A la izquierda, Paloma Pérez Calleja, fue robada a su madre cuando
nació. A su lado, Marga Pérez, cuyo hijo fue robado, en 1981, por Sor
María, en la Maternidad de Santa Cristina.
Manolo Finish |
No hay legado en España que encierre más sufrimiento y
vergüenza que el de los niños robados. Algunas estimaciones calculan
que hay decenas de miles de afectados, todos ellos arrebatados a sus
madres entre 1936 y principios de la pasada década, y entregados a una
red de potentados que revoloteaban con total impunidad por hospitales,
cárceles y casas-cuna regentadas por religiosas sin que nadie moviera un
dedo para evitarlo. Buscaban huérfanos, hijos de republicanas, niños de
la diáspora que regresaban de una Europa en llamas, y también bebés de
mujeres sin esperanza y de madres solteras durante los años de la
Transición. Más de 30.000 bebés robados o adoptados de manera ilegal,
según la Fundación pro Derechos Humanos (Figbar) que preside el
exmagistrado Baltasar Garzón. Una cifra que, a juicio de la Plataforma
Te Estamos Buscando y de otras organizaciones similares, se queda corta.
Hay quien eleva el número a 100.000; otros, a 180.000; y la Asociación
Nacional de Adopciones Irregulares (Anadir), a 300.000. Un desastre que
en España se consume entre la incredulidad y una ausencia institucional
lacerante. Para el presidente de la Asociación Camino de la Justicia,
Pedro Caraballo, se trata de “un naufragio moral de tal envergadura que
requiere la creación urgente de un censo nacional”.
El sistema empezó a resquebrajarse en 2008, cuando las
denuncias comenzaron a apilarse en los juzgados de España. En Madrid,
Zaragoza, Bilbao, Barcelona, Valencia... Fue entonces cuando las
autoridades, públicas y privadas, despertaron decididas a indagar en
aquella tragedia. Porque el caso de los bebés robados, de los
intercambios fortuitos y de las adopciones irregulares no es únicamente
un asunto sórdido. “Se trató de un operativo de apropiación de menores
tan bien organizado y despiadado que hasta puede parecer irreal”, añade
Caraballo. Que el 95% de las demandas presentadas por este asunto hayan
terminado archivadas por falta de pruebas no es un dato irrelevante. Las
víctimas buscan por su cuenta alguna pista que les proporcione certezas
o un casi imposible alivio en su empeño de saber cuál es su verdadera
identidad. El Congreso trata ahora de encauzar el caos que se cuece en
este delicado jeroglífico. Un desorden interior que el silencio azuza.
“Una comisión de investigación permitiría acceder a pruebas documentales
que determinen el destino de centenares de niños que fueron arrebatados
a sus padres y puestos en manos de otras familias durante esos tiempos
de impunidad”, dice Caraballo.
Ya en 2014, la ONU sugirió al Gobierno que facilitara
el acceso “a archivos y a fondos acreditados oficiales y no oficiales de
nacimientos” y estableció un plazo de 90 días para cumplirlo. Sin
embargo, aquella invitación cayó en el olvido. Poco después, en 2015,
intervino la Comisión Europea para recomendar a las víctimas que
denunciaran sus casos ante el Tribunal de Derechos Humanos de
Estrasburgo. “Los demandantes acusan al Estado español de crimen contra
la humanidad”, escribió la presidenta de la comisión de Peticiones,
Cecilia Wikström, al ministro de Exteriores, Alfonso Dastis.
Entre las demandas europeas a España está la creación
de un banco de ADN que permita cruzar los datos de las víctimas, la
formación de una comisión de investigación parlamentaria y que la
Iglesia reconozca su implicación en los robos. El pasado año, el
Gobierno reservó una partida de 100.000 euros de los Presupuestos
Generales del Estado (PGE) para este fin, y el Congreso ha comenzado a
escuchar los primeros testimonios de las víctimas. Es un pequeño paso.
Pero de las más de 5.000 personas que desde 2011 han denunciado su
situación, sólo 14 han encontrado lo que buscaban. Y lo consiguieron por
su tenacidad, no tras la intervención de la justicia.
