El drama rohingya: 700.000 vidas detenidas en el tiempo
Cientos de miles de personas de la minoría étnica rohingya sobreviven en
campamentos de refugiados que abarcan una vasta zona de Cox's Bazar, en
Bangladés.
Decenas de refugiadas esperan a que empiece un reparto de alimentos y
ropa de una ONG en el campo para refugiados rohingya de Kutupalong, el
más grande y antiguo de los asentamientos habilitados por el Gobierno de
Bangladesh. Jairo Vargas
Polvo, barro, un calor sofocante y todo tipo de carencias. Esas son
las condiciones en las que malviven más de 700.000 personas de la
minoría étnica rohingya, que en los últimos seis meses se han visto
obligadas a dejar atrás sus tierras, sus aldeas y toda una vida para
escapar de la violencia desatada contra ellos en Myanmar.
Bul Bulakter, una refugiada rohingya de 17 años, sostiene a su hijo de
dos días de vida en su cabaña del campamento de refugiados de Jantoli,
en Cox's Bazar, Bangladesh, donde lleva más de cuatro meses viviendo.
Jairo Vargas
El
Ejército birmano, ayudado de milicias budistas, lanzó el pasado verano
una nueva ofensiva contra este colectivo musulmán, asentado en la región
de Rakhine, separada de Bangladés por el río Naf. No ha sido la primera
persecución, pero quizás ha sido (continúa siendo) la más cruenta.
La falta de agua potable es uno de los mayores problemas a los que se
enfrentan los más de 700.000 refugiados que han huido de la persecución y
la limpieza étnica en la vecina Myanmar. Jairo Vargas
La ONU la ha calificado, sin mostrar ninguna duda al respecto, como una "limpieza étnica de manual":
asesinatos, ejecuciones sumarias, infanticidios, violencia sexual,
apartheid y trabajos forzosos son algunas de las prácticas que han
reportado numerosas organizaciones humanitarias. Razones más que
suficientes para huir con lo puesto, aunque sea a Bangladés, uno de los
países más pobres y, sobre todo, más densamente poblados del mundo.
Una niña se dirige a buscar agua entre las cabañas improvisadas de los
refugiados rohingya en el campamento de Kutupalong, en Cox's Bazar.
Jairo Vargas
El éxodo masivo ha dibujado un escenario dantesco en la región de Cox's
Bazar, la más meridional de Bangladés, donde los campos de refugiados
que ya existían décadas atrás se han visto desbordados. Han crecido
tanto que no se sabe dónde empieza uno y termina otro. Apenas queda un
hueco vacío en las eternas hileras de refugios de plástico y bambú que
abarrotan las laderas de las colinas.
Plástico y bambú es lo único que les queda a estas 700.000 vidas cuyo
reloj se ha parado en el tiempo seguramente para siempre. No pueden
trabajar, no pueden salir de los campos habilitados, no tienen tierra
que cultivar ni pueden volver a sus casas. De hecho, muchas ya ni
siquiera existen, pasto de las llamas birmanas.
El campamento de Kutupalong fue improvisado en los 90 durante el primer
éxodo rohingya. Con más de 1.200 hectáreas en las que malviven más de
100.000 personas, es el campamento más grande del mundo, según la ONU.
Jairo Vargas
"No tenemos nada más que los pocos alimentos y medicinas que nos dan
las ONGs", dice Bul Bularkter, una joven de 17 años que logró escapar
hace cuatro meses a bordo de una barcaza. Ni ella ni su marido Jani
piensan en volver a su aldea, aunque en el campamento de Jantoli no
tienen nada más que una pequeña cabaña en la que apenas caben erguidos.
Ahí, sobre el suelo de arcilla que se encargan de humedecer y aplanar a
diario para combatir el polvo, cuidan de su hija recién nacida, a la que
ni siquiera han tenido tiempo de poner nombre.
El calor absorbido
por el plástico asfixia sus días y el viento que se cuela por los
agujeros les hiela por las noches, hasta el punto de que duermen con el
bebé junto a una pequeña pila de brasas que amenaza su precaria chabola,
pero "¿qué más podemos hacer? Así es nuestra vida ahora", lamenta la
joven.
Mujeres y niños refugiados cruzan un precario puente de bambú sobre un
lago en el campamento para desplazados de la etnia rohingya en
Kutupalong, en Bangladés. Jairo Vargas
Por delante tiene la dura tarea de sacar adelante a su pequeña, que
tendrá que esquivar la malnutrición y los brotes de difteria y sarampión
que han azotado los campos. "Las condiciones de insalubridad y la falta
de vacunación desataron una grave crisis que nos costó un tiempo
controlar, porque son muchas personas totalmente hacinadas y los
contagios se dispararon", explica una cooperante de Médicos Sin
Fronteras.
La crisis, apuntan, parece haberse estabilizado. Las llegadas de
nuevos refugiados no son tan masivas como hace tres o cuatro meses,
aunque cientos de personas siguen cruzando cada semana desde Myanmar.
Los planes de repatriación voluntaria que el Gobierno de Bangladés
intentó poner en marcha se vieron truncados por el miedo. Nadie quiere
volver al lugar del que han escapado vivos de milagro. Mientras tanto,
Myanmar se asegura de que su limpieza étnica sea irreversible, ha
reforzado la frontera militarmente y ha erigido una alambrada en varios
puntos de paso.
Las organizaciones humanitarias ya están
advirtiendo del próximo drama en los campos. A finales de primavera, el
monzón, los ciclones y las tormentas tropicales darán al traste con unos
refugios precarios, provocarán deslizamientos de tierra y los
campamentos se llenarán. Un caldo de cultivo perfecto para infecciones
graves y brotes de cólera, apuntan.
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