Si bien nos
congratularnos de los innegables avances de la condición femenina en los
últimos 50 años, y militamos por la paridad en política y por el
reparto de las tareas domésticas, seguimos determinadas por una visión
masculina del mundo que establece la diferencia entre los sexos.
Justamente es esa dominación masculina, a la que la historia ha querido
conferir un carácter natural, un arbitraje cultural y una construcción
sociológica, la que la familia, el Estado y la escuela se empeñan hoy en
reproducir. Le hemos pedido al sociólogo Pierre Bourdieu (La dominación
mascuina. Anagrama, 1999) declinar e ilustrar su teoría a partir de
algunos personajes (la directora ejecutiva, la secretaria, la
enfermera), y del análisis de un objeto emblemático: la falda.
A menudo
se dice que una mujer que obtiene un cargo de importancia tiene que
ofrecer mayores pruebas de excelencia que un hombre, como si debiera
compensar con mil cualidades algún defecto.
En efecto,
las mujeres que acceden a cargos de poder son “sobre-seleccionadas”, se
le piden más distinciones profesionales a una mujer que a un hombre para
un cargo de dirección ejecutiva. También se les da mayores prestaciones
sociales al inicio para no tener que acumular las desventajas. Así,
casi necesariamente, ellas están más calificadas que los hombres que
ocupan puestos similares, y su origen es más burgués. Lo mismo sucede
con los ministros. Esto no deja además de plantear problemas en el
debate sobre la paridad en política, pues se corre el riesgo de
remplazar a hombres burgueses por mujeres todavía más burguesas. No se
hace lo necesario para que esto cambie realmente: por ejemplo, un
trabajo sistemático, sobre todo en las escuelas, para dotar a las
mujeres de instrumentos de acceso a la palabra pública, a los puestos de
mando. Sin ello, tendremos los mismos dirigentes políticos con sólo una
diferencia de género.
Para
hablar de la mujer ejecutiva, ¿cuáles son las estrategias, a menudo
inconscientes, que se utilizan para negarle legitimidad a su ejercicio
del poder?
Se trata de
mil pequeños detalles, basados todos en el postulado de que una mujer en
el poder, una mujer que da órdenes, no es algo evidente, no es algo
“natural”. En la definición de una profesión hay también todo aquello
ligado a la persona que la ejerce. Si está hecha para un hombre con
bigotes y llega a ejercerla una jovencita con minifalda, pues ¡no está
bien! Siempre faltará el bigote, la voz grave y sonora que conviene a
una persona con autoridad: “¡Hable más fuerte, no se le oye!”, ¿qué
mujer no ha padecido esta exclamación en una reunión de trabajo? La
definición tácita de la mayoría de los puestos de dirección supone una
forma de levantar la cabeza, de modular la voz, seguridad, desenfado, el
“hablar para no decir nada”, y si ella habla con más intensidad de la
cuenta, con seriedad o ansiedad, pues eso resulta inquietante. Sin
analizarlo siempre, las mujeres resienten todo esto, a menudo en sus
cuerpos, como una forma de estrés, tensión, sufrimiento, depresión…
Y obviamente una mujer con fuertes responsabilidades profesionales deberá sacrificar alguna otra cosa…
Cierto
feminismo ha concentrado sus críticas en el espacio doméstico, como si
el hecho de que un marido lave los trastes bastara para suprimir la
dominación masculina. Muchos fenómenos sólo se comprenden si ponemos en
relación lo que sucede en el espacio doméstico y lo que se da en el
espacio público. Se dice que las mujeres cumplen con dos jornadas de
trabajo. Esa es la manera sencilla de explicar el problema. En realidad
se trata de algo más complicado. En el estado actual de las cosas, la
mayoría de las conquistas femeninas en el espacio doméstico deben
pagarse con sacrificios en el espacio público, en la profesión, en el
trabajo, y al revés. Si hacemos economía del análisis de esta
articulación entre los dos espacios, nos condenamos a sólo tener
reivindicaciones parciales, las cuales pueden conducir a medidas en
apariencia revolucionarias y que en realidad son conservadoras. Todos
los movimientos de dominados –la descolonización, los movimientos
sociales– a menudo han obtenido así beneficios, pero con efectos
perversos.
Al otro
extremo de la mujer ejecutiva, que ejerce un “oficio de hombre”,
hablemos de la enfermera. ¿Por qué y cómo se trata de un “oficio de
mujer”?
