Santi Sequeiros |
En algún momento del año 2000, pero sin poder ser muy precisos,
alguien mató a un hombre. Le dejaron por lo menos dos trozos de plomo en
su cuerpo, aunque pudieron ser más. Después le pusieron un lastre al
cadáver, y lo metieron dentro de algo, quizá una maleta. Seguramente
también había algo de lastre en su interior, piedras o lo que sea.
En algún momento del año 2000, pongamos que en invierno o primavera, el cadáver llevaba ya unos días metido en el agua, en un embalse de la Comunidad de Madrid. En apenas unos días, el cuerpo de aquel hombre empezó a pudrirse. La putrefacción, acelerada por el agua, empezó su inexorable proceso, al margen de la vida que seguía en la superficie, en la que el propietario de aquel cuerpo sólo hubiera envejecido con la naturalidad que sus hábitos le permitieran.
El cadáver se hinchó. Un tiempo después, si alguien hubiese tenido el valor de bucear en las aguas profundas y frías, abrir aquel tétrico envoltorio y tocar al muerto que reposaba en el fondo, su piel se habría desprendido con mucha facilidad. Si se hubiera hecho el gesto de, por ejemplo, darle la mano para saludarle, la piel habría salido como un guante.
Con los músculos, la carne, habría ocurrido tres cuartos de lo mismo. El cuerpo, mientras, habría seguido hinchándose, acelerado su proceso de engorde a base de gases con las semanas.
Quizá, si era éste el caso, algunos peces y otros bichos de la fauna acuática habrían estado dándose un horrible festín durante horas, días, semanas, hasta mordisquear suave pero incesamente la carne podrida, macerada en agua dulce, casi cocida a baja temperatura.
Si por algún casual las aguas del embalse se volvieron turbulentas o sufrieron los embates de diversas corrientes, es posible que el cuerpo sufriera golpes bruscos. A lo mejor, la Naturaleza quiso también que cayeran ramas grandes de un árbol, que rodaran piedras y rocas, que la erosión, con su ritmo imparable, produjera un corrimiento de tierras.
Todos esos movimientos bruscos habrían producido el desmembramiento y la mutilación de un hombre del que ya quedaba poca cosa de por sí.
Cuando por fin transcurrieron más de seis meses, y ésta es una de las pocas certezas que nos permite hoy la ciencia forense, el cadáver empezó a sufrir complicados procesos químicos, que no se sabe bien cómo funcionan ni se es capaz de provocarlos en los experimentos más logrados.
Esos procesos de hidrólisis, en combinación con los ácidos grasos del cuerpo, algo que tienen en alguna medida hasta los más delgaduchos y enjutos personajes, empezaron a juntarse.
Reaccionaron los elementos entre sí, sin que nadie interviniera, allá en el fondo helado de las aguas que nos dan de beber a los madrileños.
Y en ese lugar oscuro, donde es muy factible que nunca llegara la luz del sol, se empezó a obrar algo tan milagroso como repugnante que los científicos han dado en llamar saponificación.
«Saponificar: Del latín sapo, saponis, jabón, y -ficar», dice la Real Academia en su siempre escueta explicación.
Aquel hombre se convirtió en jabón. Literalmente, en una estatua de jabón.
Pero en aquel periodo tan indeterminado, que los forenses sólo saben que fue mayor a seis meses, y que los agentes de Homicidios de la Guardia Civil amplían a entre ocho y 18 meses, ocurrieron más cosas.
La cabeza desapareció.
La ropa, si alguna vez la tuvo o le sumergieron con ella, se desintegró en minúsculas partículas de tela y retales que arrastró la marea.
Cuando lo encontraron dos pescadores polacos, el 25 de julio de 2001, sólo flotaba un tronco con brazos y piernas, pero sin un cráneo que le diera la verdadera apariencia de vida o de muerte a aquel objeto. ¿Por qué floto? Perdería el lastre por el tiempo, creen los investigadores.
El jabón formado del propio cuerpo, si hubiera estado la cabeza, igual habría preservados los rasgos de alguien, aunque explican los forenses que de un saponificado es difícil saber «incluso la raza», mas no es improbable encontrar algo esculpido en esa macabra estatua que sirva de pista para empezar algo. Pero no fue el caso.
Tampoco es normal que se saponifique el cadáver entero, sino algunos trozos. Y de todas formas, da igual, porque sin cabeza, sin ropa, sin documentos, no se sabe quién es el muerto, y esa es la mejor ayuda que puede tener siempre de su parte el asesino.
