miércoles, 7 de agosto de 2019

“El capitalismo verde que venden las grandes empresas es un oxímoron”

Celia Ojeda (Valladolid, 1979) es doctora en Biología especializada en reservas marinas con más de 15 años de actividad a favor del delicado equilibrio medioambiental del planeta. Empezó combatiendo la sobrepesca y trabajando en la protección de los océanos en Greenpeace y ahora coordina las campañas contra el consumismo desmesurado que tiene en los plásticos, la verdadera bestia negra de los grupos ecologistas, uno de los factores que están agotando la paciencia de Gaia, la madre Tierra. “El problema al que nos enfrentamos es que ha llegado la hora de cambiar la forma en que vivimos, comemos, conducimos. No podemos mantener las cosas como están. Ya no tenemos mucho tiempo”, asegura. Y como bióloga que trata de dar sentido a la vida hace un recorrido por los formidables latigazos que el hombre asesta a la naturaleza, las secuelas letales de su depredación, desde los campos de hielo de los polos, que nunca se habían convertido en agua, hasta la carrera desatada para perforar los fondos marinos sin importar los efectos catastróficos que acarrea. Más leña al fuego de un planeta que se consume al calor de la codicia humana pero amenaza con acabar con todos los sueños.

El consumo es uno de los referentes de los economistas clásicos para evaluar el crecimiento de un país. Si cae, saltan las alarmas. ¿Hay otra alternativa?
No estoy nada de acuerdo con esa afirmación. De hecho me resulta pobre medir la riqueza de un país por su Producto Interior Bruto (PIB). Es tan inexacto que hay países que han dejado de utilizarlo. ¿Por qué? Porque el consumo o el consumismo, que no es lo mismo, está íntimamente relacionado con la extracción intensiva de los recursos naturales. Si a esto unimos que la población mundial sigue creciendo, y crecerá mucho más en las grandes ciudades durante los próximos años, parece evidente que es incongruente continuar midiendo la riqueza o la pobreza de un país en función de su nivel de consumo. Hay que cambiar ya esas variables si queremos tener alguna posibilidad de salvar el planeta.

Pero el concepto de consumo parece unido al de la felicidad.
Sí, es cierto. Tenemos la sensación de que sólo podemos ser felices si compramos, si consumimos, si poseemos, si pasamos las vacaciones muy lejos de casa. Es como si el propio concepto de felicidad pueda ser comprado. Mi pregunta es: ¿acaso no se puede ser feliz haciendo pequeñas cosas, estando con personas cercanas o disfrutando de un entorno natural? 

Entonces, ¿somos rehenes del marketing consumista? 
De alguna manera, sí. Las grandes compañías tienen su producción y sus ventas, sus intereses de mercado, y nosotros somos la herramienta. Luchar contra ese bombardeo de mensajes que nos lanzan incesantemente, mensajes del tipo “compra este producto y serás el más fashion de la playa” es realmente difícil, es cierto, pero no nos queda otra opción que cambiar porque nos estamos jugando la vida en el planeta. Algunas empresas ya han empezado a ser conscientes de todo esto.

Pero, ¿cómo disputar al mercado las necesidades de la gente? 
Ofreciendo alternativas. Por ejemplo, todavía es normal ver por la calle a gente con una botella de plástico con agua cuando no hace muchos años llevábamos cantimploras. Vivimos rodeados de una mercadotecnia consumista desmesurada donde no caben conceptos como la reparación, el intercambio o el mercado de segunda mano. Creo que cuando las empresas comiencen a proponer estas opciones comenzará a cambiar el modelo y podremos decrecer, que es el único camino viable contra el cambio climático. 

¿Es posible convencer a una multinacional de que la única manera de salvar el planeta es que paren las máquinas?
Ese es nuestro trabajo. En general, las empresas miran la rentabilidad a corto plazo y no creo que les preocupe mucho el beneficio de no hacerlo. Recuerdo que cuando trabajaba en el área de pesca de Greenpeace mucha gente me preguntaba por qué los países no detenían las capturas de pescado cuando era evidente que los stocks se estaban agotando. La respuesta que encontré siempre fue la misma: porque el sentido de la existencia de las grandes corporaciones es el business, el negocio puro y duro. Las consecuencias de su negocio suelen ser secundarias. Así que no es extraño que, cuando no ven excesiva rentabilidad en el pescado, empiecen a fabricar botellas de plástico o se dediquen a otra cosa hasta agotar las existencias. El medioambiente es accesorio. El problema al que nos enfrentamos es que aún no somos capaces de generar una conciencia social de que consumir es como votar. Es cierto que con nuestra forma de comprar y gastar decidimos quién queremos que gobierne el mundo. ¿Las multinacionales y las grandes empresas contaminadoras? ¿O aquellas que funcionan con parámetros de producción limpios y un comportamiento laboral ético?

