Matteo Salvini se ha
hecho mundialmente famoso como ministro del Interior de Italia
cumpliendo una promesa electoral: ha cerrado los puertos del país a los
barcos emigrados de Libia. Cinco millones y medio de italianos votaron a
su lista de racistas y fascistas. Hoy que ven alejarse el Aquarius de
sus costas pueden cantar Victoria como ha hecho su líder. La ultraderecha europea jalea a Salvini. Marine Le Pen ha elogiado al líder de La Liga por su «firmeza». Y Viktor Orban,
el primer ministro de Hungría al que aplaudían hasta hace no mucho en
las convenciones del PP europeo, ha dicho que por fin hay alguien en
Europa con «fuerza de voluntad».
La voluntad es un concepto muy querido por el fascismo. Leni Riefenstahl le hizo una película, El triunfo de la voluntad, una de las grandes piezas de propaganda nazi cuando Hitler
llevaba un año en el poder. El arte, siempre inocente. Como las
palabras. Al neofascismo le gusta ahora llamarse «derecha alternativa», alt-right, en gringo infantil. Uno de sus ideólogos, Stephen Bannon, Rasputín de Trump
ahora degradado, se paseó hace unas semanas por Europa para dar
lecciones al Frente Nacional, a la civilizadísima derecha suiza, a los
ultras húngaros y al fascio italiano. En Lille dijo que había que llevar
con orgullo las medallas del racismo porque «la historia está de
nuestro lado».
El racismo une a los distintos fascismos
europeos pero, últimamente, también el sionismo. La historia y sus
caprichos. El secretario general del Frente Nacional ha visitado
recientemente Israel invitado por el Likud, el partido del primer
ministro Netanyahu. Lo mismo ha hecho el líder de
Vlaams Belang, el partido filofascista flamenco al que estos meses se
puede ver fundiendo su bandera con la estelada. El holandés Wilders
viaja a Israel con honores y hasta Alternativa para Alemania dice que
la democracia francotiradora israelí es su modelo para Europa: la
civilización amenazada por el Islam. Y bien armada contra sus
practicantes.
Para dejar que un barco se hunda en el
mar sin que duela mucho a la conciencia conviene deshumanizar a sus
ocupantes. Migrantes. Ocurre lo mismo con los muertos al otro lado de la
alambrada. Terroristas. El general Westmoreland
aseguraba que los vietnamitas no sentían la muerte de un ser querido de
la misma manera que un estadounidense. Por eso podía quemarlos vivos sin
alterar su paz de espíritu. El fascismo y la guerra necesitan su cuota
de racismo. «Los rusos no ríen», «los chinos no son como nosotros». Ezra Pound,
el gran poeta fascista, sentía desconcierto cuando observaba de cerca
las costumbres de los hombres. Esa gente que anda por ahí, a la deriva.
Más información: http://lasoga.org/fascismo-normalizado-en-una-europa-a-la-deriva-13-de-junio-de-2018/
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