Celia Ojeda (Valladolid, 1979) es doctora en
Biología especializada en reservas marinas con más de 15 años de
actividad a favor del delicado equilibrio medioambiental del planeta.
Empezó combatiendo la sobrepesca y trabajando en la protección de los
océanos en Greenpeace y ahora coordina las campañas contra el consumismo
desmesurado que tiene en los plásticos, la verdadera bestia negra de
los grupos ecologistas, uno de los factores que están agotando la
paciencia de Gaia, la madre Tierra. “El problema al que nos enfrentamos
es que ha llegado la hora de cambiar la forma en que vivimos, comemos,
conducimos. No podemos mantener las cosas como están. Ya no tenemos
mucho tiempo”, asegura. Y como bióloga que trata de dar sentido a la
vida hace un recorrido por los formidables latigazos que el hombre
asesta a la naturaleza, las secuelas letales de su depredación, desde
los campos de hielo de los polos, que nunca se habían convertido en
agua, hasta la carrera desatada para perforar los fondos marinos sin
importar los efectos catastróficos que acarrea. Más leña al fuego de un
planeta que se consume al calor de la codicia humana pero amenaza con
acabar con todos los sueños.
El consumo es uno de los referentes de los
economistas clásicos para evaluar el crecimiento de un país. Si cae,
saltan las alarmas. ¿Hay otra alternativa?
No estoy nada de acuerdo con esa afirmación. De hecho me
resulta pobre medir la riqueza de un país por su Producto Interior Bruto
(PIB). Es tan inexacto que hay países que han dejado de utilizarlo.
¿Por qué? Porque el consumo o el consumismo, que no es lo mismo, está
íntimamente relacionado con la extracción intensiva de los recursos
naturales. Si a esto unimos que la población mundial sigue creciendo, y
crecerá mucho más en las grandes ciudades durante los próximos años,
parece evidente que es incongruente continuar midiendo la riqueza o la
pobreza de un país en función de su nivel de consumo. Hay que cambiar ya
esas variables si queremos tener alguna posibilidad de salvar el
planeta.
Pero el concepto de consumo parece unido al de la felicidad.
Sí, es
cierto. Tenemos la sensación de que sólo podemos ser felices si
compramos, si consumimos, si poseemos, si pasamos las vacaciones muy
lejos de casa. Es como si el propio concepto de felicidad pueda ser
comprado. Mi pregunta es: ¿acaso no se puede ser feliz haciendo pequeñas
cosas, estando con personas cercanas o disfrutando de un entorno
natural?
Entonces, ¿somos rehenes del marketing consumista?
De alguna manera, sí. Las grandes compañías tienen su
producción y sus ventas, sus intereses de mercado, y nosotros somos la
herramienta. Luchar contra ese bombardeo de mensajes que nos lanzan
incesantemente, mensajes del tipo “compra este producto y serás el más fashion
de la playa” es realmente difícil, es cierto, pero no nos queda otra
opción que cambiar porque nos estamos jugando la vida en el planeta.
Algunas empresas ya han empezado a ser conscientes de todo esto.
Pero, ¿cómo disputar al mercado las necesidades de la gente?
Ofreciendo alternativas. Por ejemplo, todavía es normal
ver por la calle a gente con una botella de plástico con agua cuando no
hace muchos años llevábamos cantimploras. Vivimos rodeados de una
mercadotecnia consumista desmesurada donde no caben conceptos como la
reparación, el intercambio o el mercado de segunda mano. Creo que cuando
las empresas comiencen a proponer estas opciones comenzará a cambiar el
modelo y podremos decrecer, que es el único camino viable contra el
cambio climático.
¿Es posible convencer a una multinacional de que la única manera de salvar el planeta es que paren las máquinas?
