Con una oposición dividida y sin fuerza, el líder de la Lega contempla
un futuro escenario electoral, desde la playa, frotándose las manos
Hace exactamente siete años, por estas fechas, Matteo Salvini cargaba en
Twitter contra el turismo en el sur de Italia. Se jactaba de no pisar
nunca esa tierra, de quedarse de vacaciones en el norte y de hacer,
“como mucho, una escapadita a Suiza”. “¡Primero el norte, siempre!”,
añadía. Ahora que quiere ser premier y para ello necesita los
votos meridionales, está dedicando el verano a realizar una ruta de
mítines fiesteros por las principales localidades turísticas del sur.
Con los pocos escrúpulos que le caracterizan, sin ruborizarse asegura
que “para veranear, no hay nada mejor que las perlas del sur del país”.
Se pasea por los chiringuitos sureños armado de bañador, selfies y demagogia, y tanto se retrata besando a niños y sorbiendo spaghetti ai frutti di mare como pincha el himno de Italia desde la cabina de disc jockey, mojito en mano. Parecen quedar lejos los tiempos en los que el dirigente leghista definía
a los meridionales como “africanos, vagos” y cantaba canciones de odio
contra los napolitanos, tildándoles de “apestosos que no se han lavado
con jabón en su vida”. Y aunque disfruta de baños de multitud
impensables hasta hace un año en esas zonas, también es recibido por
sureños que le hacen saber que ellos sí tienen memoria. A los que
definía con desprecio clasista terroni hoy le trolean, alternando, un Bella Ciao y un vaffanculo.
Pero, ¿cómo ha llegado el líder de una formación que nació
autonomista y que había basado su existencia en achacar todos los males
al sur del país a ser el político que, según todos los sondeos,
arrasaría en unas nuevas elecciones?
El fundador de la Liga Norte fue Umberto Bossi, uno de los personajes
más estrambóticos del ya de por sí peculiar panorama político italiano.
A finales de los ochenta, Bossi –con la ayuda del politólogo y profesor
universitario Gianfranco Miglio– tomó prestados algunos conceptos del
imaginario de la izquierda, como pueblo, revolución y antifascismo, y los mezcló con un discurso agresivo, excluyente y racista, propio de las más extremas de las derechas europeas.
Todo ello hilvanado con una narración fabulosa que creaba mitos de la
nada –el más conocido, el de la imaginaria Padania– y rituales para
reforzar un sectario sentido de pertenencia “étnico”. Más que un
partido, querían ser un clan. Y a pesar de su retórica, fueron siempre
la muleta de Berlusconi en el poder.
Salvini tomó las riendas de la Liga a finales de 2013, cuando el
partido atravesaba la crisis más fuerte de su historia, tanto económica
como de credibilidad, a raíz de los escándalos vinculados a la familia
de Bossi. Y decidió reconvertirla en una especie de Frente Nacional a la
italiana, siguiendo los vientos favorables que comenzaban a soplar en
toda Europa para las fuerzas de extrema derecha identitarias. Contó con
el apoyo de su gran amiga Marine Le Pen, que apostó por él desde el
inicio. “Me encanta Matteo, su energía desbordante, y la fuerza de sus
discursos me hace llegar al éxtasis”, dijo en una ocasión.
Superando algunas reticencias internas, eliminó la palabra Norte y
cualquier referencia a la Padania, y comenzó a fabricar un discurso
ultranacionalista italiano. Pasó de “Primero, los del norte” a “Primero,
los italianos”. Este cambio hizo las delicias de los partidos
neofascistas, que tienen muy buena sintonía con Salvini. Es muy
significativo que en el primer acto que la Liga organizó en Roma, en
2015, el anfitrión fuese el partido neofascista Casa Pound. Marine Le
Pen participó por videoconferencia y acudieron miembros del partido
neonazi griego Amanecer Dorado. Ese día nació la Liga de Salvini.
A nivel práctico, Salvini ha tenido dos grandes aliados para alcanzar
el poder: Silvio Berlusconi, su mentor, y el Movimiento 5 Estrellas,
sus socios de gobierno, alias los tontos útiles. A ambos los ha usado de
trampolín y luego los ha devorado.
