domingo, 15 de diciembre de 2013

“Me avergüenzo de ser estadounidense”

Stephen King ha escrito cerca de 50 novelas y ha vendido más de 300 millones de ejemplares. El autor de Carrie (1973) y El resplandor (1979), el libro que Stanley Kubrick y Jack Nicholson convirtieron en una memorable película, es seguramente el escritor vivo más popular del mundo. Símbolo y metáfora de la cultura pop estadounidense y encarnación demócrata del sueño americano, King es, sin embargo, un tipo absolutamente humilde, un histrión tierno y simpático que tiende a minimizar su talento de escritor y que se toma el pelo a sí mismo sin parar, en un ejercicio que a veces parece sano y otras parece rozar el masoquismo.
Acaba de pasar por París por tercera vez en su vida para promocionar su última novela, Doctor Sueño (Plaza & Janés), que es una especie de secuela o pieza separada de El resplandor. Alojado en el lujoso hotel Bristol, ha paseado por la ciudad, ha dado una rueda de prensa masiva, ha hecho reír a miles de lectores en el inmenso teatro Rex, donde acababa de tocar Bob Dylan, y no ha parado de firmar ejemplares y de hacer amigos contando anécdotas y riéndose de su sombra. El autor de Misery ha contado que llevaba 35 años preguntándose qué habría sido del protagonista de Doctor Sueño, que no es otro que Danny Torrance, el niño que leía el pensamiento ajeno y que sobrevivía a duras penas a los ataques violentos de su padre alcohólico y abusador, Jack Torrance, en aquel hotel triste, solitario y final donde transcurría El resplandor.
Danny tiene ahora casi 40 años, le pega al trago como papá, acude a las sesiones de Alcohólicos Anónimos y cuida a ancianos que están a punto de morir. De ahí el título de una novela que es un compendio del potente universo de King: hay vampiros que comen niños para alimentarse, gente con poderes paranormales, tiroteos, rituales satánicos y sesiones de telepatía intensiva. No se pasa un miedo cerval como en El resplandor, pero es una muy legible novela de acción.
En un reciente artículo publicado en The New Yorker, Joshua Rothman ha explicado que King es el principal canal por donde fluyen todos los subgéneros de la mitad del siglo XX: ciencia ficción, terror, fantasía, ficción histórica, libros de superhéroes, fábulas posapocalípticas, western, que luego traslada a su pequeño reducto de Maine, el remoto Estado del noreste de EE UU donde vive, poblado por 1,2 millones de personas.
La prueba de su influjo en la cultura estadounidense son el cine y la televisión, que siguen rifándose sus historias. Aunque a los 65 años King sigue insistiendo en que lo que escribe no vale gran cosa, cuatro décadas de oficio y una legión de lectores en todo el mundo han acabado convenciendo a una parte de la crítica y a algunos compañeros de profesión de que su literatura pensada para entretener a la América rural pobre tiene más interés, sentido y calidad de la que él mismo cree.
En 2003, King ganó la Medalla de la National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, un año después de que lo hiciera Philip Roth. Aquel día, el escritor Walter Mosley destacó su “casi instintivo entendimiento de los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Y añadió: “Conoce el miedo, y no solo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido”.
Pero sobre todo lo demás, King es un personajazo. Fue hijo de madre soltera y pobre, mide casi dos metros, es desgarbado y muy flaco, tiene una cara enorme, habla por los codos, no para de decir tacos, se ha metido varias cosechas de “cerveza, cocaína y jarabe para la tos”, toca la guitarra en una banda de rock con amigos, tiene una mujer católica “llena de hermanos”, tres hijos, cuatro nietos, una cuenta llena de ceros, ha pedido al Gobierno que le cobre más impuestos de los que paga, adora a Obama, odia al Tea Party, hace campaña contra las armas de fuego y es una mina como entrevistado: rara vez se olvida de dejar un par de titulares por respuesta.
¿Así que no le gusta venir a Europa? Vine una vez a París con mi mujer en 1991, y otra a Venecia y a Viena en 1998 con mi hijo; esa vez pasamos una noche por París, pero fuimos a ver una película de David Cronenberg. En Europa paso vergüenza: no hablo otra lengua salvo el inglés, y no me gusta ir dándomelas de celebridad. Prefiero un perfil bajo. Yo vivo en Maine, en un pueblo pequeño donde soy uno más. Cuando vengo a París soy la novedad, nadie me ha visto antes; allí llevan viéndome toda la vida y les da igual; soy el vecino.
¿Y por qué tiende a infravalorarse? Lo contrario de eso sería llamarme Il Grande, que sería lo mismo que llamarme El Gran Gilipollas. No quiero ser eso. Quiero ser tratado como una persona normal. Los escritores tenemos que mirar a la sociedad, y no al revés. Si mis editores me dicen que venga a París, es porque quieren vender libros. En las ferias de América trabajan chicas como gancho: se ponen en las puertas de los locales de striptease y mueven un poco el culo para atraer a los clientes. Aquí yo soy el que mueve el culo. En casa estoy en mi sitio, en la silla justa, escribiendo. Es ahí donde debo estar.........................

Más información:  http://elpais.com/elpais/2013/12/12/eps/1386874484_127071.html


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