jueves, 1 de agosto de 2019

Cenar con un criminal de guerra

La carnicería actual de Trump no llega, todavía, a ser tan sangrienta como fue la de Kissinger, “un desaliñado despreciable que hacía la guerra con gusto”, según le definió el novelista Joseph Heller

<p>Henry Kissinger se entrevista con Augusto Pinochet, en 1976.</p>
Henry Kissinger se entrevista con Augusto Pinochet, en 1976.
Archivo General Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile
 Esta es la historia de la noche en que me encontré de repente cenando con Henry Kissinger. Sucedió en un restaurante fino de Cambridge, en el interior del complejo del Charles Hotel que se encuentra cerca de Harvard Square. Nuestro grupo acababa de sentarse en una mesa junto a la parte delantera del local y estaba estudiando el menú cuando miré hacia arriba y vi la inconfundible figura desaliñada de Kissinger arrastrando los pies al pasar. Estaba con su igualmente reconocible esposa, Nancy, y les guiaba hacia una mesa junto a la parte trasera del comedor otro personaje conocido, la antigua embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Samantha Power. Uno o dos agentes parecían controlar la seguridad. Pocos minutos después, vi al profesor de derecho de Harvard, Cass Sunstein, que está casado con Power, entrar apresuradamente con una maleta pequeña, como si acabara de llegar del aeropuerto, y sentarse en la mesa de Kissinger.

¿Qué se supone que tienes que hacer cuando te encuentras en un lugar público con alguien a quien consideras un criminal de guerra? No estaba preparado para ese momento. Como periodista anclado, por formación y disposición, en el papel de observador, lo único que pude hacer fue… observar. Lógicamente, fue uno de los temas de conversación de nuestra mesa. Uno de los belicistas más famosos del mundo estaba cenando ahí al lado, y con dos de los liberales más destacados de Harvard, dos intelectuales que habían formado parte del Gobierno Obama. Power es la autora de un libro sobre la respuesta histórica que ha dado EE.UU. al genocidio, con el que ganó el Premio Pulitzer en 2003, y Sunstein publicó un libro ese mismo año con el título de Por qué las sociedades necesitan la disensión.

Sin embargo, en este caso, ninguno de los que estábamos en el restaurante manifestamos ninguna disensión o disgusto. La noche prosiguió de forma decorosa y civilizada. Era como ver a un famoso, algo que no es del todo inusual en un restaurante de clase alta. Todo el mundo sabe cómo comportarse y, así, mientras prolongábamos nuestros postres, aproximadamente una hora después, pudimos observar al anciano y a su comitiva regresar discretamente a la noche de Cambridge. Fue a finales de mayo del año pasado, cuatro días antes de que Kissinger (nacido el 27 de mayo de 1923) cumpliera noventa y cinco años.

Unas dos semanas después, falleció Anthony Bourdain, el chef internacionalmente aclamado, poco después de su sesenta y dos cumpleaños. Si no hubiera sido por ese motivo, el avistamiento de Kissinger podría haber pasado a formar parte de mi archivo de memoria; sin embargo, me ha acompañado como un virus durante todo un año. Bourdain sentía un odio particular hacia Henry Kissinger y había reflexionado sobre esa pregunta: “¿Qué debes hacer cuando un criminal de guerra entra en un restaurante?”. Como relató Patrick Radden Keefe en un perfil que realizó en 2017 para New Yorker:

[Bourdain] se embarcó entonces en una diatriba sobre lo enfermo que le ponía, después de haber viajado por el sudeste asiático, ver cómo los que acudían a los almuerzos del poder recibían a Kissinger con los brazos abiertos. “Cualquier periodista que se haya mostrado educado con Henry Kissinger, sabes qué le digo: que le den por el culo”, afirmó, mientras su indignación ascendía por momentos. “Creo profundamente en las zonas grises morales, pero cuando se trata de ese tipo, en mi opinión, no debería permitírsele comer en ningún restaurante de Nueva York”.

Cuando saltó la noticia del fallecimiento de Bourdain, Joshua Keating, en Slate, citó este comentario, así como un pasaje del libro que publicó Bourdain en 2001, Viajes de un chef:

Después de haber estado en Camboya, nunca más podrás quitarte las ganas de querer matar a Kissinger usando solo tus manos. Nunca podrás volver a abrir un periódico y leer cómo esa escoria traidora, prevaricadora y asesina se sienta con Charlie Rose para tener una agradable charla o acude a algún evento de gala en favor de alguna revista del corazón sin que te den arcadas. Cuando presencias lo que Henry hizo en Camboya (cuáles son los frutos de su genio para las artes políticas) nunca más podrás comprender por qué no está sentado en el banquillo de La Haya junto a Milošević.