Su pregunta
me remite a la reflexión, espléndidamente tautológica, de una
adolescente a la que una vez yo interrogaba: “¡Hoy en día no hay muchas
mujeres que hagan oficios de hombres!” Los oficios de mujer se ajustan,
por definición, a la idea que se tiene de ella, son los menos “oficios”
de todos los oficios. Y es que los oficios verdaderos son oficios de
hombre. Un oficio de mujer es un oficio femenino, es decir, subordinado,
a menudo mal remunerado; y es finalmente una actividad donde
supuestamente debe la mujer expresar sus disposiciones “naturales” o
consideradas tales.
En
estadísticas que en Estados Unidos clasificaban las profesiones de
acuerdo con el grado de feminización, la de enfermera ocupaba un primer
lugar de la lista (la enfermera de niños estaría todavía más arriba). En
efecto, ella satisface todos los requisitos: los cuidados, la atención,
la entrega, la abnegación, etcétera. Es el oficio de mujer por
excelencia. Sobre todo porque se ejerce en un medio extremadamente
masculino. Los hospitales, sobre todo en Francia, están todavía
dominados por una visión militar del mundo, un mundo muy jerarquizado…
La visita del “patrón” es un ritual en el que se despliega esta
jerarquía. Exactamente como un general que revisa sus tropas. El patrón
es este personaje central, total, rodeado de mujeres, como conviene a
las leyes de la distinción social.
¿Es lo mismo ser femenina para una mujer ejecutiva que para una secretaria?
No, para
nada. Los límites están ligados a la función. La directora ejecutiva
debe ser mucho menos femenina que la secretaria, o más bien, debe serlo
de manera muy distinta. Femenina, pero no demasiado, debe afirmar su
autoridad conservando su feminidad, sometiéndose por ejemplo a las
obligaciones de vestimenta a las que también los hombres se someten
(cortes rígidos, colores sobrios), pero con una ligera sospecha de los
detalles femeninos (la falda, el maquillaje tenue, la joya discreta,
etcétera). Y como la sumisión se inscribe de modo muy profundo en el rol
femenino, particularmente en lo sexual, la sumisión profesional que se
le exige a la secretaria no plantea ningún problema. A menudo ésta se
acompaña incluso de una sumisión inconsciente más completa, de la espera
de una relación casi amorosa (o maternal).
¿Pierre Bourdieu, para qué sirve la falda?
Es difícil
comportarse correctamente cuando se lleva una falda. Si usted es un
hombre, imagínese en una falda, más bien corta, y trate de ponerse en
cuclillas, de levantar un objeto del piso, sin moverse de la silla y sin
abrir las piernas… La falda es un corsé invisible que impone en los
modales una atención y una retención, una manera de sentarse, de
caminar. Tiene finalmente la misma función que la sotana. Llevar una
sotana es algo que realmente transforma la vida, y no sólo porque uno se
vuelve cura a los ojos de los demás. Se te recuerda constantemente tu
estatus con ese trozo de tela que interfiere entre tus piernas, y que
para colmo es una interferencia de tipo femenino. ¡No puedes correr!
Todavía veo a los curas de mi infancia levantándose las faldas para
jugar a la pelota vasca.
La falda es
una suerte de recordatorio. La mayoría de los dictados culturales sirven
para recordar el sistema de oposición (masculino/femenino,
derecha/izquierda, alto/bajo, duro/blando..) en que se funda el orden
social. Oposiciones arbitrarias que terminan por prescindir de
justificativos y que se registran como diferencias de naturaleza. Por
ejemplo, en el “Coge el cuchillo con la mano derecha” se transmite toda
una moral de la virilidad, y en esa oposición entre la derecha y la
izquierda, la derecha es “naturalmente” el lado de la virtus como virtud del hombre (vir).
¿La falda es también un taparrabo?