La vida es cada vez más urbana, ¿de qué manera afecta a la manera de luchar o de ignorar el cambio climático?
Ignorarlo en las ciudades es muy fácil. En Greenpeace llevamos un año con un programa dedicado exclusivamente al consumo urbano pero hay otras muchas organizaciones que llevan trabajando con fuerza en este ámbito desde hace algún tiempo, como C40 o las ciudades que se han unido en el Pacto de Milán por la salud alimentaria. Eso demuestra que hay una preocupación extrema por crear conciencia porque las ciudades son las grandes catedrales del consumo mundial y los lugares donde se produce mayor CO2. Es también donde más se consume y más basura se genera. Y satisface sus necesidades absorbiendo todos los recursos del mundo rural, a donde devolvemos los desechos que generamos. Si logramos cambiar esta dinámica y los grandes núcleos urbanos reducen su consumo de energía, de moda, de tecnología, si favorecen una movilidad sostenible y gestionan adecuadamente sus propios residuos la mejora medioambiental en el planeta sería brutal. Para eso es imprescindible que los gobiernos municipales apliquen medidas contundentes que favorezcan un cambio en los hábitos consumistas.

¿Con proyectos como Madrid Central?
Por supuesto. La única explicación que encuentro al intento del alcalde de Madrid de dejarlo en suspenso es la de contentar a sus votantes. Es un proyecto imprescindible para hacer frente a las emisiones de CO2 y a la contaminación de la ciudad porque se enmarca dentro de un plan de movilidad sostenible mucho más amplio que llega al extrarradio, por ejemplo a las carreteras radiales, con el fin de favorecer el transporte público y otras formas de tránsito ajenas al vehículo privado que ya funcionan en otras ciudades europeas. La muestra del rechazo popular que suscitaron las alegaciones del nuevo alcalde fue la manifestación que hubo en junio. Fue algo extraordinario porque era un sábado de calor sofocante que mucha gente suele aprovechar para salir de la ciudad. ¿Quién hubiera imaginado hace unos años que tantas personas pudieran movilizarse en defensa del derecho medioambiental o que una ministra hable tan decididamente sobre la transición energética? Algo ha empezado a cambiar en este país aunque es cierto que existe una mayor concienciación social en Europa que en España. Aún estamos a años luz de Alemania o Suecia.

Pero en Noruega siguen cazando ballenas
Sí y muchas empresas petroleras siguen perforando en el Ártico pese a que su conciencia medioambiental es mucho mayor que la nuestra. Se mueven en bicicleta, reciclan los plásticos o no los utilizan. Muchas veces no coincide lo social y lo político

¿Cómo desembarcó en Greenpeace?
Tuve la suerte de que el director de mi tesis en biología marina consideraba que debía preparar algo funcional. Cada vez que hacía un estudio sobre cómo mejorar, por ejemplo, la efectividad de una reserva marina o cómo optimizar su vigilancia me iba a la administración y presentaba los resultados. Pero como eran muy lentos o, simplemente, incapaces de ejecutar los planes que desde la ciencia indicábamos, me volví más activista de lo que ya era. Salió una plaza en Greenpeace, me presenté, les gusté y aquí estoy.  

Celia Ojeda.

¿Le molesta que se politice la lucha contra el cambio climático?
Yo creo que es una lucha de todos y de todas, que trasciende la política. El cambio climático no puede servir a una determinada ideología. Ni siquiera debería ser la apuesta de un gobierno. Todos los partidos deberían ver que la emergencia climática es una realidad que nos va a afectar al conjunto de la población, seamos de derecha o de izquierda, verdes o blancos. No hay que politizarla en ese sentido aunque las medidas que se adopten para combatirlo sí lo sean. Más importante que la salud del planeta es cómo la gestionamos.  

Uno de los focos del movimiento internacional contra el cambio climático es el Green New Deal, un acuerdo global que aboga por la transformación económica a gran escala y que fractura los intentos neoliberales de liderar el debate con cortinas ecológicas. ¿Es posible el capitalismo verde?
El capitalismo verde que venden las grandes empresas es un oxímoron. Es imposible continuar con los niveles productivos actuales y con la demanda consumista que generan si se renuncia al extractivismo de los recursos naturales y se apuesta por la sostenibilidad. Por eso son conceptos incompatibles en esencia aunque intentan generar confusión con su estrategia de greenwashing, esas campañas de marketing ideadas por las grandes corporaciones para limpiar su imagen respecto al medio ambiente cuando, en realidad, no lo respetan. Lo que sí podrían hacer es iniciar una transición de su modelo de crecimiento infinito hacia el decrecimiento paulatino porque es la única forma de frenar el deterioro climático. De ahí que una de nuestras exigencias a los Estados en la lucha global contra la emergencia climática es que no limiten sus actuaciones a simples declaraciones de intenciones, donde estampan la firma y se acabó.

