Supporter of far-right identitarian movement stands on the roof during rhe demonstration in halle |
El eritreo, de 26 años, caminaba solo por una calle del
polígono industrial de Wächtersbach, una pequeña localidad cerca de
Fráncfort. Era lunes, mediodía, hacía calor y apenas nadie más pasaba por allí. Entonces un vehículo se acercó hasta el joven y el conductor, sin bajarse ni mediar palabra, comenzó a dispararle.
Una de las balas fue a empotrarse contra la fachada metálica de un
almacén aledaño. Otra le impactó en el estómago y lo dejó herido grave,
desangrándose en el suelo. El coche desapareció en unos segundos.
La
Fiscalía de Fráncfort, al día siguiente, lo tenía claro. Hubo
"claramente una motivación racista", afirmó un portavoz, que explicó que
la víctima fuera elegida de forma aleatoria,
exclusivamente por "el color de su piel". El joven, agregó, pudo ser
salvado gracias a una intervención quirúrgica de urgencia, aunque se
encuentra aún grave. Al presunto autor de los disparos se le encontró
muerto dos horas después de ataque, todavía dentro del vehículo. Era un alemán de 55 años.
Se había pegado un tiro en la cabeza.
Estaba ya inconsciente y murió sin llegar al hospital. En el posterior
registro de su domicilio las fuerzas de seguridad se incautaron de
parafernalia nacionalsocialista.
Ese lunes, un poco antes del ataque, la policía tuvo que desalojar la sede central del partido La Izquierda en Berlín, después de que se recibiese una amenaza de bomba por correo. Casi de forma simultánea tres mezquitas en Duisburgo, Manheim y Mainz tuvieron también que ser vaciadas de urgencia por el mismo motivo. Todos los mensajes iban firmados por la red ultraderechista Combat 18.
Al día siguiente, a medianoche, un grupo de desconocidos lanzó un artefacto explosivo casero contra la vivienda de la política de La Izquierda Ramona Gehring en Zittau, una pequeña localidad en el este. La bomba rompió la ventana y explotó en el salón, donde dormía el nieto de la propietaria, de siete años, quien pese a los desperfectos materiales resultó ileso.
Estas 48 horas han sido la puntilla que ha necesitado Alemania para disparar las alarmas. Porque la ultraderecha ha desatado la violencia este verano y la acumulación de ataques y amenazas impide ya hablar de hechos aislados.
El pasado 2 de junio un hombre de círculos neonazis asesinó de un disparo en el porche de su casa al alcalde de Kassel, el conservador Walter Lübcke, conocido por haber defendido -pese a las críticas de los nacionalistas- la política de acogida de refugiados de su líder, la canciller Angela Merkel. Y a mediados de julio el regidor de Hockenheim, el socialdemócrata Dieter Gummer, resultó herido grave en una agresión aún no aclarada en la puerta de su casa.
El Ministerio de Interior ha advertido que la ultraderecha está envalentonada y ha ampliado sus objetivos.
"Cada vez más personas de la vida pública, cargos públicos activistas,
periodistas, pero también individuos que critican a la extrema derecha,
se están convirtiendo en objeto de estas acciones", advirtió
recientemente un portavoz de Interior.
El Gobierno
alemán ha condenado enérgicamente los últimos ataques y ha reconocido
que, sin descuidar otras amenazas, ha convertido en una de sus
prioridades la lucha contra la violencia de extrema derecha. "Para mí la
extrema derecha es en estos momentos extremadamente peligrosa, lo cual
no quiere decir que perdamos de vista el islamismo, por ejemplo, o el
antisemitismo", aseguró hace unos días el ministro de Interior, Horst
Seehofer.
El último anuario de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BfV), los servicios secretos del interior, eleva a 24.100 el número de ultraderechistas en el país, un máximo histórico.
Y estima que de ellos unos 12.700 están dispuestos a emplear la
violencia. El documento añade que algo menos de la mitad de estos
círculos ultraderechistas están integrados en organizaciones como el
Partido Nacionaldemocrático Alemán (NPD), la formación neonazi que se ha
intentado ilegalizar en dos ocasiones, o en fuerzas aún más
minoritarias como III. Weg (Tercera vía) y Die Rechte (La Derecha). El
resto militan en camaraderías no estructuradas, pertenecen al movimiento
identitario o están clasificados como "Reichbürger" (personas que niegan la legalidad de la república federal) o como "autónomos".
También está
subiendo la presencia de la ultraderecha en la calles. Según cálculos de
Interior facilitados a raíz de una interpelación parlamentaria, entre
enero y septiembre del año pasado un total de 15.264 personas
participaron en manifestaciones neonazis, cuando en todo el año previo
fueron 11.285. El pasado 1 de mayo recorrieron el país las imágenes de
militantes de III Weg marchando en formación por las calles de Plauen,
una localidad del este, con tambores y banderas, en una protesta que
rezumaba nostalgia nacionalsocialista.
Una segunda oleada
Según algunos expertos, Alemania se encuentra ante una segunda oleada de violencia ultraderechista desde 2015.
Y no dudan en refrescar la memoria a los que se indignan con cada
incidente, pero no contextualizan. En los últimos años ya se habían
registrado varios ataques a políticos, como los que sufrió la candidata a
la alcaldía de Colonia Henriette Reker en 2015 o el alcalde de Altenar,
Andreas Hollstein, dos años más tarde. Hubo además varios alcaldes de
pequeñas localidades del este de Alemania que dejaron su cargo -e
incluso se mudaron a otra ciudad- por la presión de los grupos de
extrema derecha cuando ellos se ofrecieron a acoger refugiados en
edificios públicos.
"La violencia de extrema derecha de este verano no llega por sorpresa. Aparece en un clima político que recuerda peligrosamente al de los años 90",
argumenta el periodista de investigación Christian Fuchs en un análisis
en el semanario Zeit. En la década de los 90 la conjunción de varios
factores, de la reunificación alemana a la llegada de refugiados de las
guerras en los Balcanes, sirvieron de germen de la primera gran oleada
de violencia ultraderechista en el país. Uno de aquellos ataques fue el
incendio provocado en una casa de inmigrantes turcos en Solingen en 1993
en el que murieron cinco personas.
Según una investigación conjunta de Zeit y el diario Tagesspiegel, entre 1990 y 2017 al menos 169 personas fueron asesinadas en Alemania por miembros de la extrema derecha,
entre ellos extranjeros, sintecho, homosexuales, izquierdistas y otras
personas a las que consideraban "adversarios políticos". Las cifras
oficiales reconocen tan sólo a aproximadamente la mitad de esas
víctimas.
Diez de estas muertes llevan el sello del trío
terrorista Clandestinidad Nacionalsocialista (NSU), un grupo que entre
1999 y 2007 asesinó a nueve extranjeros y a una agente de policía con
total impunidad, además de perpetrar tres atentados y cometer al menos
quince atracos.
Mientras, las fuerzas de seguridad, "ciegas del ojo derecho" como se dice en Alemania,
no relacionaron los crímenes -pese a haberse cometido todos con la
misma pistola- y hablaron de ajustes de cuentas entre mafias. Hasta que
por casualidad, tras un atraco frustrado, dos de los miembros se
suicidaron y se descubrió la trama. Merkel pidió "perdón" a las víctimas
y calificó los atentados de "vergüenza" para el país.
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