lunes, 23 de abril de 2018

“La falta de credibilidad de las mujeres y el rechazo a las personas inmigrantes forman parte de un mismo proceso”

La voz de las mujeres, los delitos de odio xenófobos, el modelo de belleza y la vejez, la invisibilización de los trabajos de cuidados, la configuración del espacio público… La antropóloga Dolores Juliano traza, a través de temas aparentemente dispares, las claves para entender los mecanismos de desprestigio y silenciamiento que emplea el sistema capitalista, colonialista y patriarcal.

Foto: Bárbara Boyero
Esta investigadora se apoya no sólo en bibliografía académica sino también en la sabiduría popular y la experiencia./ Bárbara Boyero
  ¿Qué tienen en común una mujer que ejerce la prostitución, una que ha sufrido una violación y otra que busca reconocimiento legal a su identidad de género? Que serán creídas y apoyadas en la medida que asuman un discurso victimizador. Con el ensayo Tomar la palabra. Mujeres, discursos y silencios, Dolores Juliano Corregido —antropóloga social nacida en Argentina en 1932 y exiliada en Barcelona tras el golpe de Estado de Videla— da un cierre redondo a toda una vida académica dedicada a analizar los mecanismos de criminalización y de desprestigio que pesan sobre mujeres presas, trabajadoras del sexo o personas migradas. La interseccionalidad, esa palabra mágica tan manoseada, articula el análisis y la práctica de una investigadora accesible, que se apoya no sólo en bibliografía académica y literaria, sino también en la sabiduría popular y la experiencia. Juliano da profundidad a nuestro argumentario feminista y antirracista y nos enfrenta a nuestros propios prejuicios.

El miedo a ser cuestionadas, a no ser creídas, sigue limitando la participación de las mujeres en el espacio público.  
 Vivimos en sociedades muy jerarquizadas en las que el acceso al poder por parte de unos sectores incluye determinar cuál es el discurso legítimo y cuál no lo es; quién tiene derecho a exponer su punto de vista y quién se tiene que callar. El sector al que más se le ha negado la palabra sistemáticamente y a lo largo de la historia ha sido precisamente el de las mujeres, que no es una minoría sino más de la mitad de la población. Un ejemplo es que la Iglesia católica prohíbe a las mujeres el sacerdocio, que supone negarles la palabra en el espacio público. Como contrapartida dentro de la misma estructura de la Iglesia, el Papa tiene el privilegio del magisterio infalible. Fantástico, ¿verdad? Unas se equivocan siempre y mejor que no hablen; el otro no se equivoca por definición. Esto mismo pasa en las estructuras del Estado, en el conocimiento académico o científico… Unos se hacen creíbles hagan lo que hagan, sepan lo que sepan, mientras que otras no resultan creíbles, incluso ahora que de promedio tenemos mejor formación que el grupo social al que se le atribuye la sabiduría.

Ese poder patriarcal legitima un discurso del odio perverso que señala a las personas migradas y refugiadas como una amenaza.
Se habla de asaltos de pateras como si las guerras de las que huye la gente no tuvieran nada que ver con las armas que vendemos a esos países o con los conflictos territoriales y étnicos derivados del colonialismo. Los barcos de la Unión Europea que teóricamente nos están defendiendo se dedican a evitar que lleguen a nuestras playas las personas que se ven obligadas a la aventura de la migración en las condiciones más precarias y dolorosas. Y se habla de ellas como si se subieran a naves con poca carga combustible y una autonomía pequeña, por deporte. Es criminal. Para que las personas no presionen demasiado a los gobiernos exigiendo políticas migratorias diferentes, éstos optan por criminalizar. Hablan de la migración como una invasión que exige medidas de corte policial o punitivo.

Un político puede sostener que no podemos aceptar a tanta gente —pese a que tenemos una tasa demográfica de crecimiento muy baja— porque su discurso es creíble. Puede decir cosas erróneas y aplicar políticas muy discriminatorias sin pagar demasiada cuenta. Puede destinar los recursos del Estado a salvar a los bancos en vez de a prestar ayuda económica a las familias afectadas por una crisis con la que los ricos se han hecho más ricos. Para que la sociedad acepte esto, es necesario que el discurso que escuchemos sea el del poder —“no se podía hacer otra cosa, a todos nos ha afectado”— y no el de las voces disidentes.

¿Y a quién no se escucha? A una chica de 18 años que asistió a una fiesta y que fue violada por cinco delincuentes que la filmaron y se enorgullecieron de ello. ¿Por qué asistió sola? ¿Había tomado una cerveza de más? Ella tiene que demostrar su buena conducta. Es todo parte de un mismo proceso, de un mismo sistema: la falta de credibilidad de las mujeres respecto a los hombres; la falta de derecho a defender su posición de los pueblos que han sido colonizados; la falta de apoyo a los pobres y los inmigrantes respecto a los ricos y los poderosos.

