El presidente de Francia quiere reparar el vínculo roto con la Iglesia católica. Son palabras de Emmanuel Macron,
ni de izquierdas ni de derechas pero católico de confesión. Cree que la
República que nació para ser laica le debe mucho a los hombres y
mujeres de fe. Así se lo ha confesado a los obispos franceses: según
Macron, un presidente de la República cumple su función cuando se
interesa por lo sagrado, eso que empujó recientemente a un policía a
intercambiarse por un rehén de un yihadista. O lo que encendió el ardor
guerrero de Juana de Arco, primero hereje y luego santa. Macron se prepara para los cincuenta años de mayo del 68 poniéndole una vela a Dios.
Emmanuel Macron cumplirá en mayo un año
en el poder. Lo está celebrando con los obispos, disparando misiles a
Siria y diciendo en el Parlamento Europeo cosas como que hay que
escuchar «la cólera de los pueblos». No se refiere a la cólera de los
ferroviarios (esos que le están haciendo una huelga semanal porque les
quiere privatizar la empresa. O a la ira de los pensionistas, que
tendrán que pagar más impuestos para financiar su «Revolución») como se
titula, precisamente, su autobiografía política. No. La cólera que
describe el presidente francés es esa que lleva a la gente a no leer Le Monde y a votar a «populistas». La que crea, según él, una guerra civil en Europa.
Europa puede ser la salvadora de este
pueblo encolerizado, cree el presidente de Francia, pero para eso hay
que hacer reformas. Aquí las ideas de Macron no son tan brillantes como
las palabras y su neoliberalismo militarista prosigue la senda que lleva
a miles de trabajadores a preguntarse si la recuperación era esto.
Precariedad, bajada de sueldos y menos derechos. De ahí tal vez la
llamada a la religión, a ese bálsamo sobrenatural que pone en el reino
de los cielos la verdadera vida después de un valle de lágrimas. O de
los caídos, como el de España. La cruz cura pero también vigila. Es
salvación y memoria: de quién manda, quién muere y quién se ha ganado el
derecho al panteón.
La basílica del Sagrado Corazón es uno de los monumentos más visitados de París. Corona la colina de Montmartre, ideal panorama selfie. Sacré-Coeur
se construyó en 1871, después de la revolución de la Comuna de París,
como expiación de los pecados revolucionarios. El año pasado, un
ciudadano propuso demolirla porque era un insulto para los muertos de la
represión con que fue aplastado aquel sueño no utópico. Su propuesta
fue vetada porque iba contra un «patrimonio histórico». ¿Qué necio se
atrevería a negar que la religión forma parte de la historia? O del
presente. Opio tan útil para enjuagar la sangre que se escurre entre
bellos discursos.
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