Seguir los pasos de los mineros bolivianos es una actividad extenuante. Para quien no esté acostumbrado a vivir a 4.000 metros de altura, caminar cerro arriba resulta frenético. A cada paso, la respiración se entrecorta y los pulmones suspiran por una bocanada de aire todavía más grande, una sensación sólo apaciguada por el consumo de hojas de coca, tan habitual entre los pueblos andinos como herramienta imprescindible para los mineros de Potosí.
Son las ocho de la mañana en el “Calvario”, el mercado minero de la ciudad, donde cada mañana cientos de mineros de las Cooperativas del Cerro Rico se acercan para desayunar y proveerse de material. La entrada a la mina es lúgubre y triste. Seguimos los pasos de las botas de agua que marcan el ritmo chapoteando en el barro y nos adentramos en lo más profundo de una de las minas más antiguas del cerro: La mina de Rosario.
El aire es fresco durante los primeros cien metros y la temperatura gélida, pero a medida que descendemos el aire se torna viciado, hace calor y las vetas de azufre envuelven el ambiente con un manto hediondo. En ocasiones el camino se estrecha tanto que es imposible continuar sin arrastrarse. “Es un viaje al infierno” dice Dieter Alanes, potosino de nacimiento y minero retirado que hace hoy las veces de guía para quien se aventura a visitar las minas.
Para los mineros y su cosmología particular, realmente lo es. Pues “una vez que se adentra uno en el interior de la mina, se abandona el reino de Dios” comentan unos mineros que descansan unos minutos antes de continuar con su jornada. “Lo que sigue a continuación son los dominios del “Tío”. El Tío es el diablo, un sincretismo religioso producto de la colonización española y las divinidades de la cosmología indígena que habita en las profundidades de la tierra, es decir, en la mina, y al que se le debe realizar ofrendas y sacrificios de llama.
La realidad para quien trabaja las minas es muy distinta de cualquier otra profesión. Conscientes de los peligros que entraña como derrumbes, explosiones, gases venenosos etc. los mineros de todo el mundo saben que su trabajo pasa factura más pronto que tarde. Desde los tiempos de la colonia, los mineros en Potosí saben que para evitar estos males deben encomendarse al Tío. Por eso, antes de proseguir adelante, hacemos una parada de rigor para visitarle a Él.
La estatua, imponente en medio de la oscuridad, sostiene en la boca un cigarro a medio consumir. Sus dos manos con las palmas hacia arriba sujetan dos botellas de alcohol etílico de 96º y sobre su cabeza y cuernos cuelgan desparramadas serpentinas y hojas de coca. Son las ofrendas de los mineros para el Tío. Willson, otro de los ex-mineros que nos acompaña, saca de su bolsa unas cuantas hojas de coca y se las echa por encima, al tiempo que bebe dos chupitos (en la cosmología indígena todo lo bueno debe ser dual) de alcohol puro y le pide al Tío protección para la jornada y ayuda para que los compañeros encuentren buenas vetas de mineral.
La realidad para quien trabaja las minas es muy distinta de cualquier otra profesión. Conscientes de los peligros que entraña como derrumbes, explosiones, gases venenosos etc. los mineros de todo el mundo saben que su trabajo pasa factura más pronto que tarde. Desde los tiempos de la colonia, los mineros en Potosí saben que para evitar estos males deben encomendarse al Tío. Por eso, antes de proseguir adelante, hacemos una parada de rigor para visitarle a Él.
La estatua, imponente en medio de la oscuridad, sostiene en la boca un cigarro a medio consumir. Sus dos manos con las palmas hacia arriba sujetan dos botellas de alcohol etílico de 96º y sobre su cabeza y cuernos cuelgan desparramadas serpentinas y hojas de coca. Son las ofrendas de los mineros para el Tío. Willson, otro de los ex-mineros que nos acompaña, saca de su bolsa unas cuantas hojas de coca y se las echa por encima, al tiempo que bebe dos chupitos (en la cosmología indígena todo lo bueno debe ser dual) de alcohol puro y le pide al Tío protección para la jornada y ayuda para que los compañeros encuentren buenas vetas de mineral.
Las minas del Cerro Rico hicieron de Potosí una de las ciudades más grandes del S.XVI en tan sólo 28 años desde su descubrimiento, llegando a tener más de 120.000 habitantes según el censo de 1573. Población solo comparable en Europa a las de las ciudades de Sevilla, París o Londres.
“ Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes” reza así la inscripción del escudo de la Villa Imperial, título otorgado por el emperador Carlos V a la ciudad que le dio la plata para mantener un imperio y consolidar otro.
Si bien es cierto que las galerías del Cerro Rico proveen de diferentes metales como el plomo, el zinc o el cobre, la realidad es que desde mediados del XVI la plata fue el principal metal que copó casi todas las exportaciones del Nuevo Mundo. Plata de ley, plata del rey. O de los reyes mejor dicho, de la casa de Habsburgo que durante trescientos años dilapidaron con una mala administración y en guerras intestinas contra la herejía en el corazón de Europa o contra el Turco en el Mediterráneo.
La explotación de la mina y sobre todo las condiciones del trabajo en que se realizaba, se cobraron numerosas vidas de los mitayos, los indígenas que trabajaban las minas en jornadas de dieciséis horas y en condiciones de semiesclavitud, vulnerables a todo tipo de accidentes y enfermedades.
La situación en Potosí hoy es bien distinta aunque todavía tuvieron que pasar muchos años desde la independencia hasta que la explotación de la mina quedó en manos de cooperativas locales que devolvieron la dignidad a los mineros y el metal al que se lo trabaja. No obstante, tras la caída de la producción de plata en favor del estaño, la ciudad entró una espiral de decadencia de la que no se recuperó jamás, desplazándose los centros económicos a otras áreas del país como La Paz, Cochabamba y Santa Cruz, dejando la ciudad de Potosí como una triste visión en un espejo roto de aquello que fue una vez.
Hoy no es extraño encontrar en las minas a niños y adolescentes, generalmente ayudando a su padre u otro familiar. Si bien esta situación puede parecer dramática e incluso execrable (son muchos los libros, artículos y documentales que lo denuncian), la realidad es que para algunas familias de la ciudad no queda otra alternativa. “El minero lleva su profesión con orgullo, pero no quiere eso para sus hijos” afirma Dieter. “Intentan trabajar unos años para ganar plata y a los hijos los meten a estudiar, pero cuando la cosa va mal no es tan sencillo mantenerse firme en esa idea”.
Varios kilómetros adentro, la mina de Rosario conecta con la mina de Santa Elena, que es más nueva y dispone de un sistema de vagonetas que circulan cargadas de toneladas de mineral. Para salir hay que seguir las vías. Sólo quedan cien metros hasta el otro lado y el chirrío de los railes anuncia la llegada vertiginosa de una de vagoneta que circula veloz y cargada hasta los topes en dirección hacia la luz del día.
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