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Julius y Ethel Rosenberg durante su juicio en 1951. / AP |
El 19 de junio, de 1953, la Administración de los
Estados Unidos de América llevaba a cabo uno de tantos execrables
crímenes de su historia. A las ocho de la tarde de dicho día, poco
después de ponerse el sol, la cámara de la muerte de la prisión de Sing
Sing fue el último lugar que vieron Julius y Ethel Rosenberg.
Concretamente la cámara de la muerte del penal, pues allí fueron
asesinados en la silla eléctrica.
Julius y Ethel Rosenberg eran un matrimonio joven –él treinta y cinco
años, ella treinta siete–, padres de dos hijos –Michael, de diez años
de edad, y Robert, de seis–, acusados de espiar para la Unión Soviética
revelando secretos acerca de la bomba atómica y condenados por ello a
ser ejecutados en la silla eléctrica. Ese día se cumplía el catorce
aniversario de su boda. Llevaban detenidos desde julio de 1950 y, tras
un largo proceso plagado de irregularidades, habían sido condenados a
muerte el 5 de abril del año siguiente. Él era ingeniero eléctrico, ella
peleaba por ser actriz y cantante. Ambos eran neoyorquinos, del Lower
East Side. Con dieciséis años, Julius Rosenberg, cuyo padre era sastre,
al tiempo que estudiaba en el City College de Nueva York ingresó en la
Liga de los Jóvenes Comunistas, encorajinado ante el ascenso del nazismo
y cansado de contemplar diariamente las desigualdades sociales y
raciales de su país, de las que el Lower East era un ejemplo manifiesto.
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Julius y Ethel Rosenberg. Fotografías de sus fichas policiales. |
En 1948 la Unión Soviética llevó a cabo las primeras pruebas con la
bomba atómica. Un año después, la contrainteligencia del FBI afirmaba
que el KGB, el servicio secreto ruso, poseía valiosa información sobre
el proyecto Manhattan, el plan secreto de los Estados Unidos sobre la
energía atómica. ¿Cómo había llegado a sus manos? Las pistas condujeron a
Klaus Fuchs, un físico de origen alemán que había trabajado en el
proyecto en el centro de investigación nuclear de Los Álamos (Nuevo
México). A través de Fuchs, el FBI llegó hasta David Greenglass, hermano
de Ethel, sargento del ejército y especialista en mecánica que también
había trabajado en Los Álamos. Greenglass confesó haber pasado secretos a
los soviéticos e implicó a su hermana y al esposo de esta, que fueron
detenidos. Pronto, Julius fue acusado de ser el máximo responsable de la
red de espionaje, aunque el fiscal no consiguió aportar prueba solvente
al respecto, como tampoco de ninguno de los demás hechos que se le
imputaba tanto a él como a su esposa. El furor anticomunista reinante,
explotado por McCarthy hasta el paroxismo, y la oportunidad de presentar
ante la opinión pública un éxito que mostraba que el Estado velaba por
la seguridad de los suyos, hacía que de la ejecución del matrimonio se
pudiera sacar demasiado provecho como para ser indulgentes.
No fueron pocos los que afirmaron que el juicio era una farsa, lo que,
no obstante, no impidió que este terminara con el peor veredicto
posible: la condena a ser ejecutados. El juez, Irving R. Kaufman, al
leer la sentencia dijo:
Su crimen es peor que el asesinato. Y argumentó:
Yo
creo que vuestra conducta, entregando en manos de los rusos la bomba
atómica años antes de que Rusia pudiera disponer de tal fórmula, ha
provocado la agresión comunista en Corea, que ha costado más de
cincuenta mil víctimas. ¡Quién sabe si otros millones de inocentes no
pagarán el precio de vuestra traición! Con vuestra traición, vosotros,
Julius y Ethel Rosenberg, sin ninguna duda habéis cambiado el curso de
la historia en perjuicio de nuestro país. El hermano de Ethel se
libró de la pena capital al haber acusado a esta y a su cuñado. Ya
muertos, declararía que lo hizo en falso. La maquinaria coercitiva del
estado se había puesto en marcha y nadie ni nada la detendría; hasta los
hijos de los Rosenberg fueron expulsados de la escuela.
