viernes, 11 de marzo de 2016

Instante de libertad

Kornel Filipowicz junto con la premio Nobel Wisława Szymborska, de la que fue pareja durante más de 20 años.
Foto cedida por la familia
Bajé las escaleras lentamente, apoyando el codo en la barandilla. No sentía nada de dolor en las piernas, solo entumecimiento y hormigueo; la pierna derecha la tenía peor. Me paré abajo, cerca de la portería, cuando el oficial de la Gestapo, que iba delante de mí, se detuvo y preguntó si había alguna carta para él. El soldado, que llevaba casco y una pistola colocada en el cinturón dentro de su funda abierta, dijo que no había, y me miró. En su cara, como en un espejo, adiviné mi aspecto: debía de dar asco. Salimos a la calle. En el borde de la acera había un coche abierto, el mismo con el que me trajeron aquí desde la cárcel. Mi Gestapo me abrió la puerta. Entramos. El chófer se giró hacia atrás y preguntó lo mismo que la vez anterior: 

Wohin?

—Nach Hause —respondió mi Gestapo y sonrió. El chófer también sonrió; se dio la vuelta, se inclinó y encendió el coche, pero el motor no quiso arrancar. Mi Gestapo preguntó qué estaba pasando y el chófer respondió que nada grave. Se bajó, abrió rápidamente el capó del coche y luego regresó y se sentó de nuevo en el asiento del conductor. El motor arrancó y el coche salió disparado de aquel lugar. Cerré los ojos. El viento húmedo me golpeaba en la cara y me enfriaba la piel. Abría los ojos solo en las curvas, cuando el coche reducía su velocidad y eso me permitía averiguar hacia qué dirección nos dirigíamos. Entonces vi gente: los mayores no nos miraban, como si directamente no existiéramos; caminaban cabizbajos, con los ojos clavados en el suelo; era evidente que temían meterse en problemas por sólo mirarnos. Únicamente los niños se paraban y examinaban nuestro coche, a los alemanes y a mí; con los ojos abiertos como platos, observaban todo muy al detalle y lo memorizaban. A veces, veía a jóvenes. Ellos nos miraban de manera calmada, con un odio frío y real. Pero a esas horas no había muchos en las calles de la ciudad. 

De nuevo cerré los ojos. Sabía que eran las diez de la mañana de un día de abril, y que a las siete había caído una lluvia inesperada; que las copas de los álamos estaban cubiertas de pequeñas hojas resplandecientes; que los arbustos de lilas que crecen en los jardines estaban salpicados de gotas de rocío, y que de la tierra negra bajo los arbustos brotaban muguetes. El coche tomó la avenida larga y rodeó la plaza principal, donde había una carreta llena de haces de leña para hacer candela. Un viejo vendía esteras de paja, y una vendedora gorda descansaba sentada en un cajón y apretaba en la mano unas flores. Delante de ella había un cubo metálico con narcisos blancos. Aparte de eso, la plaza principal estaba vacía. El coche se metió por una calle estrecha flanqueada a ambos lados por muros. Se detuvo. Abrí los ojos y vi que no estábamos justo debajo de la puerta de hierro, sino más cerca, en la esquina, a unos treinta metros de la puerta principal. Mi Gestapo se inclinó, me quitó las esposas, abrió la puerta del coche y salió. Dijo: 

Na, geh’ nach Hause!

Me fijé en la puerta de la cárcel: a medida que se abría desvelaba un patio muy luminoso, vacío y llano, y más al fondo, el muro rojizo de la cárcel con ventanas reforzadas con barrotes de hierro, cual gafas oscuras. Salí del coche venciendo la rigidez pétrea de mis piernas. En el lado por donde me bajé crecía un tupido seto cubierto de hojitas verdes, y en la espesura de las ramitas, muy cerca de mí, unos gorriones cantaban muy alto. La calle estaba vacía. A unos cien metros de donde me encontraba, se abría a un cruce con mucho tráfico. Vi gente caminando, un ciclista que pedaleaba, un carro tirado por un par de caballos. Desde ese extremo, y a lo largo de la calle ensombrecida por el muro, corría un viento frío que traía los olores de la estación de tren, a alquitrán y a humo, y llegaba el zumbido de los trenes en marcha y los pitidos de las locomotoras. Más arriba del muro, en la torre de vigilancia, un centinela con los codos apoyados en el alféizar, y con las manos entrelazadas en el cerrojo de la ametralladora, me miraba fijamente. En la mitad abierta de la puerta que conducía al patio, otro guardia también me observaba. De su cadera sobresalía una parabellum protegida por una funda negra reluciente. También sentí a mi espalda la mirada de mi Gestapo y la del chófer. Arrastrando los pies, conseguí dar dos pasos y luego me detuve un momento en la acera. En la planta de los pies tenía tierra mezclada con grumos de barro, gravilla, trozos de papel, briznas de paja. Los pequeños hoyos del suelo mostraban agua de lluvia. Veía todo esto como a través de una lupa, de manera clara e intensa. Levanté la cabeza y miré al cielo: me pareció muy bajo, cubierto de nubes blancas y espesas. De repente, sentí un gran cansancio y un enorme deseo de liberarme de todo lo que me producía sufrimiento y molestia: el dolor, la fatiga, el peso del cuerpo. Reinaba la calma, todo alrededor estaba inmóvil. Solo allí, al otro lado de la calle, reinaba el movimiento, circulaba, fluía la vida. Estaba en el espacio de la libertad y deseaba con fuerza quedarme allí. 

—Na, willst du nicht nach Hause gehen?! —escuché detrás de mí la voz suave y tal vez algo asombrada de mi Gestapo. Miré de nuevo hacia la puerta abierta: me pareció que el centinela de la torre hacía algún movimiento con la mano. Él y el guardia de la puerta me sonrieron con amabilidad, como animándome a entrar. Sabía que mis compañeros de celda también me estaban mirando a través del hueco de sus cortinas. Todo estaba en silencio, solo se oía el murmullo del agua que corría hacia el canal. Estaba muy cansado, pero aún podía hacer un esfuerzo; todavía era capaz de mover los músculos y levantar los pies del suelo. Di un paso, esquivé un charco, caminé hacia la puerta abierta. Andaba con lentitud. Cuando pasé junto al guardia, éste echó una mirada a mis piernas. Caminé por el patio vacío, iluminado por el sol. Al lado de la puerta de entrada, un soldado de las SS se bronceaba en un banco. Tenía los ojos cerrados y a su lado había una gorra rígida y redonda. Escuché detrás de mí el golpe de la puerta cerrándose, y después el sonido del coche que se alejaba. 

Ya de vuelta en la celda, uno de los prisioneros dijo:

—Hemos visto que no querías volver. Pero mejor que hayas vuelto. Aquí, de alguna manera, se vive; tal vez incluso logremos sobrevivir. 

Al momento, alguien exclamó:

¡Hijos de puta!

 Kornel Filipowicz 

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