lunes, 2 de abril de 2018

Manuel Rivas: “Ecologismo y feminismo son las fuerzas que nos abren a otra vida”

Hablamos con el escritor y periodista Manuel Rivas, una de las firmas más lúcidas y comprometidas desde hace décadas con la defensa de una civilización auténtica, de la libertad, del planeta y todos sus seres –humanos y no humanos-, del mundo rural, del feminismo y el ecologismo activo; en vísperas de sacar su nuevo libro, ‘Contra Todo esto’, un manifiesto rebelde que condensa sus luchas permanentes. 

El escritor Manuel Rivas.
El escritor Manuel Rivas.

La primera vez que vi en persona a Manuel Rivas fue en la plaza del Conde de Barajas, en Madrid, hace muchos años. Yo era estudiante de periodismo y Rivas me había ganado ya como lector con algunos de sus libros, como Un millón de vacas o Los comedores de patatas, libros que bebían directamente de la obra del escritor al que presentaba ese día, el británico John Berger, uno de los más grandes narradores de la segunda mitad del siglo XX. Seguí leyendo la obra de Rivas, también su trabajo periodístico, del que nunca ha renunciado. Reunió algunos de sus reportajes escritos para El País (cuando aún eran posibles reportajes de largo aliento) en El periodismo es un cuento, un libro de cabecera para mí, que me demostró que el periodismo y la literatura estaban al mismo nivel, o podían estarlo al menos. La última vez que vi en persona al autor de La mano del emigrante o Los libros arden mal fue en el reciente homenaje que se le rindió a John Berger en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Cuento todo esto porque creo que Manuel Rivas es el mejor heredero en España de Berger, de su palabra y de su estrella. Como Berger, Rivas es un autor anfibio que ha buceado en todos los géneros, un piel roja dispuesto a dar la voz de alarma cuando las cosas van mal. Referente literario y también moral de las letras españolas, Manuel Rivas está a punto de publicar un nuevo libro, Contra todo esto (Alfaguara), en el que de nuevo alza el vuelo de la palabra para señalar las injusticias de este mundo y de sus responsables. “Es un libro activista, de un activismo de la libertad. Es un libro insurgente, en el sentido que las palabras se levantan del suelo porque quieren decir, poner la libertad en el cuerpo del lenguaje”, dice en el manifiesto que firma el autor y que reproducimos al final. En esta entrevista, realizada por correo electrónico mientras apuraba las correcciones de Contra todo esto, hablamos de ecología, de sostenibilidad, de la desaparición del mundo rural o lo que debería ser la buena vida, de la resistencia al poder, temas que han recorrido su obra de ficción y de no ficción. De la esperanza que hay que arrebatar al conformismo.

Desde los inicios, en tu obra ha habido una preocupación por la desaparición del mundo rural. Pienso por ejemplo en ‘Un millón de vacas’ o ‘Los comedores de patatas’, que inevitablemente recuerdan al clásico de John Berger ‘Puerca tierra’. ¿Crees que hemos avanzado algo en todos estos años, que somos ahora más conscientes de lo que significa la desaparición de esa cultura milenaria?
Además de Un millón de vacas y Los comedores de patatas, creo que es en la novela En salvaje compañía y en la poesía, como A boca da terra / La boca de la tierra, donde mejor reflejado queda ese proceso de desaparición. El término “desaparición” podríamos completarlo con “destrucción”, igual que el de “despoblación” debería ir acompañado de “extinción”. Porque no son procesos neutrales, existe una causalidad y esa desaparición del mundo rural o campesino de forma tan acelerada y traumática responde a un modelo económico invasivo y totalizador, la apisonadora del “capitalismo impaciente”, depredador, que no admite otras formas de vida, ni siquiera lo que podría ser un sistema de “mercado honesto”. Es increíble cómo en pocos años dos gigantes agroquímicos se han hecho, en la práctica, dueños de la agricultura mundial. Empujando esa apisonadora está la ideología del “progreso imparable”, esa superstición con la que expertos serviles justifican monocultivos, transgénicos o grandes fumigaciones, y demás desastres, usando la idea de “avance científico” como una tapadera. Y está también una política activa más allá del laissez-faire y el abandono: la presión para imponer un único modelo “industrial” en el campo, de grandes explotaciones intensivas y grandes inversiones en maquinaria pesada. Ya nació obsoleto. El campo está lleno de chatarra y de un rencor de grandes tractores con mirada oxidada. Cuando casi se han secado todos los depósitos de esperanza, vuelven los políticos y los burócratas y le dicen a los supervivientes: la alternativa es la agricultura ecológica y la ganadería “natural”. Es decir… hagan, más o menos, lo que hacían antes. Y conviertan su casa en una B&B. Por una parte, abandono o invasión del monocultivo en alquiler o en manos de los gigantes. Por otra, como mal menor, hacer del mundo rural un parque temático.