Sí, pero eso
es secundario. El control es mucho más profundo y más sutil. La falda
muestra más que un pantalón, y es difícil de llevar justamente por lo
que puede llegar a mostrar. He ahí toda la contradicción de la
expectativa social respecto de las mujeres: deben ser seductoras y
moderadas, visibles e invisibles (o en otro registro, eficaces y
discretas). Hemos hablado mucho de este tema, de los juegos de
seducción, del erotismo, de toda la ambigüedad de lo exhibido y lo
oculto. La falda encarna muy bien todo eso. Un short es algo mucho más
sencillo: oculta lo que oculta y muestra lo que muestra. La falda corre
siempre el riesgo de mostrar más de lo que muestra. ¡Hubo una época en
que bastaba vislumbrar un tobillo!…
Usted
menciona a una mujer que dice: “Mi madre jamás me dijo que no abriera
las piernas”; y sin embargo, ya ella sabía que “para una joven” no era
conveniente hacerlo. ¿De qué manera se reproducen las disposiciones
corporales?
Las
conminaciones en materia de buena conducta son particularmente poderosas
porque se dirigen en primer lugar al cuerpo sin pasar necesariamente
por el lenguaje o por la conciencia. Las mujeres saben sin saberlo que
al adoptar tal o cual comportamiento, tal o cual vestimenta, se exponen a
ser percibidas de tal o cual manera. Hoy, el gran problema de las
relaciones entre los sexos es que existen contrasentidos, en particular
de parte de los hombres, sobre lo que significa la vestimenta femenina.
Muchos de
los estudios consagrados a asuntos de violación han mostrado que los
hombres ven como provocaciones actitudes que de hecho están conformes a
una moda en la vestimenta. Muy a menudo las mujeres mismas condenan a
las mujeres violadas con el pretexto de que ellas “se lo buscaron”.
Añádase a eso la parte judicial, la mirada de los policías, y luego la
de los jueces, muy a menudo hombres… Se entiende que las mujeres vacilen
en levantar una demanda por violación o por acoso sexual…
¿Ser mujer es entonces ser percibida? ¿La mirada masculina hace a la mujer?
Todo el
mundo se somete a miradas, pero esto con mayor o menor intensidad según
las posiciones sociales y sobre todo según los sexos. En efecto, una
mujer está más expuesta a existir a través de la mirada ajena. Por eso
la crisis de adolescencia, que tiene que ver justamente con la imagen de
sí que se brinda a los demás, es a menudo más aguda en las jóvenes. Lo
que se describe como coquetería femenina (¡el adjetivo está de más!), es
la manera de comportarse cuando se está siempre en peligro de ser
percibido.
Pienso en el
trabajo notable de una feminista estadunidense a propósito de los
cambios en la relación con el cuerpo que produce la práctica deportiva y
en particular la gimnasia. Las deportistas se descubren otro cuerpo, un
cuerpo para estar bien, para moverse, y no ya para la mirada de los
demás, y en particular la de los hombres. Pero en la medida en que se
liberan de la mirada, se exponen a ser vistas como masculinas. Es el
caso también de mujeres intelectuales a las que se reprocha no ser lo
suficientemente femeninas. El movimiento feminista ha transformado un
poco esta situación al reivindicar el look natural, que como el black is beautiful,
consiste en poner de cabeza la imagen dominante. Esto se percibe por
supuesto como una agresión y suscita sarcasmos del tipo “las feministas
son feas, todas son gordas”…
Habrá que
pensar que en aspectos tan esenciales como la relación de las mujeres
con sus cuerpos, el movimiento feminista no ha triunfado…
Porque no ha
llevado el análisis lo suficientemente lejos. No ha medido bien el
ascetismo y las disciplinas que impone a las mujeres esta visión
masculina del mundo por la cual navegamos todos y a la que no cuestionan
lo suficiente los señalamientos generales al “patriarcado”. En La distinción mostré
que las mujeres de la pequeña burguesía , sobre todo cuando pertenecen a
las profesiones de “representación”, invierten mucho tiempo y dinero en
cuidados corporales. Estos estudios muestran que las mujeres están, por
lo general, muy poco satisfechas con sus cuerpos. Cuando se les
pregunta qué partes les gustan menos, son siempre aquellas que les
parecen demasiado “grandes” o demasiado “gordas”; los hombres, por el
contrario, se muestran insatisfechos con las partes de su cuerpo que
consideran demasiado “pequeñas”. Y es que todo mundo da por sentado que
lo masculino es grande y lo femenino pequeño y delicado. Si a esto
añadimos los cánones, cada vez más estrictos, de la moda y de las
dietas, comprenderemos entonces cómo el espejo y la báscula han
substituido, para las mujeres, al altar y al reclinatorio.