viernes, 1 de junio de 2018

La hora del reloj

Joel Peter Witkin
 ...La inmensa mayoría de las personas se muere por pura sugestión. Desde que nacemos se nos dice que somos mortales y que, en el mejor de los casos, nos espera la vejez, y después de la vejez, fatalmente, la muerte. Se nos dice también que la vejez comienza a una edad determinada, que suele ser la de sesenta años. Empujados por nuestros propios pensamientos y por las excitaciones de los demás, nos creemos en la obligación de ponernos pachuchos poco a poco. Aunque estemos perfectamente fuertes, aunque a los cincuenta podamos hacer cuanto hacíamos a los treinta, nos contiene la convicción de que aquello "ya no es propio de nuestra edad", y si logramos desprendernos de esa obsesión, nos vuelven a ella los reproches de los demás seres humanos, que nos dicen incesantemente: "¡Tenga usted cuidado con la edad!". "¡No está usted para bromas!"..
   En rigor, uno no siente nada malo ni nada raro, pero está convencido de que lo tiene que sentir. Se mira al espejo buscándose las arrugas, renuncia a ciertos alimentos y a ciertos ejercicios, se empapa en aprensión de vejez, porque cuenta los años y ve que son muchos. Bien sabido es el poder de la aprensión sobre el organismo, y ningún médico lo niega. Pues bien, esta aprensión terrible que nos inoculan ya en la niñez produce sus efectos. Se cree uno en el deber de vestirse con telas oscuras, de andar encorvado, de acostarse con las gallinas; sobre todo, si se tienen hijos mayores y, especialmente, si se tienen nietos. Lo que carece de explicación natural, porque los perros, las moscas y las pulgas se prolongan mucho más allá de los tataranietos sin introducir modificación en sus costumbres.
   Cuando la preocupación de la vejez ha durado ya mucho tiempo, el hombre se encuentra fastidiadísimo. Aunque alguien le grite -como hago yo- : "Yérgase usted; no conceda crédito a la fábula de la decrepitud", no hace caso porque la propaganda de la vejez (iniciada hace siglos por los que aspiran a ocupar vacantes) está muy bien organizada. Llega, pues, un momento en que el hombre dice: "Soy tan viejo, que me tengo que morir en seguida, y además, no me importa, ya que la ancianidad es aburridísima". Y se muere. Pero se muere por sugestión. Si no supiese cuántos eran sus años, no se moriría tan pronto o quizá no se muriese nunca.
   Lo que nos mata es darnos cuenta del tiempo y supeditarnos a una milenaria superstición con él relacionada. Morimos de aprensión. Que nadie sepa que tiene que morirse, y no habrá más muertes que las naturales, que son todas aquellas que ocurren por accidente.[...]
   Nadie se extrañará si digo que estaba proyectado un movimiento internacional contra el régimen de contabilidad de las edades. Yo estaba complicado también. Y muchísimas señoras. La guerra vino a desbaratar nuestros planes, pero la cosa iba en serio. A nosotros nos parecía que gran parte de los males que acongojan a los humanos se desprenden de esa viciosa manera de achacarles una edad, según un método que, más que convencional, resulta supersticioso. El sistema actual no sirve para nada, porque no arroja ninguna luz sobre la realidad del individuo. Puede haber -y hay- una muchacha de quince años más vieja que otra de treinta y cinco, y un hombre de cuarenta años más entero, más apto, más juvenil que otro de veinte. Y si esto es así, la expresión de sus años no nos sirve de nada.
 En todo caso, habría que buscar otra referencia que abriese la puerta a nuestro conocimiento y nos permitiese calcular con mayor aproximación la verdad que se busca al preguntar las edades.
   A mí se me había ocurrido sustituir el término geográfico "año" por el término gastronómico "sardina". ¡No..., no...; esperen ustedes antes de burlarse, que la idea no es ninguna idiotez! La sardina es uno de los manjares que peor se digieren; hay otros tan difíciles, pero son menos conocidos, mientras que la sardina ofrece la ventaja de su universalidad.
   Cuando la salud empieza a faltarnos, todos advertimos que disminuye nuestra capacidad para digerir sardinas.  Una repulsión instintiva nos aleja de ellas. Aun nos gustan quizá, pero las rehuimos o, por lo menos, las rareamos en nuestras comidas. Pues bien; si yo digo ahora: "Fulano tiene dos docenas de sardinas de edad" -con lo que se sobreentiende que puede engullir sin daño veinticuatro sardinas-, la gente entenderá que se trata de un ser fuerte, de quimismo perfecto y de juvenil temperamento. ¿Diez y ocho años? ¿Cincuenta? ¡Qué más da! y si yo digo:"Fulano cuenta de edad una sardina al mes", ya se sabe que no está en la mocedad, aunque por la cuenta astronómica sea un mozo.
   No es que defienda la idea con el cariño sectario de haberla parido. Es que me parece que el dato poseería mayor concreción.
   El argumento que movió al comité, del que yo era miembro, a rechazar esta iniciativa fue el de que, si bien, la denominación gastronómica era más orientadora y precisa que la astronómica, adolecía del defecto de enfocar demasiado parcialmente un problema tan complejo como el de la edad, puesto que tendía a determinarla por la potencia digestiva. En realidad no es así, sino que abarca hasta el aspecto psicológico, porque a mí que no me digan que quien se traga veinticuatro sardinas no es un optimista o no tiene ese sentido heroico peculiar de la juventud. Pero no me opongo a que se haga una suma de sus capacidades -trabajo, sentimiento, entusiasmo, etc,- y que se obtenga una cifra. Yo no tengo un partido tomado. Yo afirmo únicamente la necesidad de reparar un error demasiado insistente. La medida astronómica de los años es un acierto insustituible para las fechas, pero no atina a decir lo exigible si aspira también a darnos una idea del estado físico y mental de las personas. Esto es casi axiomático.
   Mientras no logremos modificar esa insensatez de los años, nuestra única defensa consiste en no confesarlos.
¡¡Abajo los años!!


Wenceslao Fernández Flórez

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