Sabemos que nada hay inmutable, sabemos que hay nostalgias que nos llevan a una falsa idealización, sabemos que la visión bucólica del mundo campesino es una deformación óptica urbana, pero también es importante, en este proceso de desaparición, hacer un balance de pérdidas para fundamentar una “melancolía activa”. A la manera de Benjamin, trabajar en la “organización del pesimismo” para que el proceso de desaparición no arrastre todo el humus de la memoria.

En este sentido, ¿qué opinas de movimientos como el neorruralismo, gente que está harta de la esclavitud que imponen las grandes ciudades y deciden regresar al campo?
En la cultura del mundo rural, y sobre todo en la España y la Europa del pequeño campesinado, ¿cuál fue la pérdida fundamental? La cultura del trabajo en común, de la cooperación, el compartir recursos y útiles. Y todo el patrimonio común, como los montes vecinales, que en muchos casos fueron brutalmente expropiados por el Estado o torpemente privatizados. Hay que divulgar esta memoria de lo comunitario, porque también fue lo más directamente atacado y destruido, multiplicando los cercados mentales y materiales.

Lo que llamas “neorruralismo” tiene que tener muy clara esta memoria de lo comunitario. Renovarla, reforzarla. Me parece bien que haya robinsones y robinsonas que escapen de la ciudad e intenten vivir como Thoreau en Walden. Pero esa libertad individual es compatible con una libertad solidaria, que no solo facilite la supervivencia sino que la haga más placentera y creativa. Mientras tanto, ¿qué puede hacer la política, el Estado, aparte de declaraciones que parecen pésames escritos en 1898? Que recursos como las energías renovables tengan como destino gratuito y prioritario el medio rural. Que se creen “bancos de tierra”, con destino a gente que quiera cultivarlos, lo que no es una utopía sino que es factible y deseable de inmediato. Que se restablezcan servicios estúpidamente destruidos como “preescolar en casa”. Que se facilite y promueva la distribución de la producción ecológica y cooperativa. Docenas de iniciativas que están en la mente de la gente que resiste. Lo que tienen que hacer los gobiernos central y autonómicos en España es, en primer lugar, inclinar ligeramente la cabeza para… escuchar. Si esto es una emergencia, ¿por qué se apuntan al funeral?

La ecología recorre también tu trabajo. En tus artículos periodísticos es raro el día en el que no alertas sobre lo que estamos haciendo con la naturaleza. ¿Qué tiene que ocurrir para que los políticos se tomen en serio de una vez la crisis ecológica, amenazas reales y presentes como el cambio climático?
Por mi experiencia, y por lo que uno interpreta en la historia, los políticos solo te toman en serio cuando tienen miedo a la que la gente los tire por la borda. Hay que pasar de la toma de conciencia a la movilización, y en eso incluyo las movilizaciones electorales. En España, en Europa, en el mundo, tenemos que potenciar los movimientos sociales. Lo que está pasando con el feminismo es un buen ejemplo. Con millones de personas en la calle, han tenido que dejar de despreciar o burlarse de las reivindicaciones y estudiar un poco la realidad para hablar de ellas.

En este papel de denuncia, ¿crees que los ciudadanos se sienten aludidos por los desastres ambientales? Lo pregunto porque cuando ocurrió el accidente del ‘Prestige’ sí que hubo una gran movilización social en Galicia. No sé si ha sucedido algo parecido este verano con los incendios forestales, o si la gente se ha acostumbrado a este tipo de tragedias.
Sí hay una toma de conciencia. El problema es que la toma de conciencia es laboriosa, mientras el efecto de la violencia contra la naturaleza es muy rápido, voraz y a gran escala. Pero la toma de conciencia se multiplica cuando hay luchas y movilizaciones y, además, se obtienen resultados. He vivido varias experiencias. La lucha contra la central nuclear de Xove (Viveiro), en 1976, que ya estaba autorizada, con publicación en el BOE, y tuvieron que desistir por la extraordinaria protesta popular. En 1981, el viaje del pequeño pesquero Xurelo a la Fosa Atlántica para denunciar los vertidos radiactivos en el mar, oponiéndose in situ a los mercantes que efectuaban las descargas, generó una movilización que se extendió a Francia, Alemania, Bélgica y Reino Unido. La Organización Marítima Internacional acordó la suspensión de estos vertidos en todo el mundo. En 2002 y años posteriores, las movilizaciones del Nunca Máis por el desastre del Prestige, con el movimiento de solidaridad internacional, fueron las de mayor dimensión por una catástrofe ambiental en el mar. Una vez que despierta, la conciencia está ahí. Y digan lo que digan, tuvo efecto en la legislación europea y obligó a tomar medidas sobre seguridad en el tráfico marítimo. Y los gobiernos están avisados. En sus “memorias”, Fraga reconoció que perdió el poder en Galicia (lo que parecía imposible) por el Nunca Máis.