Ese es nuestro trabajo. En general, las empresas miran la
rentabilidad a corto plazo y no creo que les preocupe mucho el beneficio
de no hacerlo. Recuerdo que cuando trabajaba en el área de pesca de
Greenpeace mucha gente me preguntaba por qué los países no detenían las
capturas de pescado cuando era evidente que los stocks se
estaban agotando. La respuesta que encontré siempre fue la misma: porque
el sentido de la existencia de las grandes corporaciones es el business, el negocio puro y duro. Las consecuencias de su negocio suelen ser secundarias. Así
que no es extraño que, cuando no ven excesiva rentabilidad en el
pescado, empiecen a fabricar botellas de plástico o se dediquen a otra
cosa hasta agotar las existencias. El medioambiente es accesorio. El
problema al que nos enfrentamos es que aún no somos capaces de generar
una conciencia social de que consumir es como votar. Es cierto que con
nuestra forma de comprar y gastar decidimos quién queremos que gobierne
el mundo. ¿Las multinacionales y las grandes empresas contaminadoras? ¿O
aquellas que funcionan con parámetros de producción limpios y un
comportamiento laboral ético?
La vida es cada vez más urbana, ¿de qué manera afecta a la manera de luchar o de ignorar el cambio climático?
Ignorarlo en las ciudades es muy fácil. En Greenpeace
llevamos un año con un programa dedicado exclusivamente al consumo
urbano pero hay otras muchas organizaciones que llevan trabajando con
fuerza en este ámbito desde hace algún tiempo, como C40 o las ciudades
que se han unido en el Pacto de Milán por la salud alimentaria. Eso
demuestra que hay una preocupación extrema por crear conciencia porque
las ciudades son las grandes catedrales del consumo mundial y los
lugares donde se produce mayor CO2. Es también donde más se consume y
más basura se genera. Y satisface sus necesidades absorbiendo todos los
recursos del mundo rural, a donde devolvemos los desechos que generamos.
Si logramos cambiar esta dinámica y los grandes núcleos urbanos reducen
su consumo de energía, de moda, de tecnología, si favorecen una
movilidad sostenible y gestionan adecuadamente sus propios residuos la
mejora medioambiental en el planeta sería brutal. Para eso es
imprescindible que los gobiernos municipales apliquen medidas
contundentes que favorezcan un cambio en los hábitos consumistas.
¿Con proyectos como Madrid Central?
Por supuesto. La única explicación que encuentro al
intento del alcalde de Madrid de dejarlo en suspenso es la de contentar a
sus votantes. Es un proyecto imprescindible para hacer frente a las
emisiones de CO2 y a la contaminación de la ciudad porque se enmarca
dentro de un plan de movilidad sostenible mucho más amplio que llega al
extrarradio, por ejemplo a las carreteras radiales, con el fin de
favorecer el transporte público y otras formas de tránsito ajenas al
vehículo privado que ya funcionan en otras ciudades europeas. La muestra
del rechazo popular que suscitaron las alegaciones del nuevo alcalde
fue la manifestación que hubo en junio. Fue algo extraordinario porque
era un sábado de calor sofocante que mucha gente suele aprovechar para
salir de la ciudad. ¿Quién hubiera imaginado hace unos años que tantas
personas pudieran movilizarse en defensa del derecho medioambiental o
que una ministra hable tan decididamente sobre la transición energética?
Algo ha empezado a cambiar en este país aunque es cierto que existe una
mayor concienciación social en Europa que en España. Aún estamos a años
luz de Alemania o Suecia.
Pero en Noruega siguen cazando ballenas
Sí y muchas empresas petroleras siguen perforando en el
Ártico pese a que su conciencia medioambiental es mucho mayor que la
nuestra. Se mueven en bicicleta, reciclan los plásticos o no los
utilizan. Muchas veces no coincide lo social y lo político
¿Cómo desembarcó en Greenpeace?
