No nos engañemos. Los
profesores no enseñamos. Nos limitamos a cumplir con las programaciones
oficiales, elaboradas desde un lejano despacho tan inaccesible como la
fortaleza de El desierto de los tártaros (Dino Buzzati, 1940),
donde se mantiene a raya al mundo real con una mezcla de apatía,
burocracia e intolerancia. Al poner una nota, no puedo evitar la
sensación de haber accionado la palanca que libera el mecanismo de una
guillotina. Mientras el bolígrafo escribe un número que oscila entre el
éxito o el fracaso, la excelencia o la exclusión, escucho el silbido del
negro cartabón cayendo sobre un cuello adolescente, que se estremece
como el desdichado Isaac, mientras su padre Abraham se disponía a
obedecer el mandato divino.
Los profesores no enseñamos. Nuestro trabajo consiste en controlar,
depurar, adocenar, matar la creatividad y el espíritu crítico, fomentar
el conformismo y el analfabetismo político. Los profesores somos un
mecanismo perverso que se ocupa de preparar el escenario a la
explotación capitalista, hambrienta de trabajadores sin criterio,
opinión, afán de libertad o capacidad de discrepar. Se habla
constantemente de los problemas de convivencia y la indisciplina en el
aula, pero después de casi veinte años de experiencia docente puedo
asegurar que se exagera de una forma grotesca y obscena. Los medios de
comunicación ofrecen una imagen de la escuela pública deliberadamente
falsa. Hay conflictos, por supuesto, pero los estudiantes no se
comportan mucho peor que los jóvenes de otras épocas. Robert Musil nos
ofreció un relato estremecedor de un internado militar durante los años
de esplendor del Imperio-Austrohúngaro. Las tribulaciones del estudiante Törles
(1906) sitúan al protagonista en un entorno de violencia, sadismo,
amoralidad, crueldad y arbitrariedad. Yo crecí en la escuela franquista,
con los retratos de José Antonio y el general Franco escoltando a un
crucifijo. Algunos de mis profesores eran excombatientes de la División
Azul o africanistas que había participado en los primeros meses de la
guerra civil, plenamente convencidos de la necesidad de exterminar a la
anti-España y con algunas muertes sobre una conciencia que nos les
recriminaba nada.
En el Fray Luis de León, colegio de Padres Reparadores situado en el
centro de Madrid, donde yo perdí casi doce años de mi vida, aguantando
vejaciones, desprecios, humillaciones verbales y castigos perversos
(capones propinados con la anilla de un llavero, enérgicos golpes en la
punta de los dedos con una regla de madera, tirones de orejas que
anulaban el efecto de la ley de la gravedad), no existía la solidaridad
ni el compañerismo. La brutalidad de los profesores y los curas se
reproducía con una inquietante simetría en las relaciones entre los
alumnos, donde prevalecía la ley del más fuerte y el desprecio por el
sufrimiento ajeno. Mario Vargas Llosa experimentó algo semejante en el
colegio militar Leoncio Prado. La ciudad y los perros (1962)
nos habla de abusos sexuales, zoofilia, corrupción y malos tratos. En la
España actual, ya no se producen esas aberraciones. Salvo la zoofilia,
yo transité por infamias parecidas a las que relató el cadete Vargas
Llosa, que incluyeron violentas peleas en el patio, un machismo hediondo
que propiciaba un tráfico incesante de revistas eróticas (aún no había
llegado la pornografía) y un hermano enfermero que te bajaba los
pantalones con el pretexto de explorar las ingles en busca de ganglios
infartados, mientras protestabas, recordándole que sólo te dolía la
garganta. Algunos dirán que hemos pasado al extremo opuesto. Ahora
proliferan los alumnos con tendencias psicópatas que pegan a los
profesores. Pues no. No es cierto. Los chicos a veces alborotan, se
quejan, bostezan o sueltan alguna chorrada. Tienen quince, dieciséis
años. No lo olvidemos, pero no son las huestes de Alarico saqueando
Roma. Probablemente son mejores que nosotros a su edad.
