tenía cierta cultura, leía mucho, pensaba, tenía una familia que me ayudaba mucho… y utilizaba la seducción como arma. En el hospital yo seducía a la gente para obtener de ella lo que me interesaba. Trataba de caer bien. Pero para caer bien de verdad hay que querer a la gente. Si quería caerle bien a una jefa de enfermeras tenía que interesarme por ella, por su vida… y entonces la cosa funcionaba. Y de hecho, es gente que quiero, que sigo queriendo
LA VÍCTIMA LLAMADA ‘CHARLIE HEBDO’
“La ausencia de solidaridad con Charlie Hebdo no fue solo una vergüenza profesional y moral. También contribuyó a hacer de Charlie, al aislarla y al señalarla, un objetivo parta los islamistas”.
Llegados a este punto, Philippe Lançon acude al título de una obra teatral de Sartre, La puta respetuosa (La putaine respectueuse), para dirigirse a los habituales “profesionales de la moral y el respeto o mejor, las prostitutas del respeto” que, tanto en el caso de los autores daneses de las caricaturas de Mahoma y de Charlie Hebdo, solo tuvieron un objetivo: “Hacernos creer que, para vivir tranquilos y sin problemas, lo mejor es no dibujar a cierto profeta”. Y ahí no hubo, sostiene, distinción de color político: “Tuve la ocasión de comprobar, una vez más, hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda está dotado para el desprecio, el furor, la mala fe, la ausencia de matices y la invectiva degradante. En eso, al menos, no tiene nada que envidiar a la extrema derecha”.
Hoy se cumple ese deseo. Es un día de calor asfixiante en las colinas de Roma. Philippe Lançon está sentado en un precioso bar de la capital de Italia. Se retiró aquí junto a su compañera sentimental, huyendo de París y de las zonas menos apetecibles de la memoria. Escribió en Roma gran parte del libro. Que fue, primero, un tímido regreso de la muerte Y después, una vuelta a la vida, una vuelta a medias. Basta con escucharle.
LA CEREMONIA DEL REGRESO
“Regreso poco a poco, con distancia, a una vida que ya no es la misma porque yo no soy el mismo”, explica en un perfecto español el escritor y periodista francés. “Hay un bolero cubano que dice ‘Contigo en la distancia’ y yo estoy un poco así. Por un lado estoy con aquel que fui, y por el otro con el que soy, hoy y aquí, en Roma. Hay varios ‘yo’: el que fui antes del atentado, el que fui en el año que siguió al atentado; el de la convalecencia, que arrancó un año después del atentado; el escritor, que es, como decía Proust, el producto de otro ‘yo’. Y por fin está el hombre que estoy volviendo a ser ahora, y que es una persona que todavía no conozco bien”.
El último capítulo del libro se titula precisamente así, Los regresos. En él se entrecruzan el inventario de lo ocurrido y el diagnóstico de lo que vendrá. Y no solo afecta a la víctima. “Es raro. A poca gente le toca renacer a los 50, que es lo que he hecho yo de verdad… y no creo que sea una construcción psicológica. La idiosincrasia del atentado es una irrupción violenta y totalmente imprevista que destruye la continuidad de la vida, a veces hasta la muerte, a veces solo hasta la herida, sea física o psicológica. Y renaces. Porque hay algo que quedó destruido, y aquí no hablo de lo físico sino de lo existencial. Un atentado produce una herida existencial. Es una herida individual pero también colectiva”, cuenta con voz tenue el escritor, que en sus páginas alude a “una violación colectiva”. “Porque está hecho precisamente para eso, y en ese sentido es una acción muy bien diseñada”.
- ¿Ha intentado entender a los terroristas que quisieron matarle y que mataron a sus amigos?
- Creo que en el vacío de sus cabezas entraron monstruos, fantasmas del estilo de los que pintaba Goya pero activados por personas concretas, esas sí, conscientes de lo que hacen, de servir al Estado Islámico y todo eso.
- Y ya nada fue igual…
- Cambiaron mi existencia, me cambiaron. Se acabó el otro Philippe Lançon. Fue muy duro. No siento odio por los hermanos Kouachi, sé que son un producto de este mundo, pero sencillamente, no acierto a explicármelos.
- Su vida dejó de ser aquella vida. Murieron algunos de sus mejores amigos. Y el dolor físico… ¿Pensó en el suicidio?
- Jamás.
- ¿Es usted un titán?
- Nada de eso. El carácter se desarrolla con las circunstancias.
LA CIRUGÍA Y LA ESCRITURA
Philippe Lançon lleva 17 operaciones. Si todo va bien, la curación total –siempre que ese concepto exista en un caso como el suyo- llegará en cosa de un año. “Todavía me tienen que poner una nueva prótesis y en mi caso eso es complicado. La mandíbula fue completamente reconstruida utilizando el hueso del peroné y los implantes no se agarran tan bien como en una mandíbula normal. Y si no tienes implantes, no tienes prótesis”.
