Robert K. Merton, uno de los más importantes sociólogos de la ciencia, 
escribió en 1940 una serie de trabajos en los que argumentaba que la 
ciencia era incompatible con los regímenes fascistas. Estudios más 
recientes han revisado sus puntos de vista y permiten repensar, desde 
nuevos parámetros, la relación entre el fascismo, la ciencia y la 
tecnología. Los nuevos estudios históricos ofrecen conclusiones 
incómodas para pensar la biotecnología en el presente.
 Como norteamericano, Robert K. Merton había podido conocer a muchos 
exiliados científicos europeos, obligados a dejar sus países de origen 
por las políticas de exterminio contra judíos, minorías étnicas y 
disidentes políticos. La llegada de los exiliados fue decisiva para el 
gran desarrollo de la ciencia en Estados Unidos. Por eso, Merton 
afirmaba que uno de los ingredientes fundamentales para el desarrollo de
 la ciencia era un sistema político que garantizara la libertad de 
expresión, la libre discusión de ideas y el acceso meritocrático a la 
investigación científica. Muchas investigaciones posteriores han 
señalado las consecuencias del exilio en la ciencia alemana o, más en 
general, las consecuencias negativas de las divisiones políticas en la 
comunidad científica. El exilio científico republicano y la represión de
 la comunidad científica tras el golpe de estado franquista son también 
ejemplos sobradamente conocidos. Son innumerables los ejemplos del 
"atroz desmoche" de la ciencia española, como lo calificó Pedro Laín 
Entralgo que, como intelectual destacado del régimen franquista, sabía 
muy bien de lo que estaba hablando cuando trató de descargar su 
conciencia. Basta recordar las biografías de Joan Bautista Peset 
Aleixandre, fusilado en 1941 en Paterna (València), o la de Enrique 
Moles, encarcelado y apartado de toda posibilidad de trabajar en 
ciencia, después de haber sido el más importante químico de su 
generación. La creación del CSIC en 1939, en oposición a los principios 
de la Junta de Ampliación de Estudios, bajo el control de científicos 
franquistas, con una fuerte presencia del Opus Dei, es otro ejemplo 
también suficientemente conocido. Aunque hubo diferencias notables según
 disciplinas, basta contrastar las contribuciones científicas españolas 
de los años cuarenta y cincuenta con las de las décadas anteriores para 
tener constancia de las consecuencias. Si en 1939 hubo depuración y 
escarnio de la comunidad científica, para reemplazarla por afectos al 
régimen, en 1979 se optó por la continuidad y el olvido. Todo ello 
explica muchas situaciones actuales.
Los trabajos más recientes sobre ciencia y fascismo permiten pensar 
esta cuestión desde nuevos parámetros y apuntan que las consecuencias 
fueron mucho más allá de exilios, genocidios y guerras, para instalarse 
en los contenidos mismos de la ciencia, y adquirir así una invisibilidad
 que otorgó mayor capacidad para resistir al paso del tiempo. Un libro 
reciente que apunta en esta dirección es el publicado por Tiago Saraiva.
 Fue presentado en
 los seminarios del Instituto de Historia de la Medicina y de la Ciencia “López Piñero” y puede verse en este enlace: [
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Los cerdos fascistas estudiados por Tiago Saraiva tenían mucha más 
grasa que los convencionales y podían ser alimentados mediante piensos 
elaborados con patatas, un cultivo que también se mejoró y expandió en 
esos años. Los cerdos fascistas fueron el resultado de políticas de 
mejora genética de plantas y animales, con el objetivo de conseguir la 
autarquía alimentaria de los estados fascistas europeos de los años 
treinta del siglo XX. Fueron resultado del encuentro entre los programas
 de autosuficiencia y expansión imperial de los partidos fascistas y 
diversos proyectos científicos aplicados a la agricultura y a la 
alimentación de la primera mitad del siglo XX. En este sentido, y junto 
con otros historiadores, Tiago Saraiva entiende el fascismo como una 
modernidad alternativa, como el resultado de impulsos totalitarios 
dentro del programa ilustrado, desarrollados a principios del siglo XX 
mediante el recurso a la ciencia. Las cámaras de gas, los programas de 
eugenesia, los experimentos con seres humanos, las nuevas armas de 
guerra, etc. no hubieran sido posible sin la necesaria colaboración de 
un grupo amplio de la comunidad científica y médica. Pero según Saraiva 
también hubo toda otra serie de programas científicos, mucho menos 
visibles, que también estuvieron en consonancia con las ideologías 
fascistas. Considera que las nuevas semillas de trigo o patata, o las 
nuevas razas de cerdo y ovejas, que fueron introducidas en esos años, 
pueden considerarse como organismos tecnocientíficos que materializaban y
 legitimaban las políticas autoritarias de los estados autárquicos 
imaginados por los regímenes fascistas de Italia y Alemania.
