El origen de esta extraña operación y de la historia de amor de Luis Laria con los calamares gigantes se remonta unos años atrás, a finales de la década de 1990. “Yo quise ser astronauta, pero como entonces era imposible me dediqué a la imagen submarina y a recorrer el mundo filmando los sitios más recónditos”, explica a Next. En aquellas expediciones recopiló tanto material que empezó a trabajar en la creación de un pequeño museo en la localidad asturiana de Luarca. El mejor reclamo, pensó, podría ser exponer un calamar gigante de los que aparecían de cuando en cuando en las costas y que en aquel entonces era tan desconocido que parecía una criatura mitológica. “Corría el año 99 y yo estaba regresando de un viaje a Borneo cuando, al llegar a Madrid, me llamó mi cuñado y me dijo que había aparecido un calamar gigante y que lo tenían expuesto en una pescadería en Avilés”, recuerda. Después de una breve negociación por teléfono, y de informar al pescadero de que aquel calamar no era apto para el consumo por su alto contenido en amoníaco, éste accedió a vendérselo por 70.000 pesetas. Había conseguido el primer calamar gigante de la que luego sería la mayor colección del mundo, y se enfrentaba a su primer problema: ¿cómo conservarlo?
Calamares en formol
En los días siguientes Luis Laria acudió a la pescadería de Avilés y recogió el calamar gigante, una hembra de Architeuthis dux de casi 14 metros y 147 kilos.
“Nos dejaron llevarlo a unos frigoríficos industriales de Ribadeo,
donde estuvo durante tres meses hasta que pude hacer la necropsia”,
relata. En aquel momento apenas había calamares gigantes conservados en el mundo,
solo uno en Lisboa y otro en Washington, ambos bastante estropeados.
“No había nadie que supiera muy bien cómo hacerlo, y además, ¿quién era
yo para afrontar una hazaña como aquella?”, se pregunta. “Como soy un
poco cabezón, me puse con ello y después de darle vueltas creí que había
dado con una solución. Por suerte, además, antes de hacer la necropsia
contactó conmigo el experto en biología marina Ángel Guerra, que luego me acompañó en las siguientes conservaciones”.
“Está claro que Luis fue el primero que se dio cuenta de la importancia de estos animales, no tanto por lo grandes que son, que es como tener un dinosaurio en un bosque cercano,
sino también desde el punto de vista ecológico”, explica Guerra, que
trabaja como investigador en el Instituto de Investigaciones Marinas del
CSIC en Vigo y se ha convertido en uno de los mayores expertos del
mundo en estos extraordinarios cefalópodos. “En latín, Architeuctis dux quiere decir literalmente ‘el príncipe de los calamares’ y conservarlos era un desafío porque los animales cuando aparecen vienen con los ojos explotados y muy dañados”, apunta. “Había que vaciarlos por dentro y desarrollar nuestra propia técnica de taxidermia”.
Después de hacer algunas pruebas, ambos encontraron la manera de
introducir una estructura semirígida en el interior, construida a partir
de redes de pesca, y sumergirlos en tanques con una solución de formol
donde podían ser expuestos al público. Tras la necropsia del primer
ejemplar de Avilés, hicieron otra conservación para un museo en Biarritz
y después muchas más.
Luis Laria y Ángel Guerra durante una de las disecciones de un calamar gigante Ecobiomar |
“Como profesional me metí en el asunto y decidimos hacer
todas las necropsias y biopsias de los calamares que iban apareciendo en
las costas de Asturias”, recuerda Guerra. La costa frente a Luarca es,
junto a las aguas de Nueva Zelanda, uno de los lugares de mayor
abundancia de Architeuthis del planeta, tanto que es el único lugar del mundo donde la especie tiene nombre común. “Aquí se les conoce como ‘peludines’,
porque su epidermis tiene solo una capa de células es muy frágil y en
cuanto toca con las redes de pesca y está un poco de tiempo al sol se
destruye y aparece pelado”, explica el especialista. La gente que los ve
expuestos piensa que los calamares gigantes son blanquecinos, pero este
es solo el color con el que aparecen en superficie, cuando ya han
perdido la capa de cromatóforos. Poco a poco la colección del Centro del Calamar Gigante que Laria había conseguido abrir en el puerto de Luarca se convirtió en una referencia mundial. “Entre el año 99 y el 2008”, calcula Guerra, “diseccionamos y preparamos algo así como 30 o 40 ejemplares que aparecieron varados en las playas asturianas, no había nada igual en ningún lugar de la Tierra”.
“Podéis traerlo desde España”
La actividad de la Coordinadora para el Estudio de Protección de las Especies Marinas (CEPESMA)
y su colección de calamares gigantes pronto llamó la atención del
mundo. Llegó un momento en que tenían tantos especímenes, que empezaron a barajar la idea de prestarlos
a otros museos. Ángel Guerra viajó casualmente por aquellos días a la
Institución Smithsonian de Washington, donde había trabajado unos años
antes y donde uno de los mayores expertos mundiales en calamares
gigantes, Clyde Roper, trabajaba junto a Mike Vecchione en la habilitación de una gigantesca nave del museo para dedicarla solo al Océano. Como estrella principal de aquel “Ocean Hall”, le contaron, tenían la intención de sustituir el viejo y deteriorado ejemplar de Architeuthis del
museo y traer un nuevo espécimen desde Nueva Zelanda. Guerra vio
entonces una oportunidad muy clara para ayudarles: “No tenéis que iros
al otro extremo del mundo”, les dijo. “Podéis traerlo perfectamente desde España”.