Entre su oficio, el de escribir, y el de sus cirujanos salvadores, el de recomponer, subyace, asegura, un común denominador que habla de procesos tortuosos. “Escribir es un camino muy largo y repararse la mandíbula también. En ambos hay que ser paciente; ahora los médicos me dicen que estoy ya en la recta final, y esto es un poco como afrontar la recta final de un libro. Corriges y corriges, quitas y pones cosas… aciertas y fallas… para mí hay un paralelismo muy evidente y muy íntimo entre la cirugía y la escritura”.
Saber quitar. Desbrozar. Minimizar. Ir recto a la esencia. Eso es escribir según Philippe Lançon. También lo era para algunos de los grandes genios que ama, Kafka por encima de todos. Empezó el libro y tuvo que parar. “No me salía ser sencillo, estaba haciendo estilo, estaba haciendo literatura, y no era eso lo que quería”, explica. ¿Y hoy? “Me gustaría escribir cada vez más simple, quitar cada vez más cosas, a menudo uno no tiene tantas cosas que decir, ¿sabes? O callarme. Cuando uno se da cuenta de que realmente no tiene tanto que decir, se calla. Quitar también es escribir. Tendemos a escribir más de la cuenta. Quién sabe, a lo mejor también en este libro escribí demasiado…”.
LOS VAMPIROS
“El paciente es un vampiro”, escribe Philippe Lançon en Le lambeau, refiriéndose a la exhaustiva e intensa gama de actitudes egoístas –en un sentido literal del término- que toda persona sufriente en una habitación de hospital observa con respecto a personal sanitario, familiares, amigos… seguramente el egoísmo más justificado y comprensible que quepa imaginar. Entonces cabe plantearle otro paralelismo:
- ¿Y el escritor? ¿No es también un vampiro, lo mismo que ese paciente hospitalario del que habla?
- Claro que lo es, pero no en tiempo real. Hay una diferencia. El paciente intenta nutrirse de todo lo que puede, y de todos, y en todo momento. Por supuesto, el escritor lo chupa todo, pero se lo guarda para más tarde. Yo no estaba en esa situación, yo vivía el momento, yo estaba luchando por sobrevivir. El escritor chupa la vida porque su misión es restituirla bajo una forma literaria. ¿Si no la chupa cómo la va a escupir? La creación es eso.
- Ni me lo planteé, para mí era imposible escribir una ficción a partir de eso. Pero a partir de cierto momento sí, surgió en mi cabeza un proyecto bajo la forma de un libro, pero para más tarde. No empecé a pensar en escribir un libro hasta un año después del atentado. Aunque en realidad empecé a escribirlo dos años después…
EL PERIODISMO Y LA LITERATURA
Le lambeau (que podría traducirse como “el jirón” o “el colgajo” y que Lançon tomó prestado de un texto de Racine -“Jirones llenos de sangre y miembros espantosos/ Que perros voraces se disputaban entre ellos”- no es una novela. Tampoco encaja en lo que podría considerarse un ensayo. Hay cierta poesía –feroz y sin rima aunque poesía- pero desde luego no es un poema. Tampoco una autobiografía ni una memoir en sentido estricto. Puede que a lo que más se acerque este artefacto literario, un auténtico fenómeno editorial en Francia, sea al género de la crónica. Datos, contexto, porqués, interpretación, declaraciones… una crónica, gigantesca, eso sí. Por cierto, así de duro es en las páginas del libro su juicio acerca del periodismo de hoy: “Hay muy pocos cronistas buenos, porque unos se someten a los temas importantes del momento y a la moral ambiente, y los otros lo hacen a un dandismo que les lleva a hacerse los listos y escribir a contracorriente. En resumen, unos se someten a la sociedad y los otros a su propio personaje”.
“Este libro es el producto de alguien que ha sido periodista durante 30 años, y que también es escritor”, zanja su autor. “Todo se mezcla en él: el periodismo y la literatura. Lo que me ha dado el periodismo para escribirlo es distancia. Desde que abrí los ojos en la sala de reanimación, hubo una parte de mí que se convirtió en el periodista de mi propia experiencia, no solo para contar lo que me ocurría a mí, sino también a los que estaban a mi alrededor. He intentado brindar a los lectores la experiencia de alguien que ha vivido desde dentro la experiencia del terrorismo, pero sin compadecerse a sí mismo, escapando del sentido de ese verso hermosísimo de Quevedo que dice “el llanto interior crece en diluvio”. Fiel a su escuela y a quienes le enseñaron, primero, y le permitieron disfrutar de su oficio, después, este cronista de arte, de libros, de música y de teatro explica: “Creo que todo esto es el resultado de 30 años de periodismo en un lugar como Libération, un diario donde puede desarrollarse lo mejor del periodismo: distancia, precisión, investigación, ningún moralismo, escritura pegada a los hechos, cierta alegría en la forma de escribir y de vivir, y sobre todo restituir la vida de aquellos de quien nadie hablaba en los años 80 en Francia: la marginalidad, los presos, los suburbios, las mujeres maltratadas, los homosexuales…”.