La Liga se presentó a las generales del año pasado en coalición con
el partido de Berlusconi y los postfascistas Hermanos de Italia. El
anciano ex cavaliere, tacaño con el poder y paranoico, nunca ha
querido designar un sucesor dentro de su partido. De ninguno se fía lo
suficiente y, además, encontró en Salvini al “goleador que la derecha
necesita”.
Salvini también se benefició de que Berlusconi fuera condenado por
fraude fiscal e inhabilitado. Aunque no podía presentarse como
candidato, el magnate continuaba mandando. Cuando Matteo Renzi era
primer ministro, Berlusconi pactó con él una reforma de la ley electoral
hecha a medida para frenar al Movimiento 5 Estrellas, que en aquel
momento estaba en el apogeo de su popularidad. La principal
característica de la ley es que el partido más votado tiene que llegar
al 40% de los votos para proclamarse ganador y adjudicarse
automáticamente un premio de 340 escaños sobre un total de 630.
La idea era que el 40% es una cifra casi imposible de alcanzar por
una sola formación, por lo que la ley obligaría a pactos. Los 5
Estrellas habían jurado por activa y por pasiva que nunca pactarían con
nadie. Renzi y Berlusconi, en cambio, habían acordado hacerlo para
repartirse el poder.
Pero nada salió como debía: el intento de Renzi de reconvertir el
Partido Demócrata en una formación personal de centro liberal, al estilo
de lo que luego hizo Emmanuel Macron, fracasó estrepitosamente. La
formación se desplomó hasta mínimos históricos en las generales de marzo
de 2018. Obtuvo sólo un 19%. El partido que consiguió más votos fue el 5
Estrellas, con un 32,6%. Dentro de la coalición de derechas, que fue la
ganadora con un 37,6%, el partido más votado no fue el de su líder,
Berlusconi (14%), sino el de Salvini, con un histórico 17,4%. Sin
embargo, sin el aval de Berlusconi, Salvini difícilmente habría logrado
penetrar más abajo de Bérgamo.
El primer líder político extranjero en reaccionar cuando se
conocieron los resultados fue la francesa Marine Le Pen. La capitana del
Front National tuiteó, exultante: “La Unión Europea
pasará una mala noche”, acompañado de un emoticono riéndose. En las
estancias de extrema derecha ya se olía, y se auguraba, el pacto grillino-leghista. Y así fue: los grillini hicieron
caso a los consejos de Steve Bannon, que se había desplazado a Roma
para seguir la campaña, y tendieron la mano a Salvini.
Éste obtuvo unas condiciones inmejorables respecto a su peso electoral. Consiguió formar un ejecutivo bicéfalo con dos vicepremiers que tendrían la voz cantante y un premier de paja que firmó sin rechistar el contrato de gobierno que le redactaron. Encima, el leghista se
hizo con el cargo que más ilusión le hacía, el de ministro del
Interior. Así ha podido lucir cada día un uniforme de un cuerpo de
policía distinto.
Le tomó solo un mes comerse al otro vicepremier, el grillino Luigi
di Maio, anodino y fiel portavoz de las opiniones de Beppe Grillo,
quien le eligió. En pocas semanas, los sondeos le daban ya el liderazgo a
Salvini. Luego llegaron las primeras victorias regionales y el primer
hito importante: ganar las europeas.
El año de gobierno ha sido para Salvini una campaña electoral
permanente, y toda la legislatura, una preparación para el momento en
que anunció la ruptura con los 5 Estrellas. Lo ha hecho en agosto, con
los parlamentarios de vacaciones, mientras él tenía ya organizado su tour electoral
por el sur del país. Quiere ir a elecciones porque sabe que ahora las
ganaría con comodidad (no hay sondeo alguno que le dé menos del 36%). Le
bastaría el apoyo de los posfascistas Hermanos de Italia para superar
el 40% y tener mayoría en el parlamento. Si sumase a Berlusconi a la
alianza, superaría el 50% de votos.