A
las pocas horas Luis Laria recibió una primera llamada de la dirección
del Smithsonian, en la que le comunicaron la intención de comprar un
calamar gigante para el Museo de Historia Natural de Washington. “Yo les dije que no los íbamos a vender, pero que por supuesto podríamos colaborar con ellos y hacer una especie de préstamo”,
recuerda. “A la semana siguiente se personaron aquí cuatro miembros del
Smithsonian y quedaron impresionados. Les ofrecimos la posibilidad de llevarse una hembra y un macho, pero en cuanto empezamos a hablar vimos que teníamos un serio problema con el traslado”.
El primer problema era el tamaño: la hembra puede medir mas de 15
metros de punta a punta y pesar más de 170 kilos. Y el segundo, y más
serio, el líquido en el que estaban conservados: si se trataba solo de alcohol, altamente inflamable, no podría viajar en un avión de carga convencional por el peligro que conlleva. Y en el caso del formol, se trata de una sustancia prohibida en Estados Unidos por sus efectos cancerígenos.
“Si no puedes entrar en un avión ni con una botella de agua, ¡imagina
meter una urna con más de 2.000 litros de formol!”, se ríe Laria.
“Por entonces apareció un calamar hembra de 172 kilos,
y Luis y yo lo preparamos aquí”, recuerda Guerra. “Y con el macho
hicimos lo mismo, pero son más pequeños y apenas pesaba 60 kg. Lo
conservamos como lo hacíamos nosotros, en formol al 5% en agua dulce
porque tiene mucha carne y hay que fijarlos para que no se pudran, pero
habría un problema con el recipiente”. “No solo era entrar en un país
con una legislación tan rígida como EE.UU., además no teníamos ningún
recipiente estándar para trasladar estos calamares en una avión”, añade
Laria. “Debido a los cambios de presión y térmicos en bodega, puede haber una dilatación y el formol podría salir al exterior, así que tuvimos que hacer un recipiente adecuado ex profeso, fabricado en doble fibra de vidrio,
para evitar problemas”. Una vez resuelto este asunto, Laria contactó
con una compañía aérea privada para organizar el traslado, aunque nadie
sabía muy bien cómo se trasladaba una carga tan peculiar. Fue entonces
cuando llegó la llamada del coronel de la Fuerza Aérea.
- Queremos que se llame ‘Operación Calamari’.
¿Cómo
convenció el museo estadounidense al ejercito para ayudar en el
traslado? La otra parte del arranque de esta aventura la contaba
recientemente Katherine J. Wu en la web del Smithsonian. La encargada de dirigir el montaje del “Ocean Hall”, Elizabeth Musteen, estuvo pensando en cómo solucionar el problema del transporte y se acordó de que en la película “Liberad a Willy”
era el ejército el que transportaba a la enorme orca en uno de sus
aviones, así que ¿qué les costaba transportar un par de calamares
gigantes que, después de todo, pesaban mucho menos?”. Su llamada cayó en
gracia a las autoridades del Ejército, que no solo lo autorizaron, sino
que le dieron prioridad a los pasajeros y les otorgaron la calificación de VIS (Very Important Squid / Calamar Muy Importante), parafraseando el famoso acrónimo VIP (Persona Muy Importante).
Lo que siguió en los siguientes días daría para el guion de otra película, quizá una road movie con calamares gigantes viajando de un lado a otro de la península. El ejército había puesto a su disposición un avión de transporte C-17, un monstruoso aparato utilizado para el despliegue de tropas aerotransportadas y material militar pesado, que recogería la carga en la base aérea de Rota, en Cádiz.
Luis Laria debía apañárselas para llegar hasta allí con sus dos
calamares gigantes y entregarlos a los militares. Tras muchas horas de
conducción y casi 1.000 km en un camión de transporte, el responsable de los calamares gigantes se plantó en la puerta de la base militar y descubrió que allí no había nadie. “Era 4 de julio, la fiesta nacional de EE.UU. y yo no me había dado cuenta”, confiesa.
“Me llamó Luis y me dijo: no tengo ni idea de lo que hacer, los calamares se nos van a cocer, aquí hace 40 grados y los militares están de vacaciones”,
recuerda Ángel Guerra. Como él se manejaba mejor con el inglés comenzó
una serie de llamadas algo surrealistas a las autoridades de la base, a
las que informó de lo que tenían esperando en la puerta. “El soldado que
me atendió llamó al teniente y allí se formó un remolino, porque un
container con dos calamares gigantes no aparece todos los días”.
