A menudo
allá donde menos se espera se encuentran cosas magníficas, maravillosas,
como una colección de cientos de portadas de libros soviéticos de los
años 30 puestas en dominio público por la Biblioteca Pública de Nueva
York. Tal vez estuvieran al alcance de cualquiera en algún archivo de la
actual Rusia, o tal vez no. Sea como fuere, en enero de 2016 la New York Public Library
puso a disposición de quien quisiera prestarles atención un total de
656 portadas de libros soviéticos, fundamentalmente de la década de los
30, perfectamente digitalizadas y en dominio público. Cualquiera puede
visitarlas en la excepcional web de la Biblioteca, y descargarlas
gratuitamente. El magazine neoyorquino The Paris Review fue el primero en hacerse eco de la noticia.
Se pueden
hacer infinitas selecciones entre las más de seiscientas muestras de
portadas digitalizadas en Nueva York. Cualquier recorrido por parte o el
conjunto de la colección deja una verdad incontrovertible: la calidad
artística de un trabajo, en principio, subsidiario de la obra literaria,
de funcionalidad artesanal, podría decirse. Lo que en su contexto no
debió ser más que algo acostumbrado, el paso del tiempo lo devuelve
convertido en arte. Con estas portadas ocurre algo similar a lo que pasa
con la cerámica antigua, que un simple vaso o un plato de hace mil
quinientos años, industrialmente decorados, son hoy piezas que
trascendieron su uso primero para convertirse en símbolos definitorios
de una determinada cultura, en forma de medir el desarrollo de una
sociedad. Las portadas de los libros soviéticos de los años 30, de la
misma manera, dan testimonio del grado de desarrollo artístico de la
sociedad que los produjo, más si cabe por tratarse de un arte inserto en
objetos de uso cotidiano y masivo, extrañamente… libros. Otra sociedad,
por lo que parece, ampliamente desconocida, funestamente distorsionada
en su percepción histórica actual. La colección Scrap book of Russian bookjackets, 1917-1942,
de la Biblioteca Pública de la Gran Manzana, por lo tanto, es una
excepcional fuente de investigación histórica, además de un deleite
estético.
Es llamativa
no solo la calidad pictórica de las portadas de aquella época, sino la
concepción tan moderna y narrativa de muchas de ellas. Constituyen una
parte más de la historia que el libro contiene en sus páginas. La
portada no es un mero receptáculo con el título y el nombre del autor en
cuidada tipografía, sino parte de un trabajo artístico más extenso, que
conduce a la contraportada, e incluso a las solapas del libro, cuando
las tiene. Hay un diálogo entre la parte delantera y la posterior del
ejemplar, es decir, una forma inmediata y original, sorpresiva, de
comenzar a leer el libro, de introducirse en la historia o tema que nos
vaya a narrar. El grado de experimentación alcanza puntos sublimes, tan
valientes que incluso hoy día resultan del todo imposibles, como la
edición de un libro sin que aparezca en ninguna parte de sus tapas ni el
título de la obra ni el nombre del autor, y más cuando se trata de la
edición de una de las afamadas obras maestras de un grande de la
literatura como Ánton Chéjov. ¿Se imaginan algo así, hoy, con cualquiera de las grandes plumas de la literatura mundial?
En tiempos de
lectura digital es casi un deber reclamar la belleza del libro en
papel. En tiempos de confusiones históricas es también un deber romper
una lanza por determinados episodios históricos, falazmente
tergiversados. En tiempos de tanta atrocidad, es un deber más allá del
placer disfrutar con maravillas como las portadas literarias soviéticas
de los años 30. Deléitense.
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Cuentos populares rusos, ‘Maestro y campesino’, 1932. |
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Efimov, Boris. Nazismo, enemigo de los pueblos, 1937. |
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Ivangorodskii, P. Cómo liberamos Rostock, 1935. |
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Folclore Yakutsk, 1936. |
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Autor desconocido. Cien años de teatro Aleksandrijski, 1932 |
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Sobolev, Leonid Sergeevich. Reparaciones mayores, 1933. |
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Autor desconocido. Cuentos de la región norte, 1934. |
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Pilniak, Boris. Relatos cortos, 1932. |
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Chekhov, Anton Pavlovich. El jardín de los cerezos, 1933-1935. |
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