El relato del mundo sigue dominado por la generación que pilotó el mundo después de 1968
Brilló 1968 y se
apagó para siempre la luz de la revolución. O por lo menos eso creyeron
algunos. Los setenta aún vivieron de sus reflejos, por los menos en
países como España e Italia, y los ochenta fueron un largo túnel
sombrío. Se impuso el “no hay alternativa”, coreado a dos voces: por un
lado, la de los profetas del capitalismo global. Pero por otro lado,
también, la de los sesentayochistas que, integrados en los poderes
político, mediático e intelectual, hicieron de su gestión
socialdemócrata de ese mismo capitalismo el único resultado posible de
su revolución. Ellos habían hecho la revolución. A nosotros, a los que
veníamos después, nos tocaba resignarnos con una vida dedicada a
consumir, a comunicarnos y a triunfar, quien pudiera, sin que quedara ya
ningún margen para cuestionar la realidad y transformar la vida. Nos
ofrecían las prisiones de lo posible, con sus escaparates y sus vidas a
la carta. Un mundo solo. Un pensamiento único. Y una idea de la
revolución como algo ya pasado. Es lo que compartían, a pesar del
simulacro de antagonismo, neoliberales y socialdemócratas.
Han pasado los años, muchos años si los contamos en tiempo de vida y
en saltos generacionales.
Ahora tenemos un mundo en crisis, expuesto a
sus propios límites, planetarios y sistémicos. Parece que ese mundo se
ha devorado a sí mismo y nos está triturando la vida con su voracidad
depredadora. Del triunfo del capitalismo global a la catástrofe
planetaria. Pero este relato sigue siendo demasiado simple. Muy
pensamiento único. Y deudor, aún, de una narración en la que los únicos
protagonistas siguen siendo ellos, la generación que pilotó el mundo
después de 1968.
¿Qué ha pasado mientras tanto? Lo que ha pasado es que en los
márgenes de este mundo único la mala hierba ha seguido creciendo y
esparciendo sus semillas de insumisión. No había alternativa al Estado,
decían, hasta que en 1994, en la Selva Lacandona de México, el zapatismo
nos enseñó otra forma de entender el territorio y de practicar la
comunidad. No había alternativa al capitalismo global y sus organismos
transnacionales (FMI, Banco Mundial…), hasta que entre 1999 y 2002 el
movimiento antiglobalización ensayó otras formas de pensar juntos el
mundo. No había alternativa a la propiedad privada, pero el movimiento
de okupación abría espacios de vida en pueblos y ciudades donde
desprivatizar las relaciones y la sociabilidad. No había alternativa a
la guerra, si deseábamos seguridad, pero el Movimiento contra la Guerra
recordó al mundo que los muertos son siempre nuestros mientras los
beneficios de la industria bélica siguen siendo de ellos. No había
alternativa a la competitividad, pero a principios de los años 2000 el
cooperativismo y la economía social rebrotaban en muchas de nuestras
sociedades. No había alternativa a la corrupción y el 15-M dijo: “No nos
representan”. No había alternativa al mapa de las naciones existentes,
pero los deseos de democracia radical lo ponen hoy en cuestión, no solo
en Cataluña. No había alternativa al patriarcado (con divorcio,
conciliación y sexo libre), pero el feminismo no ha dejado de mutar y de
crecer, recordándonos que las conquistas aparentes no siempre son un
buen punto final.
Henri Cartier-Bresson
Y así hemos seguido, a lo largo de más de 20 años, tejiendo infinitas
revoluciones cotidianas, pequeñas y globales al mismo tiempo, creciendo
y aprendiendo con ellas. No les hemos puesto una sola fecha, sino que
acumulamos muchas, porque quizá el gran cambio respecto a las
revoluciones anteriores es que ya hemos aprendido que las
transformaciones radicales no tienen principio ni final. No se cuentan
como los cuentos, sino que se despliegan como la vida, con altos y
bajos.
Henri Cartier-Bresson
Después de décadas creciendo en los márgenes, bajo el desprecio o el
reproche de muchos de los sesentayochistas en el poder, percibo ahora
cierto interés público por conectar las revueltas de entonces con las de
los noventa hasta hoy. Hay continuidades claras: el rechazo a los
dirigentes y a la toma del poder, la relación entre lo personal y lo
político, el alejamiento respecto a las formas de organización clásicas
(partidos y sindicatos), la geografía abierta de las luchas, que saltan
de ciudad en ciudad a través de las prácticas, la importancia de los
aprendizajes… Pero que las continuidades no nos lleven a repetir la
tentación de su final. Las revoluciones no tienen padres ni patrones.
Que nadie nos escriba un nuevo fin de la historia, porque lo que está en
juego en cada revolución es que los que nos sucedan puedan seguir
escribiendo sus propias historias inacabadas.
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