Esta semana, el Parlamento aprobó la paralización durante un año de los desahucios de personas mayores de 65 años o con discapacidad que lleven más de 15 años en la misma casa, una ley extraordinaria hecha a medida de los barrios de Coelho, aunque se aplicará en todo el país. Los contratos de alquiler tendrán una duración mínima de tres años —la mitad de los firmados en 2017 eran de uno— y en los de larga duración habrá rebaja fiscal para el arrendador. La excusa de obras en el edificio dejará de ser causa justificada para el fin del contrato de alquiler.
“Mis compañeros socialistas me miraban como a un extraterrestre cuando les advertía de lo que se nos venía encima. Creían que era un problema mío, de mi barrio, pues ahora ya es un problema de todos, ya es un problema nacional”, dice el concejal. “El problema no se acaba, se aplaza”, dice la psicóloga Leonor Duarte. “El tiempo corre contra los vecinos y a favor de los fondos inmobiliarios. Les llega la carta del fin del contrato para el año próximo y del estrés que les genera muchos mueren antes de ese plazo”.
La oleada de desahucios no es un problema exclusivo de la capital portuguesa, pero en Lisboa y Oporto se concentra el 58% de los desalojos nacionales. Y dentro de la capital, las laderas del Castillo de San Jorge son la imagen más cruda del problema, con un vecindario de más de 60 años de promedio y que vive de subsidios (menos de 400 euros) o del salario mínimo (580 euros).
Rui Pedro, de 47 años, nació en una casa de la Travessa de Jordão. Su familia regenta una frutería desde 1939. “Todo el edificio ha sido vendido, estoy a la espera de la carta de desahucio”, explica el frutero.
Portugal vivió hasta 1990 con la ley del dictador Salazar, que protegía al inquilino y desprotegía al propietario. Las rentas no subían y las casas no se arreglaban. La nueva ley de 1990 permitía una actualización, pero se impedía el desalojo. “Había un equilibrio”, explica el socialista Coelho. Llegó la ley de 2008, que permitía el alquiler libre a término y, sobre todo, se aplicaba con carácter retroactivo para todo aquel que no dijera lo contrario en 30 días. El desahucio era muy fácil, aunque ha habido que esperar al paso de la crisis y al crecimiento turístico para que los dueños de los edificios lo apliquen a destajo. “Ahora el propietario ya no quiere seguir con alquileres”, explica Pedro, el frutero. “Por otra parte, el negocio tampoco da para actualizar rentas. Mi cliente ahora es un turista que compra una pera y una botella de agua”. La nueva ley no le consuela. “A los viejos no los pueden echar, ¿y el resto? ¿No somos gente?”.
Más licenciasEl boom turístico se ceba en barrios como Mouraria y Alfama, barrios humildísimos, donde históricamente el propio inquilino se construía el baño en un rincón. Aquellas inmundas viviendas, adecentadas con mimo, son hoy el capricho de los extranjeros, que pagan miles de euros.
“En 2013 yo pagaba en Alfama 150 euros mensuales por un apartamento de una habitación”, cuenta el regidor socialista. “Ahora no los hay, todo es Airbnb y si los hubiera el precio estaría en mil euros. No se trata del turismo, el problema es el alojamiento local; en cuatro años las licencias han pasado de 43 a 1.676”.
El droguero de Mouraria se llama Eliseo Santos. “Tengo 71 años, llevo aquí más de 40. Estoy a la espera de que me echen, ya se han ido casi todos los vecinos. Esto se acaba”. Una señora le pide tierra para el gato. La venta de la tarde, 1,25 euros.
Calles como Los Remedios en Alfama o Lagares y Marqués Ponte de Lima en la Mouraria son desfiladeros de coquetos albergues recién pintados. Ha desaparecido la ropa tendida y se echan de menos los gritos de ventana a ventana de la vecindad. El único ruido es el del tráfico, pero el ensordecedor traqueteo no es de un tranvía sino de las maletas rodantes conducidas por zombis bizcos con el Google Maps del móvil. Los 12.000 vecinos aguantan a diario el paso de 250.000 extraños.
El socialista Coelho no ceja en su particular guerra, sacando los colores a su partido y a la izquierda radical, inmovilista hasta hace un mes. “No es justo irse de casa al final de la vida; es acelerarles la muerte”.
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