martes, 13 de agosto de 2013
Olor de Santidad
Alguien me dio un empujón fatal. Comencé a deslizarme con una velocidad vertiginosa por un tobogán vertiginoso. Acelerado matemáticamente. Interplanetariamente. Tendido en los 45º, con la sensación de haberme convertido en uno de esos tornillos que sueltan las estrellas y que se precipitan a un millón de vueltas por segundo. Todo vorágine, vueltas, siseos, gritos, flechazos, estómago en garganta, hurras de muchedumbre, gloria, suspensión, temor, frío.
¡Que me estrello!¡Que me estrello!
Pero nunca llegaba al final de mi caída.
Cada vez me sentía más desenfrenado tobogán dentro del tobogán.
Vueltas de peonza de enésima magnitud.
Descenso de columna de termómetro.
Frío de millones de estrellas perforando la punta de mi nariz.
La gravitación era tan exagerada que me eché a reír.
-¡Hala! ¡Hala!- gritaba la muchedumbre por momentos más enfurecida
Los siglos se hacían segundos en aquel tobogán rayado como un máuser
Cuando ya desesperaba de encontrar reposo, prodújose una terrible explosión como cuando estalla el planeta Saturno en un tranvía lleno de gente.
Sentí de pronto una languidez ecuatorial. Un manto de armiño puesto amorosamente sobre mis hombros. Un sosegarse de todas mis vísceras hasta entonces con los pelos de punta. Una somnolencia. Una mano o un ala que se posaba en mi frente. Y una voz eterna que decía: "Ya puedes morir"
Y sentí la entrada de la muerte, de mi muerte, que era como la primera sonrisa de un niño
Escritos de Luis Buñuel
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