Una de ellas es Paloma Pérez Calleja. Tiene motivos
para estar satisfecha del coraje que ha demostrado. Es de las pocas
personas con dos partidas de nacimiento en su poder. La biológica,
fechada el 4 de marzo de 1957, donde aparece registrada con el nombre de
Agustina. Y la falsa, la que un equipo de religiosas, matronas y
médicos manipularon para aplacar la angustia desconsolada de una mujer
que acababa de parir (supuestamente) una niña muerta. La llamaron María
de la Paloma y así se quedó. Hasta que hace 13 años, la trampa emergió
de las profundidades abisales de su falsa madre. “El 11 de febrero de
2004, exactamente. Como puede imaginar es una fecha que tengo grabada a
fuego”, explica. Todo se urdió en el viejo Instituto de Obstetricia y
Ginecología de la calle O’Donnell de Madrid, uno de los centros
fantasmagóricos que fundó la obra benefactora de Franco donde acudían
muchas mujeres sin recursos. “Llegó un momento en el que las sospechas
eran tan grandes que no pude aguantar más. Senté a mi madre adoptiva en
una silla y le pregunté directamente: ¿Soy hija tuya?”, rememora Paloma
estrangulando una lágrima que se le escapa por el rabillo del ojo. No
por esperada, la respuesta resultó digerible. “Me dijo que había tenido
tantos hijos que ya ni se acordaba. Pero insistí y entonces destapó la
verdad”, añade con la voz entrecortada.
A su lado, su marido le acaricia la espalda en medio del silencio
sobrecogido de unos amigos que les acompañan. Paloma coge aire y levanta
la mirada. Lo hace sin rencor: “Mi verdadera madre era una mujer
humilde que trabajaba al servicio de un señorito que la dejó embarazada.
Se vio obligada a deshacerse de mí. Por 500 pesetas”, sentencia, sin
mostrar la más mínima compasión por el pasado.
Detalle de la entrada de la antigua maternidad de la calle de O"Donnell, en Madrid. |
Sor María
Como Marga Pérez, de 58 años y una voluntad
inquebrantable. El 5 de abril de 1981 dio a luz a su tercer hijo, un
precioso varón, en la maternidad de Santa Cristina, en Madrid. Después
de horas interminables de parto sintió que al fin el bebé braceaba y
tomaba su primer soplo de aire. Sin apenas tiempo para rozar su diminuta
cabeza con la mano, una monja lo colocó rápido sobre una cama contigua y
acto seguido se lo llevaron. “Les dije que quería a mi hijo, que me lo
devolvieran, que lo quería a mi lado”. Marga no volvió a verlo. Lo dice
con una veladura de lágrimas en sus negros ojos. Baja la mirada y coge
aliento. “Se lo llevó Sor María para hacerle unas pruebas y luego me
dijo que había muerto”, remacha. Pero no era cierto. Jamás recibió su
cuerpecito, ni siquiera una caricia de consuelo para paliar la ausencia.
Aún peor: “Aquella monja me amenazaba con llevarse a mis otros hijos si
seguía pidiendo que me devolvieran a mi bebé”. Pero no dejó que aquel
capítulo horrendo de su vida se diluyera en el fondo de su memoria.
“Cómo iba a hacerlo”, dice. Tan segura estaba de que no murió que siguió
volviendo a la maternidad, día y noche, año tras año, hasta que al
final coincidió con una asistenta social compasiva. Buscó su expediente y
se lo entregó. “El niño no había muerto”, revela. Pese a todo, el caso
de Marga es uno de las tantos que fue archivado por un juzgado de
Madrid. Según la instrucción, las pruebas no eran concluyentes para
abrir una investigación y depurar responsabilidades. Hay cientos de
casos como el de Marga.
Aquella monja que le separó de su bebé resultó ser pieza
clave en la trama que durante décadas campó a sus anchas por hospitales
públicos y clínicas privadas de todo el país. Se llamaba María Florencia
Gómez Valbuena, pertenecía a la orden de las Hijas de la Caridad de San
Vicente Paúl y falleció el 22 de enero de 2013. Su nombre está ligado
al de otro supuesto implicado, el doctor Eduardo Vela, exdirector de la
clínica San Ramón de Madrid, que aparece en la mayoría de diligencias
abiertas por estas causas en los tribunales. La firma de Sor María
aparece en centenares de documentos de adopción hasta que la justicia no
tuvo más remedio que imputarla por el robo de Pilar Alcalde en la
Clínica Santa Cristina. Eso sucedió en 2012 pero no hubo tiempo para
juzgarla. Falleció al año siguiente. O al menos eso declararon sus
compañeras de orden, porque el enigma de Sor María continuó en su camino
hacia el más allá: el número de su certificado médico de defunción y el
que figura en el registro oficial no coinciden. Difieren en cuatro de
los ocho números. Un error insólito. Pudo ser una simple confusión pero
las suspicacias se desataron cuando se supo que Sor María había sido
teóricamente enterrada días antes de anunciarse el deceso. El caso
hubiera hecho las delicias de un detective.