Finalmente, una empresa local accedió a almacenar los calamares durante unos días,
debidamente refrigerados, Luis regresó a su tierra y el ejército los
pudo recoger para su transporte. El 11 de julio de 2008, en dos
contenedores especiales con pegatinas de “Property of the U.S. Navy” y “Property of the U.S. Air Force”
los dos calamares gigantes de Luarca viajaron como única carga de la
bodega de un C-17 y cruzaron el Atlántico hasta la base de Andrews, en
Maryland. Pero la aventura aún no había terminado.
La inventiva española
Una vez en la
base, y con su carga de formol, los dos calamares gigantes no podían
entrar en la ciudad de Washington porque lo prohíbe expresamente la ley.
De modo que los militares los trasladaron a unas instalaciones del
museo en Maryland, el llamado Centro de Apoyo del Smithsonian
(MSC, por sus siglas en inglés) donde se almacenan cientos de
especímenes conservados en formol durante años y que no pueden ser
exhibidos por motivos de seguridad. “Nos llamaron para hacer el trasvase
definitivo a otro fluido”, recuerda Laria, “y nos recibieron en
Washington con todos los honores”.
Durante más de 48 horas, Laria, Guerra y los especialistas del Smithsonian trabajaron a brazo partido para pasar los cefalópodos a un nuevo contenedor con un líquido de protección patentado por la empresa 3M.
“Nos vistieron con trajes especiales, como si fuéramos a la Luna, y nos
metieron en una sala para sacarlos del formol y hacer la conservación
para la colección”, recuerda Guerra. “Con aquellos trajes aquello parecía la guerra bacteriológica”,
apunta Laria. “Había una gran cantidad de responsables del ejército y
dentro de la sala comenzamos a hacer la abertura de los cuerpos para
meter dentro una especie de torpedos que mantienen la forma del animal”.
El trabajo de los técnicos del Smithsonian era exquisito, hasta el punto
de que sustituyeron la antigua estructura hecha con redes por Laria y
Guerra por un molde de porcelana que hacía las veces de esqueleto. “Lo
metieron dentro y luego lo cosieron”, detalla Guerra. “Aquello debía
estar preparado para durar varios siglos”. Aun así, había detalles en los que la experiencia de los dos españoles era fundamental. Para fijar la cabeza al cuerpo, por ejemplo, había que fabricar una capucha en forma de prolongación que sujetara el peso. “No se les había ocurrido porque no conocían bien la anatomía de un calamar gigante; ahí teníamos nosotros mucha más experiencia”.
Para fabricar los ojos del calamar, los americanos estuvieron barajando
muchas opciones hasta que Laria les indicó cómo utilizar un par de bombillas con forma cónica de un conocido fabricante
que eran perfectas para simular su estructura. “Aquella solución les
pareció muy ingeniosa”, recuerda Guerra. “Y alabaron la inventiva
española”.
A pesar de que tenían algunas dudas sobre el comportamiento del líquido
de conservación, que no se había probado a largo plazo, lo cierto es que
diez años después los dos calamares gigantes siguen expuestos en el Ocean Hall del Smithsonian y son una de los mayores valores del museo. La hembra de 15 metros está extendida en horizontal y el macho, más pequeño, ha sido inmortalizado en vertical,
para mostrarlos en distintas perspectivas. Cada año millones de
visitantes pasan por estas salas y se admiran de la grandeza de estos
‘monstruos’ marinos, aunque la mayoría desconoce los detalles del viaje
que les llevo hasta allí desde un pequeño pueblo en la costa de
Asturias. El acuerdo de “alquiler” supuso una valiosa fuente de ingresos
para CEPESMA, pero una desgraciada carambola del destino hizo que aquellos dos calamares del Smithsonian se volvieran aún mas únicos y especiales.
En el invierno de 2014 un fuerte temporal destruyó el Museo del Calamar
Gigante de Luarca y se perdieron algunos de los ejemplares más valiosos
que Laria y Guerra habían diseccionado y conservado durante años.
Los técnicos del Smithsonian trabajando sobre el ejemplar hembra en las instalaciones de Maryland Cortesía de Ángel Guerra |
“En total se perdieron no menos de 15 ejemplares, entre calamares gigantes y de Humboldt”, recuerda Guerra. "El mar los reclamó y se los llevó al mismo lugar de donde nosotros los habíamos sacado”. Con mucho esfuerzo, Luis Laria ha retomado su labor en un centro nuevo llamado Parque de la Vida,
también en Luarca pero ya lejos del peligro de las olas, y cada año
miles de personas pueden seguir viendo algunos de los calamares gigantes
a los que ha dedicado media vida. “No solo hemos
recuperado el mismo número de calamares gigantes del antiguo centro,
sino que tenemos uno más, hasta un total de once”, explica
satisfecho. Por su parte, Guerra sigue investigando el comportamiento de
estas extrañas criaturas y hace apenas unos meses acaba de publicar un
estudio en el que muestran por primera vez pruebas de que los calamares gigantes se roban las presas entre ellos.
Y no es el final. Porque Guerra está convencido de que estos
misteriosos gigantes marinos aún tienen muchas historias increíbles que
contarnos.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/altavoz/next/ejercito-EEUU-calamares-Luarca-Washington_0_1148886465.html
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