Hay
culturas donde ciertos muertos siguen muy vivos: la variante católica
de eso que llamamos Occidente, con sus santos y sus reliquias y sus
iglesias construidas para conservarlas, es un ejemplo claro. El cadáver
de Francisco Franco se ha pasado estas décadas en un templo monstruoso
que su régimen obligó a construir a sus prisioneros de guerra: la
Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, en las afueras de
Madrid, es una gran fosa común donde yacen más de 33.000 cuerpos, tan
mezclados en la construcción que no hay forma —dicen— de
individualizarlos.
El
cadáver de Franco no tuvo ese problema: lo hizo enterrar frente al
altar su heredero, el entonces rey Juan Carlos, al día siguiente de su
coronación, y ninguno de los presidentes democráticos osó o quiso
moverlo. Hasta que, la semana pasada, este gobierno imprevisto del socialista Pedro Sánchez
promulgó un decreto-ley para sacar sus restos de esa tumba de Estado. Y
entonces la sombra del dictador volvió a ensañarse con España.
Su vida y su obra y sus asesinatos volvieron a la escena. Unos 700 militares —mayormente retirados— firmaron una carta defendiéndolo y un general Manuel Fernández-Monzón,
exjefe de la policía municipal madrileña bajo el Partido Popular,
recorrió las televisiones explicando que su sublevación de 1936 fue
necesaria porque los rojos amenazaban con instalar el comunismo. Las
asociaciones por la Memoria Histórica recordaron sus más de 100.000 víctimas. El Partido Popular dijo
que “este asunto (la exhumación) no va con la España de 2018 ni con el
Partido Popular”; el partido Ciudadanos, que “no es urgente”; la Iglesia
católica, que “acatará el mandato legal”. Y Pedro Sánchez, este martes, en un avión entre Chile y Bolivia, que la cuestión está resultando “más compleja” que lo que había imaginado.
Se
discute por qué el Partido Socialista (PSOE), tras gobernar España
veinte años de los últimos cuarenta, se acuerda ahora de transplantar
ese cadáver. Algunos dicen que quiere dar un golpe de efecto: que, con
un apoyo parlamentario muy débil, no puede tomar medidas estructurales y
debe intentar estas movidas. Otros suponen que está cumpliendo con un
reclamo de otras fuerzas de izquierda, con las que ahora debe aliarse.
No queda claro si, más allá del símbolo, tienen alguna intención de
revisar lo simbolizado.
Los
restos de Franco no son solo sus huesos en una tumba benedictina. Se ha
hablado tanto de la transición hispana hacia la democracia como un
éxito institucional modélico; se ha hablado muy poco del modelo
económico y social que esa transición mantuvo y que fue el que Franco y
los suyos organizaron durante sus cuarenta años de poder. Y muy poco,
también, de la monarquía que Franco instaló para sucederlo. Un tuit
que circula en estos días resulta, de puro impertinente, pertinente:
sobre un retrato del rey actual, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los
Santos de Borbón y Grecia, con ceño adusto y uniforme militar, el título
dice “Exclusiva: fotografía de los restos de Franco”.
Pero
la monarquía es un tabú: en todos estos años nadie se atrevió a
debatirla. Últimamente se ha impuesto la política del avestruz: el
Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), encuestadora que depende
de la Presidencia del Gobierno, lleva tres años sin hacer la pregunta
con que medía la opinión de los ciudadanos sobre la monarquía y el
monarca. Y los partidos evitan con esmero meterse con el tema.
Hasta
que, hace unos días, la dirección de Unidos Podemos —el aliado que los
socialistas necesitan para aprobar sus leyes en el Parlamento— hizo
saber que pediría la comparecencia
del “rey emérito” Juan Carlos para preguntarle por ciertos negocios
oscuros que revelaron, antes del verano, unos audios de su “amiga
especial”, la alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein.
Sería
absolutamente inédito que el rey o exrey o todavía algo rey y sin dudas
padre del rey tuviera que dar explicaciones como cualquier ciudadano. Y
que sus actos y su condición puedan ser revisados: solo la corrupción
podía conseguirlo.
Que
un señor haya sido nombrado por un dictador para ser jefe de Estado
inamovible y hereditario, que un señor tenga todo tipo de privilegios de
cuna en una sociedad donde nadie debería tenerlos es materia opinable.
Algunos pueden estar en contra, otros a favor. Y, con gran coherencia,
los que están en contra prefieren no discutirlo para no ponerse en
contra a los que están a favor. En cambio, si ese señor cobró sobornos
de un país o una corporación para favorecerlos, su infracción sería
indiscutible.
Para
eso sirve, entre otras cosas, la corrupción: frente a la desorientación
política contemporánea, ofrece líneas claras, límites precisos. Ya no
se trata de debatir si es justo que alguien sea jefe de un Estado porque
es hijo de su papá, o si un punto menos en el presupuesto de salud deja
a millones sin atención médica, o quién debe aportar esos dineros; los
hechos de corrupción son delitos tipificados por la ley, que no dependen
de las opiniones de cada quien, que producen —se supone— un acuerdo
inmediato e incuestionable. Y, así, están sirviendo para encauzar la política en la mayoría de nuestros países.
Así
fue como el PSOE accedió al gobierno en España; así, como el Partido de
los Trabajadores lo perdió en Brasil y el PRI en México; así, como el kirchnerismo quedó groggy en la Argentina.
La corrupción se ha transformado en el actor político decisivo: se
reduce el debate a una cuestión policial, se insiste en que “no es de
izquierda ni de derecha” y que “no tiene ideología”, como si lanzarse a
ganar mucho dinero haciendo trampas no fuera una decisión ideológica
profunda.
Pero su fuerza tiene un flanco débil: en las crisis económicas como la que —casi siempre—
sacude a la Argentina, por ejemplo, muchos ciudadanos dejan de pensar
que la corrupción es lo peor. Allí, en medio de las revelaciones más
espectaculares de la corruptela kirchnerista, una encuesta
lo planteó en los términos más crudos: “¿Preferiría que termine la
corrupción o que mejore la situación económica?”. El 51 por ciento
eligió el fin de la corrupción; el 46, la mejora económica. En general,
preferían la mejora económica los votantes más pobres —los más afectados
por la crisis—. Con lo cual la pelea contra la corrupción se
transformaría, en ciertos casos, en otro privilegio de los prósperos.
Es
un problema. Para que la corrupción termine de ocupar el centro
absoluto de la escena deben convencernos de que es la causa de esas
dificultades económicas. Ya lo intentan. Empiezan a aparecer cifras,
siempre muy hipotéticas, que tratan de mostrarlo. Y el presidente
argentino, Mauricio Macri, lo dijo
en Tucumán, con su oratoria escueta: “Toda la plata de la corrupción
explica las cosas que nos faltan”. Si esa idea se impusiera, no solo
podríamos prescindir de las opciones políticas; tampoco sería necesario
discutir el orden económico, porque la corruptela también explicaría la
pobreza y sus efectos.
A
veces las causas más legítimas se usan para ocultar otras. A veces
tratan de convencernos de que los restos de un dictador son solo un
paquete de huesos. A veces, de que la razón del fracaso de un orden
social son sus errores, sus excesos, sus delitos. En nuestras
sociedades, injustas, desiguales, la corrupción es un problema grave;
suponer que es el problema principal es la mejor manera de no solucionar
los más estructurales.
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