Para que haya un verdadero cambio que tenga efectos planetarios, debemos ir hacia una sociedad en la que la basura deje de existir, en la que se abandone el consumismo y se recicle hasta el último residuo. Pero desgraciadamente no parece que caminemos en esa dirección, ¿no?
Vivimos una época de descivilización, de retroceso, un sistema mundial de distopía. Una época de “modernismo reaccionario”, con la expansión en el mundo de un modelo que denominan neoliberalismo, y que es un sistema en el fondo antiliberal, con grandes corporaciones que juegan como ventajistas, y utilizan sus peones políticos para desregular. La propia Unión Europea se ha convertido en un objetivo a destruir desde Reagan y Thatcher, porque la idea europeísta era un “mal ejemplo” para el mundo con un sistema de libertades y de Estado de Bienestar. Todo esto, todos los efectos de despilfarro y destrucción de la guerra contra la naturaleza por parte de los “amos de la humanidad”, lo pone en cuestión el ecologismo, porque no solo denuncia la gran crisis medioambiental sino que también supone otra forma de vida, otra relación con el medio natural. El ecologismo activo incomoda cada vez más a los grandes poderes, porque es una conciencia universal que les está poniendo freno junto con el feminismo. El organismo de Derechos Humanos de la ONU ha denunciado la oleada de crímenes contra activistas del ecologismo.

El ecologismo irrita a grandes latifundistas, terratenientes y empresas, que se han hecho, con la complicidad política, con las tierras de los pueblos originarios. Desquicia a los emporios que se enriquecen con la energía, con medios de producción nocivos y lastimosos para la vida del planeta. Enoja a quienes tienen el monopolio de los productos químicos agrícolas que están intoxicando la tierra. Desequilibra a la industria cárnica y a quienes mantienen sistemas crueles de explotación animal. Encoleriza a quienes defienden como sublime espectáculo cultural las corridas de toros. Molesta a los gobiernos porque les obliga ante la ciudadanía a actuar, o simular que actúan, para proteger el medioambiente. No es un movimiento sectorial, como tampoco lo es el feminismo. Es el principal freno a la distopía y abre paso a otra civilización. A una libertad solidaria; a otra forma de relacionarse con las personas humanas y no humanas, con los seres sintientes y la naturaleza, a una economía honesta, a otra manera de alimentarse y viajar. A otra vida, a otro pensamiento.

Dentro de tus preocupaciones sobre el deterioro ambiental, tu mirada siempre ha tenido una atención especial con los animales. ¿Qué opinas de que cada vez haya más gente que se esté planteando dejar de comer carne? Hay quien argumenta que solo es una moda pasajera.
No, no va a ser pasajero. Al contrario. Hace un tiempo, en arte, un cuadro con animales cazados, lo que llamamos “naturaleza muerta”, era una imagen que se exhibía como signo de abundancia y bienestar. Hoy es algo que espanta, que causa horror. Puede ser visto como una pintura de denuncia. Esa evolución en la mirada lo dice todo. Ser vegetariano o vegano no es una extravagancia. La industria cárnica se basa en un sistema de crueldad para seres que sienten, sufren, tienen emociones. Comer animales, hoy, es comer crueldad. Y somos lo que comemos. Llegará un momento en que la extravagancia de ser vegetarianos o veganos será un sentido común civilizatorio.

No eres de los autores que se atrincheran en su torre de marfil. ¿En qué medida la literatura debe recoger las preocupaciones de su tiempo?
Flaubert decía que a él le gustaría vivir en la famosa “torre de marfil”, pero que de vez en cuando venía una avalancha de mierda y la tiraba. Si tienes una relación de mano sincera con las palabras, son las palabras, como luciérnagas, las que te van a llevar al compromiso. La literatura, entre otras cosas, es un instrumento óptico de la conciencia: está para ver lo que no está “bien visto”, en el doble sentido de “no estar bien visto”.

 Más información: https://elasombrario.com/manuel-rivas-ecologismo-y-feminismo/

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