Yo nunca he estado en Camboya y, como la mayoría de los estadounidenses, tengo capacidad para olvidar. Casi había borrado de mi mente los horribles detalles de esa época y los pormenores de los crímenes de Kissinger, pero la furia de Bourdain me impactó. Sentí la repentina obligación de revisar el sórdido registro de las actividades de Kissinger, lo que también significaba hacer frente a la pregunta de por qué los que acuden a los almuerzos del poder siguen tratándolo tan bien. No tardé mucho en darme cuenta de que había algo más que perseguía: una forma de entender la deprimente situación política actual. Desde la conmoción que supuso ver cómo un magnate inmobiliario imprevisible y sin cualificación se instalaba en la Casa Blanca, aquellos de nosotros que seguimos una dieta mediática específica venimos preguntándonos, por lo general varias veces al día, ¿cuán malo es? y ¿cuánto puede empeorar? Más que nunca antes hemos visto cómo muchas personas (incluso en los círculos centristas frotamentones y en los enclaves liberales palabreros) se preocupaban abiertamente por el auge del fascismo y declaraban formar parte de un #movimiento de resistencia.

Cada día de la era Trump aporta pruebas de una nueva ruptura con las tradiciones y normas estadounidenses. No sirve de nada negarlo, este presidente es más osado que ningún otro que hayamos visto nunca antes en nuestras vidas a la hora de decir en público cualquier cosa que se le venga a su confusa cabeza. “Esto no es normal”, se ha convertido en la queja habitual de nuestra época. No obstante, cuanto más piensas sobre Nixon y Kissinger, más tienes que enfrentarte al hecho de que un cierto tipo de corrupción, falta de honradez y crueldad ha sido, qué diantres, la norma en la política estadounidense y, sobre todo, en la política exterior. Si lo único que ves ahora es una ruptura con respecto a ciertas formas de llevar a cabo los asuntos presidenciales, te arriesgas a pasar por alto las continuidades, que son igual de importantes. Es más que posible que seamos capaces de empezar a revertir el legado de Trump antes de averiguar cómo podemos librarnos del de Kissinger.
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Para el que quiera conocer todos los cargos que pesan sobre Kissinger, existe, cómo no, el manual que publicó Christopher Hitchens en 2001: Juicio a Henry Kissinger. Hitchens comienza con lo que denomina un “secreto a voces” en Washington, “demasiado trascendental y demasiado horrible para contarlo”. A saber, que Nixon y Kissinger sabotearon de forma deliberada las negociaciones de paz de París del otoño de 1968 (cuando todavía eran ciudadanos particulares, y por tanto, de forma ilegal) y sugirieron a la junta militar de Vietnam del sur que podrían conseguir un mejor acuerdo con un gobierno republicano. Como es lógico, el resultado fue que la Guerra de Vietnam se prolongó más de cuatro años adicionales, y esto dio lugar al bombardeo incesante de Vietnam, Camboya y Laos, a otras 20.000 muertes de estadounidenses y a un incontable número de vietnamitas, camboyanas y laosianas.

Más adelante, Hitchens valora los roles que desempeñó Kissinger en las guerras, genocidios y golpes, incluidos los de Bangladés, Chile, Chipre y Timor Oriental. Acusa a Kissinger de ser “directamente responsable” del secuestro y asesinato del general chileno René Schneider en 1970. Ninguna de las informaciones de las que deja constancia es precisamente nueva, como señala Hitchens al final del libro. Sin embargo, al reunirlos todos bajo un único informe penal (que Harper’s Magazine publicó originalmente en dos partes con el título de “El proceso contra Henry Kissinger” y que luego Verso publicó en forma de libro), probablemente Hitchens fuera la persona que más tuvo que ver a la hora de asociar el término “criminal de guerra” con el nombre de Kissinger.