Fuente: http://www.elmundo.es/madrid/2014/02/08/52f2c3e8268e3efd738b457b.html
En algún momento del año 2000, pongamos que en invierno o primavera, el cadáver llevaba ya unos días metido en el agua, en un embalse de la Comunidad de Madrid. En apenas unos días, el cuerpo de aquel hombre empezó a pudrirse. La putrefacción, acelerada por el agua, empezó su inexorable proceso, al margen de la vida que seguía en la superficie, en la que el propietario de aquel cuerpo sólo hubiera envejecido con la naturalidad que sus hábitos le permitieran.
El cadáver se hinchó. Un tiempo después, si alguien hubiese tenido el valor de bucear en las aguas profundas y frías, abrir aquel tétrico envoltorio y tocar al muerto que reposaba en el fondo, su piel se habría desprendido con mucha facilidad. Si se hubiera hecho el gesto de, por ejemplo, darle la mano para saludarle, la piel habría salido como un guante.
Con los músculos, la carne, habría ocurrido tres cuartos de lo mismo. El cuerpo, mientras, habría seguido hinchándose, acelerado su proceso de engorde a base de gases con las semanas.
Quizá, si era éste el caso, algunos peces y otros bichos de la fauna acuática habrían estado dándose un horrible festín durante horas, días, semanas, hasta mordisquear suave pero incesamente la carne podrida, macerada en agua dulce, casi cocida a baja temperatura.
Si por algún casual las aguas del embalse se volvieron turbulentas o sufrieron los embates de diversas corrientes, es posible que el cuerpo sufriera golpes bruscos. A lo mejor, la Naturaleza quiso también que cayeran ramas grandes de un árbol, que rodaran piedras y rocas, que la erosión, con su ritmo imparable, produjera un corrimiento de tierras.
Todos esos movimientos bruscos habrían producido el desmembramiento y la mutilación de un hombre del que ya quedaba poca cosa de por sí.
Cuando por fin transcurrieron más de seis meses, y ésta es una de las pocas certezas que nos permite hoy la ciencia forense, el cadáver empezó a sufrir complicados procesos químicos, que no se sabe bien cómo funcionan ni se es capaz de provocarlos en los experimentos más logrados.
Esos procesos de hidrólisis, en combinación con los ácidos grasos del cuerpo, algo que tienen en alguna medida hasta los más delgaduchos y enjutos personajes, empezaron a juntarse.
Reaccionaron los elementos entre sí, sin que nadie interviniera, allá en el fondo helado de las aguas que nos dan de beber a los madrileños.
Y en ese lugar oscuro, donde es muy factible que nunca llegara la luz del sol, se empezó a obrar algo tan milagroso como repugnante que los científicos han dado en llamar saponificación.
«Saponificar: Del latín sapo, saponis, jabón, y -ficar», dice la Real Academia en su siempre escueta explicación.
Aquel hombre se convirtió en jabón. Literalmente, en una estatua de jabón.
Pero en aquel periodo tan indeterminado, que los forenses sólo saben que fue mayor a seis meses, y que los agentes de Homicidios de la Guardia Civil amplían a entre ocho y 18 meses, ocurrieron más cosas.
La cabeza desapareció.
La ropa, si alguna vez la tuvo o le sumergieron con ella, se desintegró en minúsculas partículas de tela y retales que arrastró la marea.
Cuando lo encontraron dos pescadores polacos, el 25 de julio de 2001, sólo flotaba un tronco con brazos y piernas, pero sin un cráneo que le diera la verdadera apariencia de vida o de muerte a aquel objeto. ¿Por qué floto? Perdería el lastre por el tiempo, creen los investigadores.
El jabón formado del propio cuerpo, si hubiera estado la cabeza, igual habría preservados los rasgos de alguien, aunque explican los forenses que de un saponificado es difícil saber «incluso la raza», mas no es improbable encontrar algo esculpido en esa macabra estatua que sirva de pista para empezar algo. Pero no fue el caso.
Tampoco es normal que se saponifique el cadáver entero, sino algunos trozos. Y de todas formas, da igual, porque sin cabeza, sin ropa, sin documentos, no se sabe quién es el muerto, y esa es la mejor ayuda que puede tener siempre de su parte el asesino.
Fuente: http://www.elmundo.es/madrid/2014/02/08/52f2c3e8268e3efd738b457b.html
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