EL ATAQUE
Philippe Lançon escribe en la página 81 de Le lambeau: “Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba el vientre del otro, cuyos dedos rozaban el rostro de un tercero, que se inclinaba sobre la cadera de un cuarto, que parecía mirar el techo, y todos ellos, así, en esa postura, como nunca y para siempre, se convirtieron en mis camaradas”. Estas palabras pertenecen al capítulo Entre los muertos. Es el siguiente al titulado El ataque. Solo un capítulo de los 20 que tiene el libro, solo 11 de sus 500 páginas, se centran en el horror en estado puro del momento del atentado perpetrado por los hermanos Kouachi. Esto no es del todo exacto. El horror –aun contado sin hipérboles- inunda el libro entero por la doble vía del prolegómeno y de la consecuencia. El prolegómeno es terrible: Lançon reconstruye fría, certera, casi científicamente, esa víspera de la masacre, esa velada en el teatro viendo Noche de reyes de Shakespeare, esa indecisión acerca de si ir a Charlie Hebdo aquella mañana o no, esos momentos previos que, leídos y pensados ahora, se antojan una maldición retroactiva. Uno casi quisiera viajar en la máquina del tiempo para agarrar del hombro a este hombre y susurrarle al oído: “A Charlie no, a Charlie no, a Charlie no… no vayas”. Pero sí fue. La consecuencia, todo el mundo la conoce. Y más que nadie Philippe Lançon, a medio camino entre la carne violentada y la psique devastada.
“Hasta el último segundo”, recuerda, “no decidí acudir a la reunión de Charlie Hebdo, tenía dos artículos que escribir en Libération, no estaba de buen humor, no tenía ganas de ir… pero como era la primera reunión del año, al final fui. Y claro, eso cambió por completo mi vida. He pensado mucho en cómo sería mi vida ahora si yo me hubiera ido a Libération y no a Charlie… es inevitable”.
Este es el relato que Lançon construye de aquellos escasos dos minutos. Su voz delicada se entremezcla con los trinos de los pájaros que revolotean sobre el parque de enfrente y con el ruido de los pasos sobre la madera de los clientes que entran en el bar romano donde charlamos. “Fue todo como una película en cámara lenta. De pronto escuché unos ruidos secos, ¡crac!, ¡crac!, ¡crac!, como petardos, y ahí supe que había alguien que estaba matando a todos mis amigos. Y que muy probablemente me iban a matar a mí. Decidí echarme, pero muy lentamente, curiosamente tenía miedo de lanzarme de golpe y hacerme daño. En una situación así, uno no se da cuenta de lo que pasa, y cuando lo hace puede ser demasiado tarde. Yo me di cuenta de que de verdad pasaba algo serio cuando vi a Frank intentado desenfundar su pistola [se trataba de Frank Brinsolaro, el guardaespaldas de Stéphane Charbonnier, alias Charb, director de Charlie Hebdo: ambos murieron en el atentado]. Veía por debajo de la mesa las piernas de uno de los asesinos, que se acercaban. Yo abría un ojo y cerraba el otro, estaba esperando el tiro de gracia. Allí se mezclaba lo irreal con lo absolutamente real. ¿Me matarán? ¿Estoy ya muerto o sigo vivo? Todas esas preguntas se mezclaban en mi cabeza”.
LO QUE QUEDÓ EN EL TINTERO
Siempre habrá, ante un libro así, quien piense que se ha ido demasiado lejos. Que hay cosas que no pueden ser dichas. Que ciertos detalles rozan lo insostenible, lo impublicable. Pero ocurre que, al margen del derecho moral que le asistía al hacerlo por razones obvias, Philippe Lançon se atuvo a una regla estricta, innegociable. Eso le obligó a contar ciertas cosas terribles y a dejar otras en el tintero. “Yo no lo he contado todo, básicamente por una razón ética. En el libro relato todo lo que vi directamente cuando estaba en la sala de redacción de Charlie Hebdo, el lugar del atentado, y solo lo que vi. Por eso hablo del cerebro de Bernard [Lançon relata con detalle, en el capítulo dedicado al ataque terrorista, cómo el cerebro de su amigo el economista y columnista Bernard Maris, salía fuera de su cráneo], porque es lo primero que vi y es como la puerta que abre al infierno y luego al purgatorio. Esa imagen, que me acompañó durante días y días, yo no podía no contarla porque es la puerta de entrada al resto del libro. En aquella sala de redacción había amigos míos muertos con las caras totalmente destruidas. Lo sé porque leí el informe policial, pero yo no las vi, y por eso no lo cuento, porque me habría parecido indecente. Tampoco cuento ciertas cosas del hospital porque son cosas íntimas que me confesaron mi cirujana, o las enfermeras, etcétera, y no tengo derecho a
contarlas”.
