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Vivo ciudades solitarias en donde los sapos mueren de sed. Me inicio en misterios sencillos elaborados con palabras transparentes.
Y giro eternamente alrededor del difunto capitán de cabellos de acero. Mías son todas estas regiones, mías son las agotadas familias del sueño. De la casa de los hombres no sale una voz de ayuda que alivie el dolor de todos mis partidarios.
Su dolor diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros.
El despertar viene de repente y sin sentido. El miedo se desliza vertiginosamente
para tornar luego con nuevas y abrumadoras energías.
La vida sufrida a sorbos; amargos tragos que lastiman hondamente, nos toma de nuevo por sorpresa.
La mañana se llena de voces:
Voces que vienen de los trenes
de los buses de colegio
de los tranvías de barriada
de las tibias frazadas tendidas al sol
de las goletas
de los triciclos
de los muñequeros de vírgenes infames
del cuarto piso de los seminarios
de los parques públicos
de algunas piezas de pensión
y de otras moradas diurnas del miedo.
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