A su alrededor todo cambia. El resto de organizaciones van modificando estructuras, procesos y maneras de funcionar, pero los partidos han ido perdiendo peso social sin alterar formalmente sus maquinarias. Es cierto que las cosas van por barrios, y que no en todos los partidos las cosas se hacen igual. Pero, la deriva de los grandes partidos arrastra a los demás, por injusto que ello sea.
El problema de fondo es que los partidos, en su versión estándar, son organizaciones anacrónicas en relación a un modelo de democracia que ya no puede sólo limitarse a la versión exigua de representación y delegación. Pero, al mismo tiempo, resulta por ahora difícil imaginar que la emergente fuerza de los movimientos sociales, con toda su pluralidad, pueda generar el impacto deseado sin algún mecanismo de representación y mediación. El problema pues no estriba solo en desembarazarse de los partidos, sino de encontrar los nuevos sujetos políticos necesarios, la nueva intermediación útil, para contribuir a tomar decisiones colectivas e impulsar transformaciones sociales en los escenarios del “finanzcapitalismo” postdemocrático. Pero, ello debería poder hacerse evitando que volvamos a caer en una nueva división del trabajo entre “movimientos sociales” y “sujetos políticos” como la que ya se produjo a inicios del siglo XX. De lo que se trata es de avanzar en formatos de gobierno colectivo en que evitemos la concentración de poder y donde se mantenga la capacidad de acción directa de todos.
El modelo clásico de partido tenía una cierta inspiración religiosa, como ya insinuó Gramsci, mezclando doctrina, rito y didactismo en relación a una población a instruir y a convencer. El interregno en el que estamos nos muestra transformaciones radicales en los medios de comunicación, más fragmentación y al mismo tiempo nuevas vías de articulación social, más énfasis en la autonomía personal, rechazo a liderazgos incontrolados y un conjunto de demandas políticas más imprevisibles y complejas. Al mismo tiempo, la gente está más preparada, surgen nuevas experiencias y hay mucho conocimiento accesible y compartido. Los partidos ya no son portadores privilegiados de soluciones y alternativas y no pueden seguir aspirando a monopolizar todo lo público. Deberían más bien ayudar a que se condensara y remezclara convenientemente ese conocimiento social con la capacidad de cambiar las cosas. Habilitar, experimentar y potenciar una democracia cognitiva ya existente, favoreciendo su expresión directa, realista y eficaz en marcos institucionales más abiertos, transparentes y flexibles. ¿Le tenemos que seguir llamando partido a ese sujeto político adaptado a la nueva y emergente realidad social? No es ese el problema. Lo que es importante es que sepamos para que necesitamos tal plataforma y que su existencia no anule todo lo demás.
Lo que no puede ser es que pensemos en un tipo de sociedad de conocimiento compartido, en que los valores, las formas de operar, la reivindicación de lo público como algo no forzosamente asimilable a lo institucional, o una mirada de la dinámica económica que no esté enraizada en confundir lo privado con la privación, nos lleve a unas formas organizativas ajenas a ese ideario. Las opciones políticas que tomemos, deberían ser consistentes con el instrumental organizativo con que nos dotemos. Llámese o no partido.
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