lunes, 8 de abril de 2013

En la frontera de España y Portugal. Los últimos contrabandistas


"Aquello si era crisis y no lo de ahora. Todas nuestras propiedades cabían en un pañuelo" Últimos representantes de una vieja 'estirpe', los contrabandistas caminaron siempre convencidos de que el horizonte no se mueve si no andas. Son hombres y mujeres que hoy no logran esconder una sonrisa burlona cuando se pronuncia la palabra 'crisis' delante de ellos.

Agripino do Reis se dedicó al contrabando de gallinas. (Fotos: Fernando Sánchez Alonso).
Agripino do Reis se dedicó al contrabando de gallinas
. (Fotos: Fernando Sánchez Alonso). 
Porque no cualquier tiempo pasado fue mejor. O el de ellos, desde luego, no, sentencian estos ancianos que se jugaron el pellejo no para inflarse los bolsillos a costa de perjudicar a otros (tráfico de drogas, de capital o de armas, un tipo de contrabando que nada tenía que ver con su actividad y que repudian). Ellos sencillamente se jugaban la vida en la ruleta rusa del día a día para intentar comer. El suyo era un contrabando de subsistencia. «No digo yo que no fuera ilegal -admite Júlia Augusta Preto, de 81 años, excontrabandista portuguesa-, pero al menos era decente. Lo hacíamos por necesidad. No matábamos ni robábamos. Yo siempre compré las mercancías que luego revendía o intercambiaba por otras. ¿Armas? ¡Qué íbamos a llevar nosotros armas! Nos bastaban el miedo y un avemaría para defendernos». Gracias al contrabando, Júlia sacó adelante a sus cinco hijos (dos de ellos, ya muertos) y a un marido alcohólico y maltratador.
El contrabando hispanoluso del siglo XX se inició durante la Guerra Civil y los primeros tiempos de la posguerra. A finales de 1939 se impusieron las cartillas de racionamiento. El pan pronto se convertiría en un artículo de lujo. Los datos de las penurias son elocuentes: de los 32 kilos de carne que cada madrileño consumía al año, por ejemplo, en 1932 se pasó a 12 en 1941. Y todavía no había llegado 1945, el «año del hambre». En este escenario surgió el contrabando, que fue como un Plan Marshall casero que redimió de la hambruna a muchos españoles. Los portugueses introducían de matute gallinas, huevos, jabón, patatas y café principalmente. Siempre salían por la noche y durante horas vagaban por el altiplano mirandés como fantasmas de un cuento infantil. Solo que los ogros eran de verdad: la Guardia Fiscal portuguesa (los guardinhas) a un lado y los carabineros españoles a otro.
Lo cierto, cuentan, es que el miedo a que los sorprendieran les impedía sentir el peso de los 25 o 30 kilos que acarreaban a las espaldas durante distancias más que suficientes para derrengar a un mulo. Pero ellos entonces no vivían mucho mejor que las bestias. «De hecho, si me metí en el contrabando, fue porque no había otra cosa», recuerda Domingos André Sebastião, natural de la aldea fronteriza de Paradela. Lo decidió aquella vez que sorprendió a su madre llorando en la cocina porque no tenía nada que servir en los platos. Por otra parte, la tierra, pedregosa y hostil, no era buena más que para zarzales. Su hermano mayor hacía tiempo que había emigrado a Francia y cada mes enviaba un paquete con latas de conservas y dinero. Había colgada en la pared de la casa paterna una postal de la torre Eiffel, y André distinguía en aquel recuadrito una promesa de felicidad.
«Aquella no era una buena vida para nadie,» dice Florindo Preto, que durante años fue guardia fiscal. «La única ventaja, si puede decirse así, es que había un gran hermanamiento entre portugueses y españoles. Algo que hoy, por desgracia, han perdido las generaciones jóvenes. Portugueses y españoles deberíamos estar más unidos», se lamenta. Florindo debió de coincidir en los montes con Domingos, pero, por fortuna, nunca se encontraron. A Domingos nunca lo cogieron, y más allá de alguna que otra torcedura de tobillo jamás padeció ningún percance. Pero otros tuvieron menos suerte. Algunos contrabandistas, aparte de la multa, estuvieron en la cárcel. Eso sin contar los que murieron. Salpicadas aquí y allá en todo el altiplano mirandés se podían ver cruces; muchas de ellas, sin nombre, solo con una fecha hundida en el granito. Hoy, casi quedan más cruces que contrabandistas vivos.
Ricardo Martín Pérez, un español de 90 años que durante 30 traficó con pana, carretes de hilo y café, recuerda los viejos tiempos: «En Alcañices llegó a haber unos 60 contrabandistas entre los años cuarenta y sesenta. Todos vivíamos en el barrio de la Fuente, el más próximo a la frontera portuguesa. Hoy, la mitad de las casas están cerradas o derruidas». Y, cabizbajo, añade: «No quiero ser pájaro de mal agüero, pero, tal y como están poniéndose las cosas, espérese que no volvamos a aquellos tiempos».
Agripino do Reis, natural de Paradela, se dedicó al contrabando de gallinas. No era lo más habitual. Llevar ganado era mucho más peligroso, por incontrolable, que acarrear café. A los cerdos, por ejemplo, les echaban aguardiente por las orejas para emborracharlos y que no gruñeran por el camino.


