Kornel Filipowicz junto con la premio Nobel Wisława Szymborska, de la que fue pareja durante más de 20 años. Foto cedida por la familia |
Bajé las escaleras lentamente, apoyando el codo en la
barandilla. No sentía nada de dolor en las piernas, solo entumecimiento y
hormigueo; la pierna derecha la tenía peor. Me paré abajo, cerca de la
portería, cuando el oficial de la Gestapo, que iba delante de mí, se
detuvo y preguntó si había alguna carta para él. El soldado, que llevaba casco y una pistola colocada en el cinturón dentro de su funda abierta,
dijo que no había, y me miró. En su cara, como en un espejo, adiviné mi
aspecto: debía de dar asco. Salimos a la calle. En el borde de la acera
había un coche abierto, el mismo con el que me trajeron aquí desde la
cárcel. Mi Gestapo me abrió la puerta. Entramos. El chófer se giró hacia
atrás y preguntó lo mismo que la vez anterior:
—Wohin?
—Nach Hause —respondió mi Gestapo y sonrió. El
chófer también sonrió; se dio la vuelta, se inclinó y encendió el coche,
pero el motor no quiso arrancar. Mi Gestapo preguntó qué estaba pasando
y el chófer respondió que nada grave. Se bajó, abrió rápidamente el
capó del coche y luego regresó y se sentó de nuevo en el asiento del
conductor. El motor arrancó y el coche salió disparado de aquel lugar.
Cerré los ojos. El viento húmedo me golpeaba en la cara y me enfriaba la
piel. Abría los ojos solo en las curvas, cuando el coche reducía su
velocidad y eso me permitía averiguar hacia qué
dirección nos dirigíamos. Entonces vi gente: los mayores no nos miraban,
como si directamente no existiéramos; caminaban cabizbajos, con los
ojos clavados en el suelo; era evidente que temían meterse en problemas
por sólo mirarnos. Únicamente los niños se paraban y examinaban
nuestro coche, a los alemanes y a mí; con los ojos abiertos como
platos, observaban todo muy al detalle y lo memorizaban. A veces, veía a
jóvenes. Ellos nos miraban de manera calmada, con un odio frío y real.
Pero a esas horas no había muchos en las calles de la ciudad.
De nuevo cerré los ojos. Sabía que eran las diez de la
mañana de un día de abril, y que a las siete había caído una lluvia
inesperada; que las copas de los álamos estaban cubiertas de pequeñas
hojas resplandecientes; que los arbustos de lilas que crecen en los
jardines estaban salpicados de gotas de rocío, y que de la tierra negra
bajo los arbustos brotaban muguetes. El coche tomó la avenida larga y
rodeó la plaza principal, donde había una carreta llena de haces de leña
para hacer candela. Un viejo vendía esteras de paja, y una vendedora
gorda descansaba sentada en un cajón y apretaba en la mano unas flores.
Delante de ella había un cubo metálico con narcisos blancos. Aparte de
eso, la plaza principal estaba vacía. El coche se metió por una calle
estrecha flanqueada a ambos lados por muros. Se detuvo. Abrí los ojos y
vi que no estábamos justo debajo de la puerta de hierro, sino más cerca,
en la esquina, a unos treinta metros de la puerta principal. Mi Gestapo
se inclinó, me quitó las esposas, abrió la puerta del coche y salió.
Dijo:
—Na, geh’ nach Hause!
Me fijé en la puerta de la cárcel: a medida que se abría desvelaba un patio muy luminoso, vacío y llano, y más
al fondo, el muro rojizo de la cárcel con ventanas reforzadas con
barrotes de hierro, cual gafas oscuras. Salí del coche venciendo la
rigidez pétrea de mis piernas. En el lado por donde me bajé crecía un
tupido seto cubierto de hojitas verdes, y en la espesura de las ramitas,
muy cerca de mí, unos gorriones cantaban muy alto. La calle estaba
vacía. A unos cien metros de donde me encontraba, se abría a un cruce
con mucho tráfico. Vi gente caminando, un ciclista que pedaleaba, un
carro tirado por un par de caballos. Desde ese extremo, y a lo largo de
la calle ensombrecida por el muro, corría un viento frío que traía los
olores de la estación de tren, a alquitrán y a humo, y llegaba el
zumbido de los trenes en marcha y los pitidos de las locomotoras. Más
arriba del muro, en la torre de vigilancia, un centinela con los codos
apoyados en el alféizar, y con las manos entrelazadas en el cerrojo de
la ametralladora, me miraba fijamente. En la mitad abierta de la puerta
que conducía al patio, otro guardia también me observaba. De su cadera
sobresalía una parabellum protegida por una funda negra
reluciente. También sentí a mi espalda la mirada de mi Gestapo y la del
chófer. Arrastrando los pies, conseguí dar dos pasos y luego me detuve
un momento en la acera. En la planta de los pies tenía tierra mezclada
con grumos de barro, gravilla, trozos de papel, briznas de paja. Los
pequeños hoyos del suelo mostraban agua de lluvia. Veía todo esto como a
través de una lupa, de manera clara e intensa. Levanté la cabeza y miré
al cielo: me pareció muy bajo, cubierto de nubes blancas y espesas. De
repente, sentí un gran cansancio y un enorme deseo de liberarme de todo
lo que me producía sufrimiento y molestia: el dolor, la fatiga, el peso
del cuerpo. Reinaba la calma, todo alrededor estaba inmóvil. Solo allí,
al otro lado de la calle, reinaba el movimiento, circulaba, fluía la
vida. Estaba en el espacio de la libertad y deseaba con fuerza quedarme
allí.
—Na, willst du nicht nach Hause gehen?! —escuché
detrás de mí la voz suave y tal vez algo asombrada de mi Gestapo. Miré
de nuevo hacia la puerta abierta: me pareció que el centinela de la
torre hacía algún movimiento con la mano. Él y el guardia de la puerta
me sonrieron con amabilidad, como animándome a entrar. Sabía que mis
compañeros de celda también me estaban mirando a través del hueco de sus
cortinas. Todo estaba en silencio, solo se oía el murmullo del agua que
corría hacia el canal. Estaba muy cansado, pero aún podía hacer un
esfuerzo; todavía era capaz de mover los músculos y levantar los pies
del suelo. Di un paso, esquivé un charco, caminé hacia la puerta
abierta. Andaba con lentitud. Cuando pasé junto al guardia, éste echó
una mirada a mis piernas. Caminé por el patio vacío, iluminado por el
sol. Al lado de la puerta de entrada, un soldado de las SS se bronceaba
en un banco. Tenía los ojos cerrados y a su lado había una gorra rígida y
redonda. Escuché detrás de mí el golpe de la puerta cerrándose, y
después el sonido del coche que se alejaba.
Ya de vuelta en la celda, uno de los prisioneros dijo:
—Hemos visto que no querías volver. Pero mejor que hayas
vuelto. Aquí, de alguna manera, se vive; tal vez incluso logremos
sobrevivir.
Al momento, alguien exclamó:
—¡Hijos de puta!
Kornel Filipowicz
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