También Consuelo García del Cid conoció el inframundo que
se construyó con el tráfico ilegal de niños. Siendo una adolescente, en
la Barcelona de Salvador Puig Antich, fue detenida y trasladada a
Madrid, al centro de la calle del Padre Damián que gestionaba una orden
de monjas adoratrices. El panorama que se encontró fue el de un desgarro
sin fin. “Fue terrible pero, sin duda, el centro de Peñagrande era aún
peor. Era el único para menores embarazadas. Un día llegaron a mi centro
dos jóvenes desde aquella maternidad. Acababan de dar a luz. Llegaron
con el pecho vendado y lloraban porque decían que les habían quitado a
sus hijos recién nacidos. Allí, el robo de bebés se asumía como algo
normal”, desvela.
¿Quién tejió la red que traficó con niños en España? Los
testimonios de cientos de víctimas coinciden y Consuelo García lo ha
investigado a fondo. “Desde el Patronato de Protección a la Mujer que
presidía Carmen Polo de Franco. Esta institución dependía del ministerio
de Justicia y operó de forma activa entre 1952 y 1978. En la Transición
cambió el nombre por el de Instituto para la Promoción de la Mujer,
pero no su manera de actuar. Controlaba decenas de centros de toda
España, gestionados por órdenes religiosas. Allí llevaban a mujeres de
bajo nivel económico, a jóvenes que consideraban inmorales, a niñas
rebeldes de buenas familias”, detalla este mujer, que relata su
experiencia como si le fuera la vida en ello.
El pediatra Antonio Garrido Lestache, experto en identificación de los recién nacidos. |
El imposible rompecabezas al que se enfrenta cualquier
comisión que trate de identificar a los miles de posibles afectados se
resolvería con un registro de huellas dactilares de los recién nacidos.
Pero ni siquiera hoy se hace. El pediatra Antonio Garrido-Lestache creó
hace años un método infalible de filiación, “un simple DNI en el momento
del nacimiento”. Con una larguísima experiencia profesional en el
cuidado y atención de niños, su fino olfato de investigador de tintas y
gramajes le llevó a realizar un escrutinio de los procesos de
identificación de bebés que le provocaron muchos encontronazos. Durante
años visitó clínicas privadas, hospitales públicos, escribió a las
autoridades alertando del caos, intimó con policías judiciales y hasta
acudió a la sede de la Naciones Unidas en Nueva York para denunciar unas
prácticas ominosas. “Lo que veía me producía una absoluta vergüenza. En
lugares como la maternidad de la Paz, donde nacían 100 niños al día,
llegué a detectar pulseritas de esas que les ponen a los recién nacidos
desperdigadas por el suelo. Y lo peor era que a las asistentes que
trabajaban allí les daba exactamente igual”, denuncia este doctor de
mente inquieta, trato cálido y el carácter infatigable de alguien que a
los 84 años sigue creyendo en la justicia universal.
Hace unos años, escribió el libro La Identidad del Ser Humano. Errores, falsificaciones y garantías a lo largo de la historia.
A lo largo de 688 páginas no sólo aporta información sobre el robo e
intercambio de bebés en España, sino que desgrana con precisión
detectivesca la mejor manera de acabar con la trata de personas y la
suplantación de personalidades que practican los regímenes totalitarios.
El pediatra se ha quemado muchas pestañas revisando y analizando
patrones de filiación infalibles. Uno de ellos es el informe pericial
sobre la identidad dactilar del recién nacido, una cartilla donde la
madre y el bebé dejan la huella indeleble de las falanges de sus manos
derechas en el mismo momento del parto. “Desde el año 2000 su registro
es obligatorio en los hospitales españoles pero no se hace en casi
ninguno y si se hace, se hace mal, porque no ha habido un plan
específico de formación ni hay docencia en dactiloscopia”, denuncia. Hoy
sólo se documenta la planta del pie del niño sobre una hoja amarilla.
“Una prueba que no sirva para nada”, añade el pediatra.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180131/Politica/17655/Espana-ninos-robados-franquismo-reparacion.htm
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