Hitchens falleció en 2011, y es fácil imaginar a Kissinger alzando una copa de jerez al enterarse de que su martirizador se había ido a la edad de sesenta y dos años. Hitchens era un pensador heterodoxo que cambiaba bruscamente de dirección, aunque su asalto contra Kissinger, como mínimo, hizo que Kissinger saboreara un poco de lo que se merecía y, como Hitchens se encontraba a sus anchas en los medios de difusión, su voz todavía resuena en todos los rincones de internet. Por ejemplo, en una entrevista que concedió en 2001 al periodista canadiense Allan Gregg, Hitchens resume la visión que tiene sobre su bestia negra: “Es un matón, un delincuente, un mentiroso, un pseudointelectual y un asesino, ¿de acuerdo? Todas esas cosas se pueden comprobar de manera objetiva. Que sea un anticomunista es una especulación que él mismo se empeña en fomentar”.

En cambio, las palabras “criminal de guerra” aparecen solo dos veces en el libro que Greg Grandin publicó en 2015, La sombra de Kissinger, y en ambas ocasiones lo hacen para referirse a la polémica de Hitchens. Sin embargo, para mí, el libro de Grandin es más importante, ya que conecta de forma magistral el legado de Kissinger con lo que vino después: los años de Reagan y Bush, así como los gobiernos de Clinton y Obama. Anticipa de diversas formas la peligrosa situación política que se instaló en 2016 (sobre todo al detallar el desprecio que sentía Kissinger por los “hombres con datos” y su creencia en que Occidente necesitaba hombres “que fueran capaces de crear su propia realidad”). Desde el principio, es evidente que Grandin persigue algo diferente de lo que perseguía Hitchens. Lo afirma de forma explícita, casi de pasada, en las páginas de agradecimientos que se encuentran al final del libro: como Hitchens “se centraba de forma obsesiva en la moralidad de un solo hombre, su demonio”, pasó por alto “la visión de conjunto”. Es decir, veía a Kissinger como un “saqueador de los valores estadounidenses”, y no alguien que intensificó el militarismo estadounidense y tuvo “un rol desmesurado” a la hora de “crear el mundo en el que vivimos en la actualidad, que acepta las guerras interminables como algo natural”.

Aunque Grandin recuenta el amplio abanico de tejemanejes que Kissinger se traía entre manos (como por ejemplo los guiños de complicidad que le hizo en 1975 al dictador indonesio Suharto justo antes de que este invadiera Timor Oriental, que luego resultó “en al menos 102.800 timorenses… muertos como consecuencia de la invasión y la ocupación indonesia posterior durante 24 h”), la información sobre Camboya y Laos es la que todavía provoca shock y pavor. “El bombardeo sobre Camboya fue ilegal en cuanto a su concepción, doloso en cuanto a su implementación y genocida en cuanto a los efectos que tuvo”, escribe Grandin. Nixon y Kissinger consiguieron mantener en secreto durante meses la extensión de la guerra hacia Camboya (un país neutral), porque Kissinger montó un elaborado sistema de falsificación burocrática que consiguió que ni siquiera los altos funcionarios del Pentágono lo supieran. (Las primeras operaciones encubiertas de bombardeo se denominaron “Operación Desayuno”; más tarde la campaña recibió el nombre de “Operación Menú”). Cuando Nixon anunció en público su plan para invadir Camboya el 30 de abril de 1970, se produjeron manifestaciones generalizadas y, poco tiempo después, tuvieron lugar los disparos de la Guardia Nacional en la Universidad Ken State de Ohio que acabaron con la vida de cuatro estudiantes. Los bombardeos continuaron durante tres años más. Grandin escribió:

Que Kissinger, en conjunto con Nixon, dirigiera el bombardeo de Camboya, y que lo hiciera desde marzo de 1969, es bien sabido hoy en día. No lo es tanto que la peor parte de su bombardeo comenzara en febrero de 1973, un mes después de que Washington, Hanói y Saigón firmaran los Acuerdos de Paz de París. En 1972, Estados Unidos lanzó un total de 53.000 toneladas de bombas sobre Camboya. Entre el 8 de febrero y el 15 de agosto de 1973 ese número casi se quintuplicó y tuvo como objetivo no solo algunos “santuarios” vietnamitas situados al este del país, sino la mayor parte del país.

