viernes, 27 de abril de 2018

Diario 1934-1939


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  Mi padre quería ver su casa por última vez. Cuando llegamos a la fachada lo primero que miró fue la ventana de su habitación:
   -Nunca volveré a ver esta habitación. Es increíble. Todavía están allí mis libros, mi música, mi piano... pero yo... -La lágrimas rodaban por sus mejillas-. ¿Qué le ha pasado a Maruca? Una mujer tan sumisa, resignada, paciente y angelical. Una niña inteligente e indulgente. Y luego, esta locura... Yo no era consciente de lo que hacía. No sabía que a ella le molestaba...
   En ese momento, se registró un pequeño terremoto en París. En el preciso momento en que la vida de mi padre estaba sacudida por el terremoto de la rebelión de una mujer, por su venganza, en el mismo momento en que estaba perdiendo el amor, la protección, la fidelidad, el lujo, la fe. Toda su vida destruida en un instante por la revolución femenina. La tierra, la mujer, sus repentinas explosiones. En el instrumento insensible del egoísmo de mi padre no se había captado ninguna señal que advirtiera la cercanía del cataclismo. Mientras estaba allí, mirando su casa por última vez, las entrañas de la tierra temblaron. Maruca estaba tomando el desayuno tranquilamente, en la cama, mientras la vida de mi padre se abría con un crujido y todos los tesoros coleccionados con adoración se hundían en el abismo. La tierra se abrió bajo sus pies siempre bailarines, sus bailes de seductor, sus escenas de amor contrapuntísticas. En un instante se tragó el ballet pintoresco de sus mentiras, sus evasiones de puntillas, sus vaporosas escapadas, las luces del escenario y los halos con que rodeaba sus conquistas y sus apetitos. Todo quedó destruido en e tumulto. La tierra y la ira de la mujer ante su ligereza, sus audacias, sus saltos por encima de la realidad, sus huidas. Su casa se abrió y cayeron por entre las grietas sus libros raros, sus partituras musicales únicas, sus recortes de prensa, los regalos de sus admiradores.

   Un día apareció en casa de Maruca un sacerdote español. Había huido de España llevándose consigo una estatua de la Virgen María. Era un sacerdote amante de la música y acudió allí a pedir refugio. Maruca quería complacerle, le llevó a comer al Bois y me pidió que fuera con ellos. Pero Maruca olvidó que era el día de las carreras, y el restaurante estaba lleno de mujeres extraordinarias vestidas a la moda más fantástica. Estaba de moda llevar el pelo empolvado de extraños colores, verde, dorado, azul..., y los párpados maquillados de oro o plata.
   El brillante espectáculo que nos rodeaba estaba en marcado y doloroso contraste con lo que el sacerdote contaba. Sus historias sobre España, las agonías, el hambre, el miedo, las torturas, era aún más terribles en aquel escenario tan frívolo.
   Le rogué a Maruca que nos fuéramos a otro sitio. Pero en lugar de aceptar mi sugerencia, empezó a contar de punta a cabo toda su vida con mi padre, dando todos los detalles y provocando el pasmo escandalizado del sacerdote que habría sido capaz de escuchar todo aquello en la oscuridad del confesionario, pero que era incapaz de oírlo en público. El contraste violento entre las tragedias del relato, las tragedias personales, y el desfile de modas, era insoportable.
   Las quejas, los lamentos, las acusaciones de la esposa eran desde luego completamente naturales; el sacerdote ya había oído anteriormente historias semejantes, pero nunca había escuchado a una hija interpretar el comportamiento de su propio padre con tanta lucidez ni tan abiertamente.
   -Hay que respetar al marido -murmuró-, hay que respetar al padre.
   -¿Y a la mujer no hay que respetarla? -dijo Maruca-. Usted arriesgó su vida al cargar con la imagen de la Virgen a su espalda, hubieran podido matarle, ¿no cree que también el hombre debería respetar a la mujer?
   Analicé la inconsciencia de mi padre. En Caux, llegó a  comprender, a veces, lo monstruosamente egoísta que había sido; comprendió que había vivido su donjuanismo sin cautela ni delicadeza, pero al cabo de un instante ya no soportaba la idea y empezaba a pronunciar exorcismos, excusas, mentiras, acusaciones contra Maruca, contra las mujeres que le habían tentado.
   No era consciente de lo que había hecho.
   -Y si ahora caigo enfermo -dijo mi padre-, ¿quién va a cuidarme?


Anais Nin
diario 1934-1939

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