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Ethel y Julius Rosenberg separados por una red de alambre tras ser declarados culpables. / Roger Higgins© |
En todo el mundo occidental se organizaron actos de protesta contra
la condena impuesta a los Rosenberg. Empezaron las apelaciones y los
retrasos en la aplicación de la pena, al tiempo que en muchas ciudades
tenían lugar mítines y manifestaciones y se mandaban peticiones de
clemencia a la Casa Blanca. Sartre había dicho:
No os asombréis si
gritamos de un extremo al otro de Europa: ¡Cuidado! ¡Norteamérica está
rabiosa! Rompamos todos los lazos que nos unen a ella si no queremos ser
mordidos y contagiados de hidrofobia. La desmesura era tal que hasta el papa, Pio XII, había pedido indulgencia a Eisenhower.
Desde varios días antes de la fecha fijada para la ejecución las
movilizaciones se sucedieron en varias ciudades estadounidenses y
europeas. Diariamente, numerosas personas se manifestaban frente a la
Casa Blanca. El día 15 un nutrido grupo de manifestantes con carteles
pidiendo que no se les ejecutara acompañaron al hijo mayor del
matrimonio, Michael, a la Casa Blanca para pedir clemencia para con sus
padres. Con ellos iba su abuela, que llevaba de la mano al hijo pequeño.
Michael entregó una carta para el presidente Eisenhower en la que,
entre otras cosas, decía:
Espero que reciba usted mi carta, porque es una carta para que no permita usted que pase nada a mi mamá y a mi papá. Nadie quiso recibir al chico.
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Manifestación en Nueva York tras conocerse la sentencia contra los Rosenberg. / © Bettmann/CORBIS |
La cámara de la muerte del penal de Sing Sing era una habitación
grande, bien iluminada. En uno de sus lados, centrada, se situaba la
silla eléctrica, de madera, austera, con brazos en los que atar las
extremidades superiores de los condenados, llena de correas para
inmovilizar completamente el cuerpo. Frente a ella cuatro bancos,
también de madera, para los asistentes al macabro espectáculo. Al dar
las ocho entró Julius. No sabía qué hacer, se le veía desconcertado,
aturdido. Permaneció de pie, inmóvil, se apreciaba un ligero temblequeo
en sus piernas. Se sentó ayudado por los guardias, que le indicaron cómo
debía colocarse. Lo ataron y acto seguido le pusieron una especie de
máscara que solo dejaba al aire las fosas nasales y la boca, levantaron
la pernera derecha del pantalón y sujetaron a la pantorrilla una plancha
de metal por la que penetraría la corriente eléctrica, complementando
la que llegaba directamente a la cabeza. Julius parecía un muñeco
articulado que adoptaba la postura que marcaban los titiriteros de la
muerte. El director del presidio dio la señal. Se oyó el ruido de la
llave eléctrica que daba paso a la corriente. Julius dio un respingo.
Sus manos y pies se contrajeron. Se oyó un seco quejido. El cuerpo se
sacudía con la corriente. Minuto largo después cesó el zumbido. Se
acercaron los médicos. Un guardia abrió la camisa de Julius, sin muchos
miramientos. No la desbrochó, se limitó a desgarrarla. Los facultativos
le auscultaron. Todavía respiraba. Otra descarga. Otros interminables
cincuenta y siete segundos que parecieron eternos. Las convulsiones del
cuerpo eran más violentas que la primera vez, pero no ya no se oyó
quejido alguno. La boca comenzó a ponerse morada y una baba
sanguinolenta salió de su boca. Olía a quemado. Se detuvo la descarga.
Los médicos volvieron a reconocerlo.
Declaro muerto a este hombre,
pronunció uno de ellos. Apenas habían pasado un par de largos minutos.
Dos guardias con bata blanca desataron el cuerpo y lo colocaron en una
camilla de ruedas. Tenía los ojos hundidos y estaba blanco como el
mármol.
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Julius y Ethel Rosenberg en sus respectivos ataúdes tras ser asesinados en la silla eléctrica./ Getty Images |
Eran las ocho y seis minutos de la tarde. Inmediatamente entró Ethel.
Ethel confiaba hasta el último momento en que se paralizaría la orden.