La situación fue incluso más extrema en Laos, un país que la radio estatal estadounidense Voice of America describió como “el país más bombardeado de la historia”. Tanto en Camboya como en Laos, cabe la pena señalar, indica Grandin, “estos crímenes persisten”. “Casi un 30 % de las bombas que lanzó Estados Unidos, la mayoría durante el mandato de Kissinger, no llegaron a detonar. En Laos se calcula que existen 80 millones de bombas de racimo sin explotar, escondidas bajo una fina capa de tierra y repletas de rodamientos”. Incluso a día de hoy, cientos de personas mueren cada año y el resultado son casi 20.000 muertes hasta 2009. El 23% de las víctimas son niños, de acuerdo con los autores del libro Cosecha eterna que se publicó en 2013. Según la descripción de un trabajador humanitario: “Cuando vas hoy en día a los pueblos, todavía puedes ver pruebas de ello, todavía puedes ver los cráteres de las bombas, todavía puedes ver la increíble cantidad de metal, restos y artefactos explosivos sin detonar esparcidos como si nada por los pueblos. Y en la actualidad siguen todavía hiriendo y matando personas”.

El celo con el que Nixon y Kissinger emprendieron esta carnicería es algo psicopático. En los documentos sobre la presidencia de Nixon que se guardan en los Archivos Nacionales hay un memorándum de 1973 en el que aparece Kissinger comentando la escalada del bombardeo sobre Camboya: “Preferimos pecar más bien por exceso”. Pocos días después, Nixon le dijo a Kissinger por teléfono: “No veo motivo alguno para no arrasarlos por completo en Camboya”.

De forma crucial, no consiguió alcanzar su supuesto objetivo. No logró el propósito declarado de la política Kissinger: conseguir que Vietnam del Norte retirara sus tropas de Vietnam del Sur, ni tampoco sirvió para frenar sus operaciones de una manera significativa. De hecho, según afirma Grandin, Kissinger probablemente ni siquiera pensaba que esos objetivos fueran realistas, “puesto que en 1965 ya había llegado a la conclusión de que la guerra era en vano”. Todas las numerosas racionalizaciones que empleó Kissinger no equivalían más que a la misma falacia fundamental que se escondía detrás de la guerra de Vietnam, que Grandin resume con estas palabras: “Tenemos que escalar para demostrar que no somos impotentes, y cuanto más impotentes demostremos ser, más tendremos que escalar”.
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Es infinitamente irritante que Kissinger siga estando considerado como una fuente de profunda sabiduría y realpolitik en los círculos políticos internacionales. Como indicó una vez Hitchens: “La mayoría de las políticas de Henry Kissinger realmente terminaron en calamidad”.
“El bombardeo de Camboya”, escribe Grandin, “es diferente a las otras transgresiones de Kissinger, y no solo por la cruel magnitud del número de cadáveres”. También fue lo diametralmente opuesto a un pensador astuto y realista porque consiguió menos que nada: allanó el camino para el alzamiento de los Jemeres Rojos y el genocidio que vino después. En sus propias memorias, Kissinger ha negado de forma enérgica cualquier tipo de culpabilidad o responsabilidad por la catástrofe de Camboya. Grandin acude al historiador de Yale, Ben Kiernan, director fundador del Programa de Estudios sobre Genocidios. Kiernan se muestra cauteloso a la hora de designar causas y efectos, y le dice a Grandin que “la causa del genocidio fue la decisión de Pol Pot de llevarlo a cabo”, pero también rechaza los intentos de Kissinger por desviar la atención y afirma que la facción extremista de los Jemeres Rojos “no habría llegado al poder si no se hubiera producido el bombardeo de Estados Unidos”.

Al poco de ver a Kissinger cenando con Samantha Power en Cambridge, me pregunté, como es lógico, qué es lo que había dicho la autora de un estudio de 610 páginas (Problema infernal) sobre el reguero de destrucción que habían dejado Nixon y Kissinger en el sudeste asiático. En su capítulo sobre Camboya, Power se centra principalmente en los acontecimientos posteriores a la toma de poder de los Jemeres Rojos y lo difícil que fue para el resto del mundo descubrir lo que había pasado. No obstante, pasa varias páginas examinando la situación previa y señala que “el periodista británico William Shawcross y otros sostienen que las filas de los Jemeres Rojos crecieron principalmente como consecuencia de la intervención de Estados Unidos”. Poco después de que Estados Unidos cerrara su embajada y abandonara el país en manos de los Jemeres Rojos, el presidente Gerald Ford y Kissinger emitieron tardías alertas sobre los nuevos gobernantes. “Pero el gobierno de Ford tenía poca credibilidad”, escribe Power. “Kissinger había desangrado Camboya y ensuciado su propia reputación con la política previa de Estados Unidos”. Su análisis sobre el papel que desempeñó Kissinger en Camboya es somero, pero incluye de todos modos este juicio de valor: “La intervención estadounidense en Camboya provocó daños terribles por sí sola, pero también ayudó de forma indirecta al establecimiento de un régimen monstruoso”.