EL SILENCIO
Entre el atentado y la publicación del libro, Philippe Lançon solo concedió una entrevista, y de solo diez minutos, a la emisora France-Inter. Quería silencio: “Era esencial estar a solas con mi experiencia, entenderla y buscar la forma literaria de restituirla. No podía gastar mi energía en palabras que hubieran sido superficiales. Y tras la salida del libro apenas di dos o tres entrevistas, y ahora esta. Nada de televisión, por una razón muy concreta que me dio la Policía en 2015: ‘No aparezcas en la tele, no te hagas fotos, vas a vivir más tranquilo’. Y estoy de acuerdo con ellos”. Todo esto último resulta bastante lógico. Él confía en los policías como un ciego en su perro-guía. No en vano cuatro de ellos, armados con subfusiles, flanquearon durante ocho meses 24 horas al día la puerta de su habitación. El superviviente Philippe Lançon seguía siendo, técnicamente, un objetivo para los terroristas.
El silencio. El refugio. “No veía la televisión, ni escuchaba la radio, permanecía como encerrado en una especie de cocoon, como si fuera un niño. Es que muchos medios de comunicación te dicen cosas como ‘eres una víctima y tienes derecho a sentirte así, y quienes te han hecho daño son tal y cual’… y no creo que eso hubiera sido beneficioso para mí. Compadecerse de uno mismo no es bueno. Una víctima del terrorismo tiene que ser fuerte, y no puede pensar que el grupo, el Estado o la familia le van a dar todo. Hay que luchar. Pero es muy difícil”. Lançon, que habla de “la soledad de estar vivo”, explica: “No es fácil ser un superviviente; eres alguien dividido entre la felicidad de seguir ahí y la culpabilidad de haberte salvado”. Sin embargo, nada más lejos de su voluntad que convertirse en una víctima profesional: “No tengo ninguna intención de convertirme en una especie de loro posado sobre
el cañón de una kalashnikov”.
Gérard Biard, Luz y Patrick Pelloux, con la portada del número que salió tras el atentado. Yoan Valat Efe |
EL HOSPITAL
En Le lambeau, el autor califica los hospitales como “lugares darwinianos”. El relato de su experiencia en La Salpetrière y en Los Inválidos estremece: “Yo estaba más armado que otros, pobres diablos sin muchas ideas en la cabeza que llegaban un día al hospital víctimas de lo que fuera, de un accidente, o de una pelea, y se encerraban en su habitación y no salían de ella, días, semanas, meses enteros viendo la tele y consumiéndose. Yo tenía cierta cultura, leía mucho, pensaba, tenía una familia que me ayudaba mucho… y utilizaba la seducción como arma. En el hospital yo seducía a la gente para obtener de ella lo que me interesaba. Trataba de caer bien. Pero para caer bien de verdad hay que querer a la gente. Si quería caerle bien a una jefa de enfermeras tenía que interesarme por ella, por su vida… y entonces la cosa funcionaba. Y de hecho, es gente que quiero, que sigo queriendo
LA VÍCTIMA LLAMADA ‘CHARLIE HEBDO’
“La ausencia de solidaridad con Charlie Hebdo no fue solo una vergüenza profesional y moral. También contribuyó a hacer de Charlie, al aislarla y al señalarla, un objetivo parta los islamistas”.
Llegados a este punto, Philippe Lançon acude al título de una obra teatral de Sartre, La puta respetuosa (La putaine respectueuse), para dirigirse a los habituales “profesionales de la moral y el respeto o mejor, las prostitutas del respeto” que, tanto en el caso de los autores daneses de las caricaturas de Mahoma y de Charlie Hebdo, solo tuvieron un objetivo: “Hacernos creer que, para vivir tranquilos y sin problemas, lo mejor es no dibujar a cierto profeta”. Y ahí no hubo, sostiene, distinción de color político: “Tuve la ocasión de comprobar, una vez más, hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda está dotado para el desprecio, el furor, la mala fe, la ausencia de matices y la invectiva degradante. En eso, al menos, no tiene nada que envidiar a la extrema derecha”.
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