Yo no creo que las notas reflejen nada importante, salvo la adaptación
del estudiante a un sistema que le obliga a permanecer sentado seis
horas al día frente a una pizarra, donde perora sin tregua un adulto que
encadena un dato tras otro. No me cuesta trabajo reconocer que si –por
algún malabarismo espacio-temporal- regresara a la adolescencia y
tuviera que soportar de nuevo las tediosas lecciones magistrales, donde
no hay espacio para la participación ni el debate, pensaría seriamente
en la posibilidad de adquirir un AK-47 para sumergirme en dudas
hamletianas, preguntándome si era más sensato provocar una masacre o
utilizarlo contra mí mismo. Los estudiantes que aplacan sus fantasías
homicidas y se resignan a estudiar el objeto directo, los afluentes del
Danubio y las operaciones con quebrados desembocan en el último curso de
bachillerato con una actitud pasiva que recuerda a los esclavos
africanos de las plantaciones de algodón. Han aprendido a trabajar sin
manifestar ninguna emoción, salvo el deseo de mantener contento al
capataz, que en este caso no esgrime un látigo de piel de rinoceronte,
sino una tiza que resbala por un panel vertical. La aparición de las
nuevas tecnologías tiende a sustituir la pizarra tradicional por otra
digital, pero el cambio de formato no altera nada esencial.
Los estudiantes memorizan que Jartum es la capital de Sudán, pero
raramente escuchan hablar del genocidio de Darfur. Saben que Sarajevo es
la capital de Bosnia-Herzogovina, pero ignoran que en la localidad de
Srebrenica se cometió el último caso de limpieza étnica (8.000
musulmanes fusilados) de la historia de Europa. Si les preguntas donde
está Ruanda, es posible que localicen el emplazamiento en el mapa de
África, pero no tienen muy claro lo que sucedió allí. Si les explicas
que en 1994 se desató una matanza de tutsis y hutus moderados que se
cobró 800.000 vidas en un mes, abren la boca estupefactos como si les
explicaras por primera vez la rotación de la tierra sobre su eje. José
Luis Sampedro ha repetido muchas veces que el sistema educativo español
necesitaría una reforma urgente: menos contenidos, más debates,
trabajar para la integración y no para la exclusión.
El cometido de un profesor no es calificar, sino ayudar a que cada
chaval saque lo mejor de sí mismo. No se puede enviar a un adolescente o
un niño el mensaje de que no valen para nada. En
España, un 30% de los alumnos no obtienen el título de secundaria.
Indudablemente, la culpa es del modelo educativo. Hace poco, uno de mis
compañeros encargó realizar un cómic a los chicos de un curso con notas
catastróficas. De repente, todo cambió. Todos trabajaron con ilusión,
esforzándose al máximo. El resultado fue notable: historietas llenas de
imaginación, diálogos ingeniosos, deliciosas parodias. Después
regresaron a su desidia habitual. Los
creadores de South Park fueron alumnos mediocres, a los que sus
profesores auguraron un porvenir incierto. La lista de escritores con
malas notas es abrumadora: Tolstoi, Dostoievski, Thomas Mann, William
Faulkner, Flaubert, Dario Fo, Saramago, García Márquez, Álvaro Mutis,
Rafael Sánchez Ferlosio. Shakespeare sabía poco latín y menos griego y
la formación de Cervantes era aún más endeble.
Por el contrario, Manuel Fraga Iribarne ha obtenido unas calificaciones
extraordinarias y Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, fue un alumno
aplicado y responsable. Hace poco, Michael Haneke planteó en La cinta blanca
(2009) que la educación represiva empleada con varias generaciones de
alemanes, austriacos y centroeuropeos propició la mentalidad que puso en
marcha el Holocausto. El 15-M ha sido una explosión de malestar que puede disolverse como la espuma de una ola, sin dejar ni rastro,
salvo una avalancha de artículos y ensayos sobre el fenómeno. Creo que
este movimiento debería vincularse a la izquierda, sin repudiar la
acción política. El capitalismo ha logrado que abominemos del
socialismo, propagando la idea de que la libertad y la prosperidad sólo
brotan de la economía de mercado. Otro mundo es posible, sí, pero el
primer paso debe consistir en reformar la educación. No lo harán los
políticos. Tendrán que hacerlo los profesores, los maestros. Si no
aceptan ese reto, el futuro no se mostrará muy indulgente con ellos.
Otra forma de enseñar alumbraría un mundo donde el ser humano podría
soñar con ser algo más que capital variable sujeto a las oscilaciones
del mercado.
Fuente: http://rafaelnarbona.es/?p=302
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