Después de haber participado en el Consejo de Seguridad Nacional del Gobierno de Obama y después de haber ocupado el cargo de embajadora ante la ONU entre 2013 y 2017, seguro que Power piensa que posee una visión más “realista” de los asuntos internacionales que cuando no era más que una escritora. En junio de 2016, viajó a Alemania para aceptar el “Premio Henry A. Kissinger”, que entregaba la American Academy de Berlín en reconocimiento por “los inestimables servicios prestados a la relación transatlántica”. Naturalmente, mucha gente se sorprendió cuando tuiteó en abril de 2014 una foto de ella y Kissinger acudiendo a ver un partido de béisbol de los Yankees. Después de pasar tiempo con Power, el periodista Evan Osnos publicó una cita de Kissinger en The New Yorker: “Power entendió cuál era la diferencia entre ser profesor y ser legislador, por eso, cuando analizaba los problemas contemporáneos, no había tantas diferencias entre lo que pensábamos ella y yo”.

¿Y qué pasa con el marido de Power, Cass Sunstein? Unas pocas semanas después de su cena con Kissinger, publicó en la New York Review of Books, con el título de “Podría ocurrir aquí”, la reseña de dos libros sobre el auge de los nazis en Alemania. La cuestión de fondo versaba sobre si la democracia liberal de Estados Unidos sobreviviría a Trump. Sunstein escribió:

Si el presidente de Estados Unidos miente constantemente, y se queja de que la prensa independiente es responsable de las noticias falsas, y pide que se le retiren las licencias a las cadenas de televisión, y solicita públicamente penas de cárcel para sus oponentes políticos, y menoscaba la autoridad del Departamento de Justicia y del FBI, y magnifica las divisiones sociales, y deslegitimiza las críticas por “corruptas” o “fallidas”, e incluso rechaza, en un claro incumplimiento de la ley, proteger a los niños contra los riesgos asociados con la pintura de plomo, pues bueno, fascismo no es, pero Estados Unidos nunca había visto nada que se le parezca. 

Se pueden hacer objeciones sobre los detalles concretos, pero también se puede argumentar que ya hemos visto muchas de esas cosas (y peores). Se puede establecer una diferenciación entre los crímenes Kissinger y las guerras que vinieron después. No unas guerras secretas, como dice Grandin, sino unas guerras que convirtieron la doctrina del “shock y pavor” en un espectáculo televisivo. Unas políticas brutales que provocaron la muerte de innumerables civiles no solo mientras la maquinaria de guerra de Bush-Cheney estuvo activa, sino también durante los gobiernos de Clinton y Obama. Grandin llama nuestra atención sobre esa ocasión en que Lesley Stahl le preguntó a la secretaria de Estado de Clinton, Madeleine Albright, en el programa 60 Minutos, sobre los cerca de medio millón de niños que habían muerto en Irak como consecuencia de las sanciones económicas de la década de 1990. “Vamos”, dijo Stahl, “que son más niños que los que murieron en Hiroshima”. La respuesta de Albright fue totalmente kissingeriana: “Creemos que el precio a pagar merece la pena”.

La carnicería actual de Trump no llega, todavía, a ser tan sangrienta como la de Kissinger. Hoy en día, están muriendo civiles en Yemen y en otros lugares. Pero Trump ha incorporado a miembros del equipo B de partidarios de Kissinger como John Bolton y Mike Pompeo, que todavía podrían conseguir provocar una guerra con Irán. Hay niños que están siendo secuestrados y traumatizados en la frontera sur de EE.UU. por un presidente que parece disfrutar con algo que cualquier otra persona decente consideraría violaciones de los derechos humanos. Kissinger, que Joseph Heller describió de forma tan memorable como “un desaliñado despreciable que hacía la guerra con gusto”,  será, muy pronto, transportado en un ataúd. Pero, como escribe Grandin en su epílogo, “El kissingerismo” (la brutalidad racionalizada que los presidentes imperialistas de EE.UU. toleran e incluso por lo general se espera de ellos) es muy probable que perdure.

Si miramos la parte positiva, Samantha Power pronto publicará unas memorias; el título provisional es La educación de una idealista.

Fuente: https://ctxt.es/es/20190731/Politica/27590/The-Baffler-Kissinger-Trump-crimenes-guerra-EEUU.htm

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