Greek Apollo mask |
Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra “persona”
proviene del latín persōna, cuyo significado es el de “máscara de
actor” o “personaje teatral”. Asimismo, el término deriva del etrusco
phersu y éste, a su vez, del griego πρόσωπον (léase “prósoopon”).
La etimología de este vocablo podría
sugerir que las personas son, por ejemplo, personajes que interactúan en
una vasta obra de teatro llamada vida, una gran representación de
principio y fin desconocidos en donde cada uno desempeña un papel para
el que nos dotamos de plena libertad a la hora de interpretarlo. A veces
jugamos a la despreocupación, a la apacible y mesurada dicha de la
rutina ordinaria, y nos colocamos una careta hecha a base de sonrisas y
ojos risueños prefabricados en la perfeccionista manufactura del día a
día. No es ningún tipo de hipocresía normalizada; es autodefensa, y
también el estilo interpretativo más extendido de esta corriente
teatral, que no se estudia en los colegios pero que todos aprehendemos
tarde o temprano.
La máscara que camufla nuestras
preocupaciones, nuestro pesar o nuestro tedio nos protege del ambiente
adverso en el que se desarrolla nuestra representación. Porque ¿a qué
histrión se le ocurriría acaso abandonar su actuación y mostrarse tal y
como es, arrojando la máscara al suelo y dejando de lado su trabajo para
con los demás? Sería una provocación que encendería el rechazo del
resto de artistas, que empezarían a preguntarse qué diantres hace un
aficionado como ése sobre el escenario. La existencia no está hecha para
quienes no saben desenvolverse en ella. En esta obra, en la que los
espectadores son también actores en una suerte de performance colaborativa,
cada uno debe aprenderse bien su papel si quiere cobrar protagonismo en
las próximas representaciones y no quedar relegado a un mero figurante
del que no puede exprimirse ni una sola gota de convicción.
Así, por las viejas tablas no paran de
circular persona[je]s: unos se muestran excelentes, otros son
sencillamente execrables, y algunos hacen su trabajo sin ovaciones pero
tampoco con tomatazos como respuesta. Se pasean ante nuestros ojos de
actor-espectador, pero no podemos estar seguros de por cuánto tiempo
declamarán con nosotros. ¿Será sólo un pequeño sketch? ¿A lo
mejor un acto? En el mejor de los casos puede ser una escena completa
(varias incluso) pero nunca todas en las que salgamos nosotros. Sin
embargo, no podemos hacernos estas preguntas durante la interpretación
porque, sino, ni la haremos tan bien como pretendemos ni la
disfrutaremos tanto, si es que puede llegarse a tal cosa. Y mucho menos
podemos pedirles que sigan en el escenario con nosotros cuando ya les
toca marcharse. Unas veces se van despacio, casi sin darnos cuenta,
esparciéndose entre los juegos de luces y sombras del decorado; otras,
con una música atronadora seguida de unos destellos terribles. En
algunas ocasiones, hasta se acuerdan de nosotros y nos dedican una
reverencia que nos da tiempo de aplaudir y corresponder.
La máscara nos es precisa, sí, pero
llegado el momento puede antojársenos insoportable, y entonces
necesitamos arrancárnosla antes de que se nos quede pegada y nos consuma
el rostro genuino. Cuando nos deshacemos temporalmente de ella, y no
suele ser a menudo, la mayoría de las veces consideramos hacerlo mejor
entre bastidores y sólo ante uno o dos intérpretes más (y nunca al mismo
tiempo), pero siempre ante uno mismo con un espejo de mano por delante.
Puede parecer un procedimiento infausto, pero es más significativo que
formar parte de un público que se niega a participar.
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