Entre ellos subieron a bordo las niñas Alicia y Helia González junto a sus padres. “El capitán recibía a cada uno de los que subían al barco. A mí me cogió en brazos y me besó en las mejillas. Más tarde sabría por qué: tenía a una hija de mi edad. El barco iba repleto, no cabía más gente. Algunos llevaban baúles y cajas de herramientas, pero nosotros subimos sin nada”, revive Helia González.
El acceso, controlado inicialmente por funcionarios de aduanas, se convirtió en un caos cuando los propios agentes decidieron sumarse al resto de refugiados “tirando sus armas y equipo para unirse a la estampida por subir a bordo”, según el capitán, que jamás había asistido a una emergencia semejante en sus 33 años en el mar. “Cuando todos los refugiados se hallaron a bordo, era prácticamente imposible dar una descripción adecuada de la escena que mi buque presentaba, y la semejanza más cercana que puedo dar es decir que parecía unos de esos vapores vacacionales del río Támesis en un día festivo, solo que muchas veces peor”, describió Dickson en abril de 1939. “Los pasajeros abarrotaban la cubierta y las bodegas, y la línea de flotación se hallaba muy por debajo de la superficie”, cuenta el historiador Paul Preston en su libro El final de la guerra (Debate).
Aquel barco, acondicionado solo para alojar a 24 tripulantes, zarpa con “cerca de 3.000 personas, entre las que van el teniente Amado Granell, uno de los que liberaría París en 1944 al frente de la Nueve”, explica Rafael Arnal, fundador de la asociación Operación Stanbrook, que ha rescatado la historia de las 20 horas de travesía en libros y documentales.
Estuvimos un par de días en el barco hasta que dejaron bajar a las madres, a los niños, a los mayores y a los enfermos. En el Stanbrook quedaron casi todos, incluido mi padre”, relata.
Las autoridades francesas se niegan a aceptar aquel pasaje de desesperados tan ideologizados como para necesitar huir de España. “Trataron por todos los medios de impedir el desembarco de los llegados alegando no disponer de ninguna infraestructura adecuada para instalarlos. En realidad lo que temían era la presencia de rojos que pudieran alterar el orden público”, expone Ricard Camil Torres, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia y comisario de la exposición Stanbrook, 1939. El exilio republicano hacia el norte de África, celebrada en 2014.
Helia González recuerda pequeñas embarcaciones que se aproximaban al mercante para facilitar alimentos al pasaje: “Mi padre escribió la dirección de unos familiares en un papel de fumar y la entregó a una de esas barquitas. No hemos sabido quién lo hizo, pero lo cierto es que esa nota llegó a Sidi Bel Abbef, a 90 kilómetros de Orán, donde vivían aquellos tíos, que reclamaron la salida de mi padre del Stanbrook”.
Tras la propagación de casos de tifus y otras enfermedades infecciosas, se autorizó el desembarco. Los refugiados se enviaron a cárceles y campos de trabajo. La familia de Olimpia Ruiz Candelada, un bebé de 12 meses en 1939, cambió el hacinamiento del Stanbrook por otros horrores. “Vivimos mucha brutalidad en los campos durante cuatro años. A mi madre le sangraban las manos de lavar colchonetas y a mi padre le dieron palizas”, recuerda Ruiz. Su padre fue uno de los 2.000 españoles destinados a la construcción del Transahariano, “una delirante idea”, según el historiador Ricard Camil Torres, “de enlazar por medio del ferrocarril a través del desierto los puertos mediterráneos franceses con sus colonias en Níger”. Otros, como Amado Granell, acabarían haciendo historia al liberar París en 1944.
Más infomación: https://elpais.com/cultura/2018/06/13/actualidad/1528917360_425119.html?id_externo_rsoc=TW_CC
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