Olívia Fernandes, 81 AÑOS

"El mayor peligro eran los propios convecinos"
lívia es la propietaria de un colmado en la aldea portuguesa de Guadramil. Toda su vida ha tratado igual con contrabandistas que con los guardias fiscales. En realidad, el mayor peligro no era la Guardia Fiscal o los carabineros, a cuyos miembros no era difícil sobornar porque pasaban tanta necesidad como los contrabandistas, sino los propios convecinos. «Había que tener cuidado con las delaciones», asegura.


Elvira Augusto y Luis Pérez, 77 y 82 años

"La noche de bodas andábamos de contrabando"
Elvira tenía ocho años y mucho miedo cuando cruzó por primera vez la frontera portuguesa con una mercancía de imperdibles, alcanfor y un kilo de naranjas disimulada entre los pliegues de su falda. Trucaba los productos por comida: patatas, tocino, huevos y cebollas. «Eran tiempos ruines -admite-, fíjese hasta qué punto que la noche de bodas mi marido y yo andábamos al contrabando. Fue el 27 de julio de 1957. Unos días después moría al nacer nuestra primera hija». Su marido, Luis, era de familia de contrabandistas: «Antes de entrar cada mañana en la escuela iba de contrabando a Portugal». Nacido en el pueblo fronterizo de San Martín del Pedroso (Zamora), a los 15 años le llegó el turno a traficar con café, tejidos de pana, hoces, cazuelas... «Eran 20 kilos en las espaldas durante 25 kilómetros por el monte, de noche. Y con el miedo a los carabineros. Si te cogían, no solo te requisaban la mercancía; te ponían una multa. Y si no había dinero para pagarla, a la cárcel. Yo estuve varias veces preso. Pero lo peor fue cuando detuvieron a mi madre y a mi cuñada. Les echaron tres meses. Al final conseguí reunir las 18.000 pesetas de la multa para sacarlas. ¿Cómo? Una noche, en una taberna de Portugal, me jugué a las cartas las ganancias de un mes de contrabando y, mire usted por dónde, gané».


Joaquín Rivera, 80 años

"Lo peor, los que abusaban de las mujeres"
Huérfano de padre y madre desde muy pequeño, evoca aquella España de «negrura, silencio y mierda» en que, con su hermano Manolo, ejerció el contrabando para sobrevivir. «Yo antes parto la capa con un portugués que con un español. Nosotros somos demasiado amigos del engaño y la picaresca. Los portugueses eran más caritativos. Incluso los guardinhas eran buenos para los tiempos que corrían. Los carabineros, en cambio, si huías, disparaban a dar. Algunos abusaban de las mujeres contrabandistas. Es algo de lo que no se quiere hablar».


Florindo Prieto , 72 años

"Yo nunca disparé a matar. No hay mercancía que valga una vida"
Florindo era guardia fiscal, un guardinha. Era un trabajo seguro, pero no era una vida cómoda la suya. Vivían con su mujer y sus cinco o seis hijos en casas de monte, a menudo sin luz ni agua corriente. «Imagínese la soledad en aquellos lugares, el pasar noches y noches al relente cuando intuían el paso de una partida o, peor aún, cuando algún rapaz suyo caía enfermo y había que llevarlo al médico a kilómetros de distancia. Eran tiempos difíciles, pero teníamos el respeto. Había un pacto de caballeros entre los guardias y los contrabandistas. Se les daba el alto a voces o, si no, se disparaba tres veces al aire. A esa señal convenida debía abandonar la mercancía y huir. Yo nunca disparé a matar. No hay mercancía que pueda valer más que una vida».

Fuente. http://www.finanzas.com/xl-semanal/magazine/20130407/frontera-espana-portugal-ultimos-5114.html

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