Muchos se preguntan para qué sirven los tratados internacionales sobre el cambio climático si su cumplimiento es lento e impreciso. Incluso el acuerdo de París deja la puerta abierta a un calentamiento de la Tierra para 2050 de 3 grados, algo que sería catastrófico según los científicos. ¿Le sorprende la falta de instinto de supervivencia del ser humano?
Lo que no me sorprende es la falta de instinto de supervivencia de nuestros políticos. Los tratados se rubrican para ser cumplidos. Es una obviedad. Y por eso puedo entender el recelo que estos acuerdos multilaterales suscitan en mucha gente, porque es verdad que los países buscan herramientas para saltárselos. Pero firmarlos es importantísimo. El problema son los políticos y las políticas a quienes, en ocasiones, les cuesta mucho tomar medidas audaces para combatir esta amenaza global. Un ejemplo es las reticencias a cerrar la producción de coches diesel. Comprendo que tomar una decisión drástica a este respecto es difícil porque afecta a muchos empleos e incrementa la sensibilidad social, pero hay que buscar una solución urgente. 

Hay más contradicciones. La última es la firma del tratado comercial entre la UE y Mercosur.
Es un acuerdo comercial que pone en peligro la Amazonía entre otras cosas por la importación de soja contemplada para el consumo de ganado europeo y la exportación de carne a otros mercados. Nosotros ya hemos manifestado nuestra oposición. Es la cara y la cruz de esta Europa tan contradictoria que, por un lado, intenta liderar la lucha contra el cambio climático y, por el otro, firma un acuerdo de estas características. Es lo que decía antes sobre la falta de determinación de nuestros políticos para adoptar medidas comerciales congruentes con el medio ambiente. Y a veces no sólo es la política sino son las empresas. Vivimos un momento de transformación donde hay muchos intereses en juego que provoca muchas contradicciones.

¿También en Greenpeace?
Por supuesto que tenemos contradicciones.  Explicar todo esto de decrecer y desconsumir no es tarea fácil. Por ejemplo, ¿cómo le dices a un país africano que no crezca porque es malo para el clima? ¿O que crezca bajo unas determinadas condiciones? Muchos pueblos no quieren que les den agua sino que prefieren aprender a sacarla. Que aquí hayamos visto las orejas al lobo no significa que todos tengan que hacer lo mismo que hacemos nosotros. Si en el Global north, el nombre que ahora se utiliza para referirse a las economías de Europa y Estados Unidos, no somos capaces de saber cómo queremos avanzar en materia de sostenibilidad ante los retos que tenemos por delante, ¿cómo vamos a pedirle a los países del Sur que adopten medidas de control drásticas? 

Una muestra de la gravedad climática está en el Ártico, donde este verano se está viviendo una situación inaudita.
Efectivamente, la temperatura ha subido tanto que el deshielo ha alcanzado límites desconocidos, el permafrost está desapareciendo y los incendios se han multiplicado por 10 respecto a hace una década. Y es curioso observar cómo los países del norte de Europa han empezado a preocuparse de todo esto porque han empezado a padecer los efectos del cambio climático. Jamás habían sufrido inundaciones ni grandes incendios ni olas de calor. Ahora que los desastres naturales se están haciendo más relevantes han activado las alertas. Para que te des cuenta de la magnitud del desastre, barcos de 42.000 toneladas han empezado a trazar nuevas rutas de navegación a través del polo por culpa del deshielo. Y en lugar de llevarnos las manos a la cabeza, hay quien lo considera genial porque los trayectos se han acortado. Me resulta incomprensible tanta irresponsabilidad porque los océanos, el Ártico y la Antártida se encargan de enfriarnos el planeta. El equilibrio térmico de la Tierra depende de ellos y por eso deberían ser nombrados espacios protegidos sin dilación. ¿Alguien no entiende esto?  

Y mientras llega ese momento, la industria minera elabora planes para explotar comercialmente los fondos marinos. ¿A qué coste?
Incalculable porque ni siquiera conocemos el hábitat de estas zonas. ¡Es que tenemos más información de la superficie de la Luna y de Marte! Desde Greenpeace hemos lanzado una alerta global tras comprobar que la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA, por sus siglas en inglés), un organismo de la ONU responsable de regular la industria minera de aguas profundas, está priorizando los intereses corporativos por encima de la protección marina. A título personal me sorprende que una entidad como Naciones Unidas, que ahora negocia el Tratado de los Océanos para aguas internacionales, no les diga a esas multinacionales mineras que dejen tranquilo al mar porque tenemos los días contados. Los daños de sus perforaciones podrían ser irreversibles. 

¿Decepcionada con la ONU?
No, para nada. Los tratados medioambientales de Naciones Unidas son muy potentes. Si conseguimos que en las negociaciones sobre los océanos se acepte proteger el 30% de las aguas internacionales para 2030 –ahora sólo está el 1%– será un éxito estratégico porque puede servir de amortiguador para gestionar de forma racional y sostenible el 70% restante. 

¿Quién es Celia Ojeda?
Pfff. No sé qué decir. Soy una mujer con una trayectoria en defensa del medio ambiente, con bastantes contradicciones, que no duerme bien por las noches porque tiene un hijo pequeño, que cuando va al supermercado se pone enferma por la cantidad de plásticos que utilizamos y que a veces se pelea hasta con la cajera, ¡pobre cajera que no tiene culpa de nada! (risas) Soy una persona muy normal.


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