Tal vez por ello daba la impresión de estar más serena que Julius y por
eso la dejaron en segundo lugar, por considerar que moralmente era más
fuerte que su marido. Las autoridades carcelarias entendieron que se
hallaba más entera y es costumbre dejar al más entero para el final
cuando se trata de ejecuciones múltiples. Le habían cortado el pelo para
que le llegase mejor la corriente, llevaba un vestido verde, los labios
apretados. Su muerte fue más cruel aún, ya que hicieron falta cinco
descargas. Se dijo luego que la causa radicó en que la silla estaba
diseñada para un cuerpo “normal” y, supuestamente, masculino, y no para
una mujer pequeña y frágil como ella. Tardó casi cinco minutos en morir.
Tras la cuarta descarga, los dos médicos aplicaron sendos estetoscopios
sobre su cuerpo para comprobar si había muerto. No estaban seguros. El
verdugo, Joseph P. Francel, abandonó por un momento el cuadro de
interruptores, situado a unos tres metros de la silla, para preguntar si
era necesaria otra descarga. Los médicos asintieron con la cabeza.
Volvieron a atar bien sujeta a Ethel y tras la quinta descarga uno de
los médicos pudo decir por fin
Declaro muerta a esta mujer.
No cruzar. Línea de policía, se indicaba en las vallas de
madera tras las cuales debían colocarse en fila centenares de personas
que querían rendirles un último homenaje ante sus cuerpos en la
funeraria J.J. Morris, donde habían sido velados toda la noche entre
otros, por la señora Sophie Rosenberg y la señora Tessie Greenglass,
madres de Julius y Ethel respectivamente. Llegado el momento, poco antes
de las dos de la tarde, los policías empezaron a apartar a la gente y a
hacer sitio para que pudieran salir los féretros en sendos coches
fúnebres. Sus familiares se colocaron detrás y la gente les siguió. Las
aceras estaban igualmente llenas de personas, varias filas se situaban a
ambos lados de la calzada. Había muchos policías y guardias a caballo.
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Instantánea del funeral de Julius y Ethel Rosenberg. / Archivos de la familia Meeropol |
El cortejo emprendió camino al cementerio de Wellwood en Pine Lawn, en
Long Island, en Nueva York, a poco más de tres kilómetros de distancia.
Más de dos mil personas les acompañaron hasta allí. La policía llegó a
hablar de siete mil vehículos en línea, cifra que sin duda exageró para
justificar las innumerables trabas que ponía a quienes querían llegar
hasta el cementerio escudándose en problemas de tráfico. Llegados a Pine
Lawn, bajaron los ataúdes de los vehículos. Ramos y coronas de flores
fueron depositados inmediatamente junto a ellos. Sophie Rosenberg, madre
de Julius, se deshacía en llantos. Emanuel Bloch, el abogado del
matrimonio y tutor de sus hijos, con traje negro, la sujetaba y trataba
de reconfortarla. Bloch pronunció el panegírico. Reivindicó su inocencia
y calificó de asesinato lo ocurrido.
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Entierro de los Rosenberg en el cementerio de Pine Lawn. / AP |
Fuente:
https://musicadecomedia.wordpress.com/2015/06/19/el-asesinato-de-los-rosenberg/
No se si serían culpables o no, pero la forma en que fueron ejecutados es totalmente repugnante, terrible, horripilante, indigna, propia de una humanidad retrógrada y enferma, los inocentes cruelmente asesinados en Hiroshima y Nagasaki y en todas las guerras dan testimonio de la malignidad y pobreza espiritual del ser ¿humano?
ResponderEliminarNo se si serían culpables o no, pero la forma en que fueron ejecutados es totalmente repugnante, terrible, horripilante, indigna, propia de una humanidad retrógrada y enferma, los inocentes cruelmente asesinados en Hiroshima y Nagasaki y en todas las guerras dan testimonio de la malignidad y pobreza espiritual del ser ¿humano?
ResponderEliminarSin dudas, había que tapar algún otro entuerto del mismo estado norteamericano. ¿Acaso no se sabía que las torres gemelas iban a ser atacadas? ¿Los servicios de inteligencia fueron tan, pero tan brutos para no advertirlo? A papá con bananas verdes...! Siga la joda...
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