 Christophe Bonneuil ha empleado también esta perspectiva para referirse a las nuevas semillas producto del “
modernismo genético”
 del primer tercio del siglo XX. Se trataba de crear cultivos 
genéticamente homogéneos en torno a semillas que eran, al mismo tiempo, 
objetos de investigación científica, productos de consumo y objetivos 
políticos soñados por los estados totalitarios. Una nueva conexión 
biopolítica se estableció entre los estados fascistas y las nuevas 
semillas. Las nuevas variedades de plantas y animales se transformaron 
en herramientas para desarrollar las políticas de control de los estados
 totalitarios en el terreno de la agricultura y de la alimentación, al 
mismo tiempo que también sirvieron para desarrollar las políticas de 
expansión imperial en los países conquistados en el Este de Europa y en 
las colonias africanas. Al mismo tiempo, las políticas fascistas 
sirvieron para favorecer una especie de “fitoeugenesia”, es decir, la 
generalización de variedades consideradas superiores, y la aniquilación 
de plantas y animales vistos como obsoletos, inferiores o incapacitados 
para sobrevivir en la nueva sociedad imaginada por el fascismo. De este 
modo, argumenta Saraiva, al poner el foco en estos organismos 
tecnocientíficos, se puede ofrecer una nueva visión acerca de la 
naturaleza del fascismo y del papel de la ciencia en su desarrollo y su 
legitimación. Con gran pericia historiográfica y manejo de fuentes muy 
diversas, Tiago Saraiva ha dejado un libro incómodo, plagado de ideas 
para pensar el fascismo, la ciencia y los problemas del presente, 
particularmente en el terreno de la biotecnología. Sus investigaciones 
se centran en Italia, Alemania y Portugal, pero podrían también 
aplicarse a los primeros años del franquismo, cuando también hubo un 
programa totalitario de reforma de la agricultura, con la extensión de 
nuevas variedades de patata, gracias a las investigaciones de ingenieros
 agrónomos como José María Díaz de Mendivil. También hubo una “batalla 
del trigo”, que imitaba a la famosa campaña del fascismo italiano, y la 
aclimatación de nuevas variedades de animales, con una cierta visión 
imperial en la explotación de los recursos de las colonias africanas. 
Toda este proyecto de modernidad reaccionaria del primer franquismo, con
 fuerte base científicotecnológica, se complementó con una más conocida 
intervención en las cuencas hidrológicas con la modificación de ríos y 
la construcción de pantanos.
 

 Esta cuestión ha sido también recientemente investigada en otro magnífico libro por el historiador británico 
Erik Swyngedouw,
 que ha investigado los “sueños húmedos” del Caudillo, conocido como 
“Paco el Rana” por sus conocidas apariciones en el NODO mientras 
inauguraba pantanos. Todos estos ejemplos ponen en cuestión la idea de 
que no hubo ciencia en los estados fascistas, como le hubiera gustado a 
Robert K. Merton en 1942. Si así fuera, si los sueños de la modernidad 
no produjeran monstruos, se podría dormir plácidamente confiando en los 
progresos de la biotecnología, sin temor a despertar en compañía de 
dinosaurios.
Fuente: 
https://www.investigacionyciencia.es/blogs/ciencia-y-sociedad/90/posts/cerdos-fascistas-16425
 
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