Tuve la suerte de que el director de mi tesis en biología
marina consideraba que debía preparar algo funcional. Cada vez que hacía
un estudio sobre cómo mejorar, por ejemplo, la efectividad de una
reserva marina o cómo optimizar su vigilancia me iba a la administración
y presentaba los resultados. Pero como eran muy lentos o, simplemente,
incapaces de ejecutar los planes que desde la ciencia indicábamos, me
volví más activista de lo que ya era. Salió una plaza en Greenpeace, me
presenté, les gusté y aquí estoy.
¿Le molesta que se politice la lucha contra el cambio climático?
Yo creo que es una lucha de todos y de todas, que
trasciende la política. El cambio climático no puede servir a una
determinada ideología. Ni siquiera debería ser la apuesta de un
gobierno. Todos los partidos deberían ver que la emergencia climática es
una realidad que nos va a afectar al conjunto de la población, seamos
de derecha o de izquierda, verdes o blancos. No hay que politizarla en
ese sentido aunque las medidas que se adopten para combatirlo sí lo
sean. Más importante que la salud del planeta es cómo la gestionamos.
Uno de los focos del movimiento internacional contra el cambio climático es el Green New Deal, un
acuerdo global que aboga por la transformación económica a gran escala y
que fractura los intentos neoliberales de liderar el debate con
cortinas ecológicas. ¿Es posible el capitalismo verde?
El capitalismo verde que venden las grandes empresas es un
oxímoron. Es imposible continuar con los niveles productivos actuales y
con la demanda consumista que generan si se renuncia al extractivismo
de los recursos naturales y se apuesta por la sostenibilidad. Por eso
son conceptos incompatibles en esencia aunque intentan generar confusión
con su estrategia de greenwashing, esas campañas de marketing
ideadas por las grandes corporaciones para limpiar su imagen respecto al
medio ambiente cuando, en realidad, no lo respetan. Lo que sí podrían
hacer es iniciar una transición de su modelo de crecimiento infinito
hacia el decrecimiento paulatino porque es la única forma de frenar el
deterioro climático. De ahí que una de nuestras exigencias a los Estados
en la lucha global contra la emergencia climática es que no limiten sus
actuaciones a simples declaraciones de intenciones, donde estampan la
firma y se acabó.
Muchos se preguntan para qué sirven los tratados
internacionales sobre el cambio climático si su cumplimiento es lento e
impreciso. Incluso el acuerdo de París deja la puerta abierta a un
calentamiento de la Tierra para 2050 de 3 grados, algo que sería
catastrófico según los científicos. ¿Le sorprende la falta de instinto
de supervivencia del ser humano?
Lo que no me sorprende es la falta de instinto de
supervivencia de nuestros políticos. Los tratados se rubrican para ser
cumplidos. Es una obviedad. Y por eso puedo entender el recelo que estos
acuerdos multilaterales suscitan en mucha gente, porque es verdad que
los países buscan herramientas para saltárselos. Pero firmarlos es
importantísimo. El problema son los políticos y las políticas a quienes,
en ocasiones, les cuesta mucho tomar medidas audaces para combatir esta
amenaza global. Un ejemplo es las reticencias a cerrar la producción de
coches diesel. Comprendo que tomar una decisión drástica a este
respecto es difícil porque afecta a muchos empleos e incrementa la
sensibilidad social, pero hay que buscar una solución urgente.
Hay más contradicciones. La última es la firma del tratado comercial entre la UE y Mercosur.
Es un acuerdo comercial que pone en peligro la Amazonía
entre otras cosas por la importación de soja contemplada para el consumo
de ganado europeo y la exportación de carne a otros mercados. Nosotros
ya hemos manifestado nuestra oposición. Es la cara y la cruz de esta
Europa tan contradictoria que, por un lado, intenta liderar la lucha
contra el cambio climático y, por el otro, firma un acuerdo de estas
características. Es lo que decía antes sobre la falta de determinación
de nuestros políticos para adoptar medidas comerciales congruentes con
el medio ambiente. Y a veces no sólo es la política sino son las
empresas. Vivimos un momento de transformación donde hay muchos
intereses en juego que provoca muchas contradicciones.
