viernes, 15 de noviembre de 2013

El mal se inscribe en la ausencia de pensamiento

Los recientes artículos racistas [1] e islamófobos [2] que han llamado la atención de muchos ciudadanos surgidos del continente africano y les han devuelto a su origen y a la historia de la esclavitud y de la colonización conllevan varios factores. Por una parte, estos actos demuestran que las mentalidades se han liberado del lastre de la igualdad que para ellas era demasiado anacrónico, demasiado arduo de respetar aunque en su opinión les había sido impuesto por el desarrollo de políticas orientadas por los derechos humanos, incluidas la no discriminación y el respeto de la dignidad humana. Estas políticas no lograron acabar con la sinrazón racista, ni siquiera después de las independencias africanas, simplemente permitieron ocultar el racismo basado en el esencialismo biológico y centrar la atención en el esencialismo cultural. Este desplazamiento conceptual reforzó el neorracismo confiriéndole visibilidad frente a las herramientas de la lucha antirracista adaptadas al racismo universalista y no al racismo diferencialista.
 
Y, evidentemente, ello no permitió distanciarse de la creencia en una “civilización superior”, ya que para muchas personas, entre ellas las elites políticas e intelectuales, Occidente conserva la aureola que blande desde la Ilustración y que justifica en sí misma la idea de la supremacía de un pensamiento “blanco”.

Por otra parte, esto se produjo sin contar con los estragos de la globalización. Si bien en las décadas de 1970 y 1980 se reivindicaba abiertamente el papel del Estado como regulador de las relaciones sociales, la ofensiva ideológica y política del capitalismo globalizado erosionó profundamente este papel. La consecuencia de esta ofensiva es un auténtico retroceso de las funciones del Estado en el plano del ejercicio tradicional de sus competencias ya que los poderes públicos se contentan con regular jurídicamente tanto las privatizaciones como la venta de bienes públicos a las transnacionales y con gestionar las “reestructuraciones”, los despidos y las deslocalizaciones resultantes de ello.

De hecho, el Estado como factor político y social de regulación ha perdido tanto su papel de redistribuidor de riqueza por medio de la política fiscal como el de establecer políticas referentes al empleo, la educación, la sanidad, la cultura... En una palabra, el Estado se ha reducido a su papel del guardián de los intereses privados. El poder político, sumido en una profunda crisis de credibilidad y de legitimidad, se convierte en el factor que transmite “los valores” del capitalismo. Las consignas que le acompañan (competitividad, recompensa del mérito, responsabilidad individual, igualdad de oportunidades, buena gobernanza, miedo al otro teniendo en mente la fabricación de un enemigo interno) se han convertido en la orientación principal de las políticas estatales con el objetivo de acaparar la riqueza a beneficio de una minoría. Por consiguiente, el sistema expone a la vindicta popular a todas las personas que considera que sobran: demasiados emigrantes, demasiados gitanos, demasiados Chabanis**, demasiados musulmanes, demasiadas mujeres violadas, demasiados parados, demasiados enfermos, demasiados pobres, demasiadas personas sin hogar, demasiadas personas sin papeles … Esta lista puede alargarse ad libitum.

El resultado es inapelable: se trata a los hombres y a las mujeres como un recurso explotable que se puede seleccionar, evaluar y eliminar, y al mismo tiempo como una mercancía que se puede desechar o remplazar. La forma de gestión que conlleva el sistema capitalista liberal no deja de recordar la manera como eran tratados los seres humanos bajo la esclavitud o la colonización.

Desde las acusaciones larvadas en palabras estigmatizadoras, el endurecimiento acerca de la fantasiosa idea de una Francia compuesta de personas originarias***, la única capaz de salvar a esta Francia, hasta las agresiones físicas marcadas por la islamofobia y por palabras indecentes arrojadas a la cara de ciudadanos franceses, incluidos aquellos que tienen funciones ministeriales, las elites políticas e intelectuales han autorizado, marcando la pauta, la liberación de la sinrazón racista y esta vuelta al racismo biológico.

Se hace indispensable que estas elites dejen de favorecer la permanencia de la colonialidad tanto en las relaciones sociales y en las instituciones como en las relaciones internacionales para promover unas políticas que permitan que exista “el actuar en común, iguales y diferentes. [3]”

En definitiva, 50 años después de las independencias se puede decir que si bien ya no existe el colonialismo bajo sus formas directas y brutales, la colonialidad nunca ha desaparecido de las mentes y particularmente de quienes domina y organizan el mundo en función de sus intereses.

Fuente:  http://www.rebelion.org/noticia.php?id=176871

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