jueves, 14 de marzo de 2013

Los fantasmas de una mujer torturada en la dictadura

LO IMPERDONABLE. "Hay un antes y un después de la tortura en mi vida, es lo que no tiene casi palabras, lo que se resiste a toda magia", dice la autora.

Fue una mañana gris y nubosa de 1976. Parecemos contentos en la foto a punto de subir al avión.

¿Es el alivio por sabernos ya a salvo? ¿La alegría por el cariño de familiares y amigos en la despedida?

Una vez que el avión levantó vuelo rumbo a Madrid las sonrisas se apagaron y se abrió una herida que empezó a sangrar y ya nunca cicatrizó del todo porque la cicatrización completa sólo puede convertirse con el tiempo en un callo, en una piel insensible, dura.

Habían pasado sólo tres semanas del final de nuestro secuestro. Tres días pasados en el que (ahora lo sabemos, entonces no) se llamó “Garage Azopardo”, un centro clandestino de detención que funcionó durante los primeros meses de la dictadura de Videla en un edificio de la policía donde hasta hace poco se tramitaban los pasaportes. Hoy es un edificio semiabandonado, con una placa conmemorativa pegada a una pared exterior.

Allí nos habían llevado a Dani, mi pareja, a Pupi mi compañera de facultad, y a mí. Tres chicos de menos de 20 años, Dani y yo ex militantes de la Federación Juvenil Comunista.

Nos sacaron de casa de mis padres en plena noche, en pijama, con gran despliegue de armas, con gran escándalo y después de robar todo lo que se podía robar. Tres coches sin identificar, una cantidad exagerada de militares y de armas para llevarse a tres chicos que no habían cometido nunca ningún acto violento y que por supuesto no estaban armados. No nos resistimos, nos dejamos llevar con gran docilidad: tal era el desconcierto, el miedo, la sorpresa.

Tres días duró el infierno hasta que nos dejaron libres, a medio vestir, sucios, con las vendas en los ojos y sin una moneda en el bolsillo en medio de la noche y sentados en una acera elevada del barrio de la Boca.

Tres días de torturas, de golpes, de malos tratos, de humillaciones, de amenazas de muerte, de gritos, esposados a un grillete en la pared, sentados en el suelo húmedo de un aparcamiento, con los ojos vendados, sin comer.

Al salir de allí, una idea clara y precisa: huir, huir lejos. Dani y yo nunca estuvimos tan seguros y sintonizados. Pupi se quedó. Las dificultades eran muchas, pero las fuimos venciendo con los días: permisos paternos, pasaportes, dinero… No saber hasta último minuto si nos dejarían salir… las fotos muestran el momento en que lo conseguimos: estamos a salvo, a punto de subir al avión camino a Madrid. Las caras de quienes nos acompañan también sonríen al ver que lo hemos logrado.

Me llevo las heridas, las que se ven y las que no se ven, las marcas de las esposas, la sensación aún de temor, de desconfianza…. y algo más que no se ve y que crece dentro de mí. Mi hermano médico me había llevado al hospital para una revisión y los análisis revelaron la noticia que me esperaba al llegar ese día al aeropuerto: “estás embarazada”, “te vas embarazada”.

Los cálculos parecían indicar con una probabilidad muy alta que el embarazo era anterior al secuestro, que era un embarazo de mi relación con Dani, pero no era totalmente seguro.

Me habían violado, sí, pero… no estaba segura acerca de que la penetración hubiera sido completa y mucho menos de que el semen de alguno de esos hombres hubiera entrado en mi cuerpo, tal era la conmoción, tal era el mareo.

En España el aborto estaba prohibidísimo entonces, las mujeres viajaban a Inglaterra para interrumpir embarazos no deseados. Todo se resolvió en pocos días: billetes de avión, reserva en un centro especializado. Mis padres y Dani se ocuparon, yo me dejé guiar. Todo fue rápido y eficiente, impecable en aquella clínica en las afueras de Londres.

Una habitación blanca, limpísima y acogedora. Por la ventana veo un paisaje idílico de la campiña inglesa, los médicos y las enfermeras que entran y salen me miran con una sonrisa, con ternura, con delicadeza, me dan de comer, me atienden, me miman.

No llorábamos.

La vida transcurría veloz y al poco tiempo ya estábamos instalados en Madrid, exiliados. Dani y yo muy juntos aunque también perdidos en ese gran impulso de “resolver cosas”, una detrás de la otra, organizar nuestra vida mientras manteníamos a raya al dolor para que no inundara de lágrimas los proyectos.

No llorábamos, no hablábamos de lo que habíamos vivido, reservábamos toda nuestra energía en seguir, en organizar una vida lejos de la familia y de los amigos en una época pre Internet y pre Skype en la que sólo había cartas de papel que tardaban 10 días y alguna llamada telefónica que costaba mucho dinero.

Tiempo para el olvido, para borrar y limpiar la memoria, para construir algo nuevo.

Pasaron los años, Dani y yo nos separamos. Con la democracia, él se volvió a Buenos Aires, yo me instalé definitivamente en Madrid después de un período de dudas. Los dos nos casamos y los dos tuvimos hijas casi en paralelo que hoy tienen 20 años. Murieron 3 de nuestros 4 padres. Dejamos de vernos durante mucho tiempo y luego nos reencontramos. Hace unos años, de pronto, un pasado mil veces borrado, enterrado y olvidado se me transformó en palabras, en narración, en lágrimas y escribí un libro que se publicó en España y en Argentina..............

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