Los 5 Estrellas, aún siendo los socios de mayoría del gobierno, se
han comportado como vasallos serviciales de Salvini. Por miedo a perder
el poder –Salvini amenazaba con hacer caer el gobierno cada dos por
tres– le han apoyado en todo. No han aprovechado los escándalos de
corrupción de la Lega. Incluso votaron a favor de la inmunidad de su
líder para que pudiese escapar de la justicia, que quería procesarle por
secuestro de personas tras haber dejado a 177 migrantes rescatados por
la nave Diciotti en medio del mar, heridos y sin apenas comida, hace ahora un año.
Pocos días antes de que Salvini les dejara plantados, los grillini votaron
el Decreto Seguridad bis, que le daba, como ministro del Interior,
poderes nunca vistos en la historia de la democracia italiana. Pero
Salvini no se conforma con actuar de facto como primer ministro: quiere que las urnas lo ratifiquen.
Y lo anunció así: “Quiero que los italianos me den plenos poderes”.
No es una expresión casual. Es una conocida frase de Benito Mussolini,
que acuñó el 16 de noviembre del 1922, en el discurso del bivacco, el primero que hacía como primer ministro del regno de
Italia. A Salvini, o a quien le asesora, le encantan estos guiños al
fascismo. Sus lemas preferidos, que cita a menudo en las redes y en los
mítines, son de Mussolini: “Tanti nemici, tanto onore” (muchos enemigos,
mucho honor) o “Indietro non si torna” (no hay vuelta atrás).
Salvini no esconde su inclinación por el autoritarismo, y tampoco su
coqueteo con el fascismo. Por algo compartió escenario con los
neofascistas de Casa Pound, y su mano derecha, Lorenzo Fontana,
ultraconservador ministro de la Familia, propuso que hacer apología del
nazismo, el fascismo o el racismo dejasen de ser delito.
Lo que pueda pasar ahora es incierto. Lo único que parece seguro es
que, si se convocaran elecciones, las ganaría Salvini. Por eso, cada vez
más voces –sobre todo desde las tribunas de opinión del centro y el
centroizquierda– apuestan por un gobierno de transición, que incluya al
Partido Demócrata y al M5E, para dar tiempo a organizar una cierta
oposición antes de los comicios. Y rezar para que la popularidad de
Salvini descienda. Como es tradición, el centroizquierda está dividido.
Nicola Zingaretti, el secretario general del PD, se opuso
categóricamente en un principio a esta opción. “Si lo hacemos, le
regalamos la campaña a Salvini, y cuando vayamos a las urnas tendrá más
del 40%”, aseguró. Luego entró en escena el arrogante Renzi, que ha
visto una ocasión para volver a tener protagonismo. El expremier, que
baraja montar su propio partido de centro, ha pedido abiertamente un
gobierno “institucional” con el M5E “para evitar la recesión” y “porque
el país está en peligro”. El debate está abierto.
Salvini ha hecho caer el ejecutivo antes de los ajustes impuestos por
Bruselas, previstos para otoño. Se libra así del trabajo sucio y le
resultará fácil atacar al gobierno que lo asuma provisionalmente.
Mientras tanto, el centroizquierda, que supera por poco el 20% en los
sondeos, y los 5 Estrellas, con apenas el 17%, se pelean por cómo
plantarle cara. Estos últimos, después de pasarse un año defendiéndole e
imitándole; los otros, planteándose aliarse con los socios que han
blanqueado la extrema derecha y se han apropiado de sus discursos de
odio. Se debaten entre ser pragmáticos o ser coherentes. No muy lejos,
el leghistacontempla el escenario desde la playa, frotándose
las manos: la amenaza de un Salvini gobernando Italia con plenos poderes
de regusto mussoliniano es bien real. Y que la única forma de impedirlo
sea evitar las elecciones a toda costa es ya un triunfo de Salvini.
Fuente: https://ctxt.es/es/20190807/Politica/27777/Alba-Sidera-Italia-Europa-Salvini-Mussolini-elecciones-5-estrellas-Lega.htm#.XVOi5UN_WSg.twitter
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