Vivimos en un periodo de auge de pseudociencias como
 la economía que afirman nuestra condición de seres egoístas y 
racionales como un juicio objetivo y contrastado sobre la naturaleza 
humana. Por esta razón, la economía de mercado es la forma óptima de 
maximizar nuestra felicidad, porque mediante la persecución de nuestro 
propio interés competimos entre nosotros y, de este modo, aumenta la 
producción de riqueza y, por ende, nuestro bienestar general. De hecho, 
como sostuvo Richard Dawkins en El gen egoísta, nuestra 
naturaleza es esencialmente egoísta e independiente de cualquier 
medición cultural o social que se ejerza sobre los humanos. Estamos 
predestinados al individualismo egoísta y quienes intenten refutar esa 
verdad científica fracasarán como los planificadores soviéticos.
 Por lo tanto, en este análisis de nuestras sociedades no hay espacio 
para la cultura, porque la cultura sólo puede existir como tal si es 
social y compartida. Como explicaba Wittgenstein, si un grupo de niños 
lanza una pelota a un desconocido con la esperanza de que la devuelva, 
éste sólo la devolverá si conoce el juego y es capaz de entenderlo, pero
 ese conocimiento sólo podrá existir mediante una cultura compartida. 
Probablemente, el homo economicus defendido por la economía 
neoclásica optaría por guardarse la pelota en el bolsillo y seguir 
andando para alcanzar el óptimo de Pareto, aunque puede que la decisión 
no fuese del todo racional si el grupo de niños se enfada ante tanta 
descortesía. Es más, si todos los niños fuesen homo economicus, es posible que ni el mismo juego existiese.
 Esto significa que si aceptamos el actual paradigma cientifista de las 
ciencias sociales, la cultura no diría nada sobre un ser humano que es 
esencialmente individualista y, además, la cultura no sería más que otro
 falso ídolo repleto de hipocresía. En todo caso, existiría la industria
 cultural, un sector de la economía que, movido por el lucro, está 
compuesto por culturetas que intentan maximizar la utilidad 
marginal de sus capacidades profesionales del mismo modo que lo hace 
cualquier otro proveedor de servicios. El arte como un elevado ideal que
 busca conmover mediante la expresión de emociones honestas sería una 
convención cursi pasada de moda. Antes se hacía caja empleando esa 
coartada intelectual, pero hoy en día nadie requiere de esa careta para 
esconder su afán de lucro, porque, simplemente, la avaricia ya no es 
obscena, es el motor de nuestra sociedad.
 El problema
 es que todas estas afirmaciones carecen de cualquier validez 
científica. Estas concepciones antropológicas no han sido sometidas a 
ninguna prueba de validación científica irrefutable y sólo expresan la 
ideología de quienes las sustentan. El colapso de la Unión Soviética no 
prueba que el ser humano sea egoísta, eso sería una falacia similar a 
argumentar que la derrota del Real Madrid ante el F.C. Barcelona 
demuestra que la independencia de Catalunya es inevitable.
 A pesar de que Greg Mankiw presenta su Principios de Economía
 como un conjunto de proposiciones positivas sobre el ser humano 
independientes de la moral, el hecho cierto es que Mankiw sostiene 
proposiciones normativas sobre cómo deben ser los humanos para 
transformarse en individuos ideales y abstractos. A día de hoy, no se 
conoce la existencia de ningún ser humano que sea un individuo atomizado
 sin familia, sin localidad de origen, sin idioma materno o sin cultura. 
 Sin embargo, para construir la veracidad de ese 
supuesto individuo racional, es necesario borrar cualquier huella que en
 él haya podido dejar la cultura. Por eso, la cultura debe ser 
desterrada del mundo académico y el mismo concepto de humanidades
 negado por acientífico. Mankiw y sus palanganeros no están describiendo
 ninguna realidad empírica, están construyendo socialmente un nuevo 
hombre totalmente libre de cualquier atadura contingente impuesta por la
 historia o la comunidad. Un nuevo hombre que tiene su antecesor en el 
superhombre de Nietzsche y, como él, será capaz de comprarse su propia 
moral, su propia cultura, su propio idioma y su propia familia en el 
mundo repleto de libertad de elección que le espera.
 
No obstante, el proyecto es irreal, porque uno es libre de cambiar de 
peinado, de gustos, de amigos e incluso de ideología, pero no podemos 
cambiar quiénes fueron nuestros abuelos y qué hicieron. Eso sí, podemos 
intentar que nadie sepa quiénes fueron nuestros abuelos y nadie se 
interrogue sobre cómo se construyó socialmente la diferencia entre 
superhombres y el resto de mortales. Ah, esos anhelos también son 
manifestación de una cultura política: el elitismo, que es esencialmente
 antidemocrático. Por lo tanto, cuando leamos que tenemos un problema 
con la selección de nuestras élites, debería ser pertinente preguntarnos
 si el problema no será más bien que tenemos élites.

 
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