Después de tantos siglos de represión, lapidación de la adúltera,
marginación de la madre soltera, persecución de la homosexualidad,
encubrimiento de la pederastia y demás perversiones que padecemos por
parte de los iluminados intransigentes, es fácil concluir que este modelo dogmático de demonización de los impulsos que la naturaleza ha creado para que la especie no desaparezca, que llamamos sexo, ha fracasado.
Obviando el tema del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo,
que para mí es incuestionable y que por supuesto hay que defender, por
desgracia, todos los días (porque nuestros próceres nos imponen su sacrosanta moral machista,
con la colaboración necesaria de sus compañeras, algunas disidentes de
boquilla, otras orgullosas de reivindicar su condición de inferior), me
gustaría abordar el tema de la reforma de la Ley del Aborto desde otro
punto de vista.
Estos señores que basan su modelo de convivencia represivo en crueles
dogmas doctrinarios, inmisericordes, disfrazados de humanismo que
preconiza el amor a los débiles, a los desheredados, mientras lanzan
pelotas de goma contra el que se está ahogando en el mar, sólo porque es
negro y pobre, en lugar de rescatarle, lanzarle un salvavidas; los
mismos, esos que hablan en nombre de dios, de su dios, el mejor del
todos los dioses, esos hipócritas que dictan leyes contra la libertad y la normal convivencia de los distintos grupos que poblamos los pueblos y las ciudades, están enfermos, tienen la mente nublada por fantasías perversas y en su frustración sexual nos flagelan desde sus órganos de poder.
Que las parejas del mismo sexo adquieran una serie de derechos al
contraer matrimonio les parece un “ataque a la familia”. Del mismo modo
que sólo hay un dios verdadero, sólo existe un modelo de familia, el
suyo. Entienden que esa institución solo tiene un sentido, un único fin: la reproducción.
Pues muy bien, procedan, por mi parte pueden disponer en la mesilla de
noche de un hisopo con agua bendita para rociar el camisón antes de
contaminarse con el pecaminoso e inevitable trámite previo, pero
déjennos en paz a los demás. Alguien debería contarles que ese tipo de
prácticas tan alejadas de la naturaleza humana acarrea infinidad de
conflictos psíquicos que, por desgracia, pagamos nosotros cuando estos
seres acceden a los despachos donde se dictan las leyes.
Esta reforma llamada Gallardón con la que pretenden aproximarnos a su
modelo de mundo, el del “valle de lágrimas”, no es sólo un ataque a la
mujer, a la que vapulean cada vez que pueden, porque como es sabido es
la mala en su libro sagrado que, por cierto, es una mala recopilación de
otros anteriores, donde sólo aparece una buena y en el anexo, que para
poder ser madre de un dios humano tiene que distinguirse de las demás a
través de una inmaculada concepción: todas las otras están contaminadas,
desde la primera. Como decíamos, esta reforma no es sólo un ataque a la mujer, sino la consecuencia lógica de la represión sexual en la que viven.
Esta ley nunca se hubiera planteado si nos reprodujéramos por esporas,
pero es, precisamente, el hecho de que el sexo intervenga en la cuestión
el que nos hace merecedores de un castigo, si no divino, porque dios
nunca se pronuncia, terrenal, penal, carcelario. Quieren aplicarnos por
otra vía la penitencia que ellos se imponen en su precaria existencia
que a todas luces les parece miserable, no se entiende de otra manera su
permanente lucha contra la libertad. El que vive en “estado de gracia”
siente compasión por los demás, no desarrolla un permanente deseo de
venganza. No son creyentes, sólo practicantes de un modelo de rito social al que siempre perteneció la élite, el poder, el dinero.
Son plenamente conscientes de que si los demás pueden llevar una vida
sin prejuicios, sin una conducta que regule sus pulsiones sexuales sino,
al contrario, dando rienda suelta a sus deseos e incluso desarrollando
técnicas sofisticadas que incrementen el placer del acto, eso que se ha
dado en llamar erotismo, que es al sexo lo que la gastronomía a la
ingesta, hacer las cosas con un poco de arte; si ellos, reprimidos de
por vida en esa inversión al más allá en la que creen obtener dividendos
ofreciendo su castidad al ser superior, invisible, pero que todo lo ve,
dieran por bueno el uso de la libertad, vivirían con la plena
conciencia de estar desperdiciando su existencia, porque carecen de fe.
En esa burda representación de lo espiritual no creen ni ellos, y para
paliar ese sentimiento de frustración nos convierten en pecadores a los
demás y, en tanto tales, merecedores de castigo. Salen a la calle y se llaman “pro vida” mientras aplauden que se ahogue a los pobres en el mar porque creen amenazados su privilegios. Serían los primeros condenados en "El Juicio Final”. ¡Ojalá fuera cierta esa patraña!
No queremos su absolución. No queremos usar su derecho al perdón a través de la confesión. No queremos caer en sus perversiones, ni en la justificación y encubrimiento de sus comunidades pedófilas,
que ustedes comprenden tan bien. Tampoco nos gusta ese entramado
financiero criminal que se ha creado en el Vaticano y que a nadie parece
importarle, al que su recién cesado secretario de Estado, el cardenal
Tarsicio Bertone, definió en su salida como “nido de cuervos y víboras”: yo no me atrevería a tanto, pero no lo conozco por dentro como él.
Obsesos sexuales, eso es lo que son. Insanos, perversos, dementes.
No, señores reprimidos, no queremos vivir en su hipocresía, en su doble moral, en su crueldad, en su ánimo de venganza patológico.
Estamos aquí para vivir en libertad.
Fuente: http://laicismo.org//detalle.php?pk=30166
No hay comentarios:
Publicar un comentario