Los recientes artículos racistas [1] e islamófobos [2]
que han llamado la atención de muchos ciudadanos surgidos del
continente africano y les han devuelto a su origen y a la historia de la
esclavitud y de la colonización conllevan varios factores. Por una
parte, estos actos demuestran que las mentalidades se han liberado del
lastre de la igualdad que para ellas era demasiado anacrónico, demasiado
arduo de respetar aunque en su opinión les había sido impuesto por el
desarrollo de políticas orientadas por los derechos humanos, incluidas
la no discriminación y el respeto de la dignidad humana. Estas políticas
no lograron acabar con la sinrazón racista, ni siquiera después de las
independencias africanas, simplemente permitieron ocultar el racismo
basado en el esencialismo biológico y centrar la atención en el
esencialismo cultural. Este desplazamiento conceptual reforzó el
neorracismo confiriéndole visibilidad frente a las herramientas de la
lucha antirracista adaptadas al racismo universalista y no al racismo
diferencialista.
Y, evidentemente, ello no permitió distanciarse de
la creencia en una “civilización superior”, ya que para muchas personas,
entre ellas las elites políticas e intelectuales, Occidente conserva la
aureola que blande desde la Ilustración y que justifica en sí misma la
idea de la supremacía de un pensamiento “blanco”.
Por otra parte,
esto se produjo sin contar con los estragos de la globalización. Si
bien en las décadas de 1970 y 1980 se reivindicaba abiertamente el papel
del Estado como regulador de las relaciones sociales, la ofensiva
ideológica y política del capitalismo globalizado erosionó profundamente
este papel. La consecuencia de esta ofensiva es un auténtico retroceso
de las funciones del Estado en el plano del ejercicio tradicional de sus
competencias ya que los poderes públicos se contentan con regular
jurídicamente tanto las privatizaciones como la venta de bienes públicos
a las transnacionales y con gestionar las “reestructuraciones”, los
despidos y las deslocalizaciones resultantes de ello.
De hecho,
el Estado como factor político y social de regulación ha perdido tanto
su papel de redistribuidor de riqueza por medio de la política fiscal
como el de establecer políticas referentes al empleo, la educación, la
sanidad, la cultura... En una palabra, el Estado se ha reducido a su
papel del guardián de los intereses privados. El poder político, sumido
en una profunda crisis de credibilidad y de legitimidad, se convierte en
el factor que transmite “los valores” del capitalismo. Las consignas
que le acompañan (competitividad, recompensa del mérito, responsabilidad
individual, igualdad de oportunidades, buena gobernanza, miedo al otro
teniendo en mente la fabricación de un enemigo interno) se han
convertido en la orientación principal de las políticas estatales con el
objetivo de acaparar la riqueza a beneficio de una minoría. Por
consiguiente, el sistema expone a la vindicta popular a todas las
personas que considera que sobran: demasiados emigrantes, demasiados
gitanos, demasiados Chabanis**, demasiados musulmanes, demasiadas
mujeres violadas, demasiados parados, demasiados enfermos, demasiados
pobres, demasiadas personas sin hogar, demasiadas personas sin papeles …
Esta lista puede alargarse ad libitum.
El resultado es
inapelable: se trata a los hombres y a las mujeres como un recurso
explotable que se puede seleccionar, evaluar y eliminar, y al mismo
tiempo como una mercancía que se puede desechar o remplazar. La forma de
gestión que conlleva el sistema capitalista liberal no deja de recordar
la manera como eran tratados los seres humanos bajo la esclavitud o la
colonización.
Desde las acusaciones larvadas en palabras
estigmatizadoras, el endurecimiento acerca de la fantasiosa idea de una
Francia compuesta de personas originarias***, la única capaz de salvar a
esta Francia, hasta las agresiones físicas marcadas por la islamofobia y
por palabras indecentes arrojadas a la cara de ciudadanos franceses,
incluidos aquellos que tienen funciones ministeriales, las elites
políticas e intelectuales han autorizado, marcando la pauta, la
liberación de la sinrazón racista y esta vuelta al racismo biológico.
Se
hace indispensable que estas elites dejen de favorecer la permanencia
de la colonialidad tanto en las relaciones sociales y en las
instituciones como en las relaciones internacionales para promover unas
políticas que permitan que exista “el actuar en común, iguales y
diferentes. [3]”
En
definitiva, 50 años después de las independencias se puede decir que si
bien ya no existe el colonialismo bajo sus formas directas y brutales,
la colonialidad nunca ha desaparecido de las mentes y particularmente de
quienes domina y organizan el mundo en función de sus intereses.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=176871
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