¿También en Greenpeace?
Por supuesto que tenemos contradicciones. Explicar todo esto de decrecer y desconsumir
no es tarea fácil. Por ejemplo, ¿cómo le dices a un país africano que
no crezca porque es malo para el clima? ¿O que crezca bajo unas
determinadas condiciones? Muchos pueblos no quieren que les den agua
sino que prefieren aprender a sacarla. Que aquí hayamos visto las orejas
al lobo no significa que todos tengan que hacer lo mismo que hacemos
nosotros. Si en el Global north, el nombre que ahora se utiliza para referirse a las economías
de Europa y Estados Unidos, no somos capaces de saber cómo queremos
avanzar en materia de sostenibilidad ante los retos que tenemos por
delante, ¿cómo vamos a pedirle a los países del Sur que adopten medidas
de control drásticas?
Una muestra de la gravedad climática está en el Ártico, donde este verano se está viviendo una situación inaudita.
Efectivamente, la temperatura ha subido tanto que el
deshielo ha alcanzado límites desconocidos, el permafrost está
desapareciendo y los incendios se han multiplicado por 10 respecto a
hace una década. Y es curioso observar cómo los países del norte de
Europa han empezado a preocuparse de todo esto porque han empezado a
padecer los efectos del cambio climático. Jamás habían sufrido
inundaciones ni grandes incendios ni olas de calor. Ahora que los
desastres naturales se están haciendo más relevantes han activado las
alertas. Para que te des cuenta de la magnitud del desastre, barcos de
42.000 toneladas han empezado a trazar nuevas rutas de navegación a
través del polo por culpa del deshielo. Y en lugar de llevarnos las
manos a la cabeza, hay quien lo considera genial porque los trayectos se
han acortado. Me resulta incomprensible tanta irresponsabilidad porque
los océanos, el Ártico y la Antártida se encargan de enfriarnos el
planeta. El equilibrio térmico de la Tierra depende de ellos y por eso
deberían ser nombrados espacios protegidos sin dilación. ¿Alguien no
entiende esto?
Y mientras llega ese momento, la industria minera elabora planes para explotar comercialmente los fondos marinos. ¿A qué coste?
Incalculable porque ni siquiera conocemos el hábitat de
estas zonas. ¡Es que tenemos más información de la superficie de la Luna
y de Marte! Desde Greenpeace hemos lanzado una alerta global tras
comprobar que la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA, por
sus siglas en inglés), un organismo de la ONU responsable de regular la
industria minera de aguas profundas, está priorizando los intereses
corporativos por encima de la protección marina. A título personal me
sorprende que una entidad como Naciones Unidas, que ahora negocia el
Tratado de los Océanos para aguas internacionales, no les diga a esas
multinacionales mineras que dejen tranquilo al mar porque tenemos los
días contados. Los daños de sus perforaciones podrían ser
irreversibles.
¿Decepcionada con la ONU?
No, para nada. Los tratados medioambientales de Naciones
Unidas son muy potentes. Si conseguimos que en las negociaciones sobre
los océanos se acepte proteger el 30% de las aguas internacionales para
2030 –ahora sólo está el 1%– será un éxito estratégico porque puede
servir de amortiguador para gestionar de forma racional y sostenible el
70% restante.
¿Quién es Celia Ojeda?
Pfff. No sé qué decir. Soy una mujer con una trayectoria
en defensa del medio ambiente, con bastantes contradicciones, que no
duerme bien por las noches porque tiene un hijo pequeño, que cuando va
al supermercado se pone enferma por la cantidad de plásticos que
utilizamos y que a veces se pelea hasta con la cajera, ¡pobre cajera que
no tiene culpa de nada! (risas) Soy una persona muy normal.
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