¿Cómo es posible que alguien considere como una revelación lo que no es más que su propia opinión sobre las cosas? Pues éste es el problema del origen de las religiones: que siempre ha habido un individuo en el que podía darse este fenómeno. La primera condición es que creyera previamente en las revelaciones. Un buen día, le asalta de pronto una nueva ideas, su idea, y lo que tiene de embriagador toda gran hipótesis personal que afecte a la existencias y al mundo entero, penetra con tanta fuerza en su conciencia, que no se atreve a pensar que él es el creador de semejante beatitud, y atribuye la causa y el origen de su pensamiento a su Dios, a una revelación de ese Dios. ¿Cómo va a ser un hombre el causante de una felicidad tan enorme? se pregunta con una duda pesimista. Pero hay, además, otras palancas que actúan en secreto: por ejemplo, se fortalece la opinión que uno tiene de sí mismo cuando la considera como una revelación, pues, de este modo, se la despoja de lo que tiene de hipotético, se la sustrae a la crítica y a la duda, y se la hace sagrada. Bien es cierto que con ello el hombre queda reducido a la categoría de órgano, pero nuestro pensamiento acaba venciendo bajo el nombre de pensamiento divino, y este sentimiento de victoria termina imponiéndose al sentimiento de haberse rebajado. Por otra parte, cuando el hombre sitúa por encima de sí aquello que ha producido, dejando a un lado su valía personal, experimenta profundamente otro sentimiento: el de la alegría, el amor y el orgullo de la paternidad; y ese sentimiento borra todo lo demás.
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