Cementerio de Santiago de Chile |
Chile llega a la fecha con el debate sobre memoria histórica
reabierto tras diversos episodios que han agitado el clima social. La
sala penal del Tribunal Supremo dejó en libertad condicional a seis ex
oficiales condenados por violaciones a los derechos humanos durante la
dictadura. Todos ellos cumplían penas de entre 5 y 10 años de cárcel,
pero sólo permanecieron dos años y medio en el penal de Punta Peuco, un
centro reservado exclusivamente para los culpables de crímenes cometidos
durante el régimen pinochetista y donde viven bajo unas condiciones de
privilegio y comodidad inimaginables en una cárcel común.
La resolución judicial ha provocado una ola de críticas
tanto de las organizaciones de derechos humanos como de los políticos
de la oposición. De hecho, un grupo de parlamentarios –liderados por el
Partido Comunista– ha impulsado una acusación constitucional contra los
tres jueces responsables de la puesta en libertad. De aprobarse, los
jueces serían inhabilitados.
Activistas por los derechos humanos con pancartas con imágenes de los desaparecidos durante la dictadura de Pinochet - Reuters |
Las organizaciones también piden la renuncia del
ministro de Exteriores, Roberto Ampuero, porque además de colaborar en
el libro de Rojas, en 2015 participó en un evento en defensa de la
dictadura organizado por militares en retiro.
“Desde los 90 nuestro país ha intentado cumplir con
los pactos que se tomaron antes del término de dictadura y que
aseguraron la impunidad, pero ahora se está agravando una situación que ya era grave porque el gobierno busca sellar esa impunidad”, explica a Público
Lorena Pizarro, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos
Desaparecidos (AFDD). “Desde el Estado se están instalando conductas
negacionistas, se nombran autoridades vinculadas al genocidio y se
relativizan las violaciones de derechos humanos”, indica la activista.
Verdad, justicia y reparación
La sacudida del último tiempo ha servido para volver a instalar las demandas que las organizaciones de familiares de las víctimas llevan años reivindicando. Reclaman el cierre
definitivo de la cárcel de Punta Peuco, una de las promesas más
esperadas de la expresidenta Michelle Bachelet, pero que dejó sin
cumplir al terminar su mandato. El recinto hoy acoge a más de 160
condenados.
Otra queja es por el desinterés de los
representantes políticos para activar las iniciativas legales que han
sido ingresadas en el Congreso para avanzar en verdad, justicia y
reparación. Es el caso del proyecto de ley que busca excluir de los
beneficios carcelarios a los condenados por causas de violaciones de
derechos humanos. Esta iniciativa tiene más de 20 años y, de haberse aprobado, hoy el Tribunal Supremo no habría podido liberar a los seis exmilitares.
Tampoco
avanzó un proyecto para reinterpretar el Decreto Ley de Amnistía (1978)
y declarar los delitos de lesa humanidad como “imprescriptibles e
inamnistiables”, ni tampoco pasó nada con la propuesta para prohibir a
los exmilitares sentenciados el uso del uniforme, la recepción de
condecoraciones, o el ejercicio de ningún cargo en la administración
pública ni en las fuerzas armadas.
“Los gobiernos que han existido en este país en 28
años no han tenido la voluntad política de entregar elementos y
herramientas para avanzar. Lo único que hemos tenido durante estos años
es justicia en la medida de los posible, no la justicia que necesita una
sociedad basada en una democracia real”, lamenta Alicia Lira,
presidenta de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos
(AFEP).
El silencio ha sido otro de los grandes aliados de
la impunidad en Chile. Si bien se pusieron en marcha cuatro comisiones
de la verdad –Rettig (1990), Corporación Nacional de Reparación y
Reconciliación (1992), Valech (2003) y Valech II (2996)– que publicaron
sus respectivos informes, las presiones del ejército evitaron que
salieran a la luz determinados contenidos.
La entrada al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile - Reuters |
Los antecedentes de la Comisión Valech –sobre
víctimas de tortura y presos políticos– están bajo un secreto de 50
años e incluso el poder Poder Judicial tiene vetado el acceso.
Torturadores y criminales se esconden bajo un silencio que cuando se
rompa la muerte ya se habrá llevado a todos los señalados. Los
antecedentes de las otras comisiones quedaron reservados exclusivamente a
los Tribunales de Justicia.
Demasiado tarde
El pasado mes de julio, condenaron a nueve exmiembros del ejército por su responsabilidad en el homicidio del cantautor Víctor Jara,
ocurrido en septiembre de 1973. La pena máxima fue de 15 años. “Estos
crímenes cometidos desde el Estado están realizados para que nunca se
puedan resolver", dijo entonces el abogado de la familia del artista
chileno.
El brigadier Miguel Krassnoff y el general Manuel
Contreras, dos personajes que jugaron un rol clave bajo las órdenes del
dictador, acumularon 655 y 529 años de cárcel, respectivamente.
Contreras, pero, murió en 2015 habiendo pasado diez años entre rejas.
Más suerte tuvo Pinochet, que logró morir en
casa y sin ni siquiera ser enjuiciado por su responsabilidad en los
crímenes de tortura, ejecución y desaparición forzada que dejaron más de
40.000 víctimas y miles de exiliados. De hecho, con la llegada de la
democracia, el exdictador mantuvo su cargo al frente del ejército y en
1998, tras abandonar ese cargo, se convirtió en el primer senador
vitalicio de la historia de Chile.
Pese a todas las atrocidades cometidas durante su
régimen –y gracias a una supuesta demencia irreversible–, la justicia
chilena sólo logró condenarlo por malversación de fondos, en un caso
vinculado al Banco Riggs de Estados Unidos, donde disponía de distintas
cuentas secretas. De hecho, la Corte Suprema chilena ordenó recientmente
la incautación de 1,6 millones de dólares a su familia por este caso.
De todo el resto, salió impune.
“Esa
realidad cambia en un país cuando su máxima autoridad asume sus
obligaciones internacionales, como ocurrió en Argentina”, afirma Lorena
Pizarro. “Allí juzgaron a los ministros que permitieron el genocidio,
Videla murió en la cárcel, los condenados van a una cárcel común, sus
condenas son ejemplificadores y se persigue también a los civiles que
fueron cómplices. En Chile eso no ha sido una realidad”, precisa.
Las palabras que los familiares de las víctimas
escucharon en 1991 de la boca del entonces presidente Patricio Aylwin
han sido el sello de la transición chilena: “Sabemos que, por las
limitaciones propias de la condición humana, la justicia perfecta es
generalmente un bien inalcanzable en este mundo, lo cual no obsta a que
todos anhelemos siempre la mayor justicia que sea posible”, dijo
entonces el mandatario. Y así ha sido. En Chile, la justicia ha llegado
demasiado tarde. Eso, si es que ha llegado.
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