La misma sociedad que ampara la cultura de la violación, utiliza los derechos de las mujeres para criminalizar a los hombres inmigrantes.
Parte de la discriminación es atribuir a éstos conductas hiperagresivas, y presentar a las mujeres inmigrantes como víctimas dóciles de esos hombres. Sostener que las inmigrantes vienen porque las engañan las mafias. No se cuenta que las mafias no existirían si abrimos las fronteras. Vivimos en sociedades que se consideran a sí mismas civilizadas, solidarias, respetuosas con los derechos humanos, cosa que no es verdad. Son sociedades jerárquicas, muy prejuiciosas respecto a todo lo que se salga de nuestra visión etnocéntrica. Hemos crecido desde pequeñas escuchando que los gitanos son ladrones. Ahora escuchamos que los inmigrantes vienen con un nivel educativo bajísimo, lo cuál es mentira porque emigran personas jóvenes con recursos para afrontar este vía crucis al que les obligamos. Solamente cuando tomamos conciencia de que compartimos esos prejuicios, podemos empezar a hacer algo por superarlos.

Dolores Juliano en su casa, en Barcelona./ Foto: Bárbara Boyero
Dolores Juliano en su casa, en Barcelona./ Bárbara Boyero
 En el libro expones que los movimientos sociales también se han sumado a una interpretación eurocéntrica del desarrollo social. Me hace pensar en la tendencia a situar el nacimiento del feminismo en la Ilustración.
Otro ejemplo es el discurso que niega el feminismo islámico. A nada que leamos a autoras musulmanas, veremos que existe un feminismo islámico potente y crítico, que hace una interpretación de la religión favorable a las mujeres, como ocurre también con las cristianas que defienden el derecho al sacerdocio. ¿Por qué no las reconocemos?

Los movimientos revolucionarios del siglo XIX, con el referente teórico de Marx pero también del anarquismo o el socialismo utópico, creían en el progreso unilineal. Sostenían que la humanidad seguía el mismo esquema que la vida ha seguido en el plano biológico: ir de lo más sencillo a lo más complejo, a organismos más complejos. Esto no es cierto ni siquiera en lo biológico, porque los parásitos se desarrollan después que los que son parasitados. En la escala social, todos los grupos humanos han desarrollado características y adaptaciones que les han permitido sobrevivir en su medio. En Europa, entre los siglos XV y XVI, se dio un desarrollo tecnológico mayor que ha sido acumulativo, pero tener una mejor tecnología no garantiza un sistema social más justo, que haga mejor uso de los recursos o se relacione mejor con la naturaleza. De hecho, somos las sociedades más tecnificadas las que estamos destrozando el mundo. Y, desde luego, no garantiza que seamos más igualitarios, más caritativos ni más empáticos. En otro tipo de sociedades, la distancia entre pobres y ricos es menor.

 Hay muchos desarrollos posibles, que no tienen que ser considerados superiores o inferiores. Cuando Darwin llegó a Tierra de Fuego, dijo: “Esta gente es tan atrasada que no ha desarrollado ropa”. Yo le diría a Darwin: ¿No te preguntas cómo han sobrevivido miles de años en ese clima? ¿No será que no has captado suficientemente bien sus soluciones? El propio Marx, aunque lamentaba que la conquista de la India hubiera costado tantas vidas, señalaba que Inglaterra le abriría el camino a la civilización. La lectura de que las sociedades que no han vivido una revolución industrial están irremisiblemente atrasadas en todos los aspectos, fue una manera fantástica de legitimar la opresión de otros pueblos, pero revelaba un desconocimiento total.

Apuntas las dificultades que tuvo el marxismo en integrar a sectores marginalizados, algo que también le ocurre al feminismo.
El marxismo sostenía que solo se podría llegar a la igualdad social a partir de la revuelta de los trabajadores organizados. Sospechaba del campesinado y consideraba al lumpen proletariado como la escoria de la sociedad. A partir de la división sexual del trabajo, a finales del siglo XIX, la mayoría de mujeres no eran asalariadas. Reconocía el papel de las mujeres como madres y esposas de obreros, pero se las presuponía conservadoras y antirrevolucionarias. Por eso los partidos marxistas votaron en contra del sufragio femenino en la II República española, con el apoyo de las mujeres de esos partidos.

Por su parte, el feminismo de derechas, el de las sufragistas, defendía el derecho a voto de las mujeres bajo el argumento de su superioridad moral: nosotras delinquimos menos que los hombres, bebemos menos, somos responsables del hogar… Merecemos el derecho a voto porque la sociedad será más virtuosa. Les funcionó, pero ¿qué pasaba con las mujeres que no eran virtuosas? ¿Qué pasaba con las madres solteras, con las mujeres que delinquían o con las prostitutas? La única manera que tenían de hacer coincidir su discurso y el hecho real de que existían muchas mujeres que no cumplían esas pautas era victimizarlas: si una mujer hace algo tan humillante y degradante como cobrar por prestar servicios sexuales, será porque está obligada o alienada. Otro tanto con las mujeres que delinquen: hay que buscar qué hombre las ha incitado. Es mejor considerarlas tontas que malas.

Otro sujeto estigmatizado que el feminismo no acaba de aceptar es el de las mujeres transexuales.
En Catalunya, casi todas las asociaciones, como Ca La Dona, han decidido aceptarlas. Pero cuando se debate si sí o si no… Nosotras somos mujeres biológicas, no tenemos ningún mérito por el hecho de ser mujeres. Pero las transexuales son mujeres que se sienten tan incómodas en ese rol de hombre que se les ha asignado, que optan por un largo y difícil camino que implica ruptura familiar, dificultad para encontrar empleo, hormonación, operaciones, depilación integral… Y cuando sienten “por fin soy chica”, en los lugares en los que se reunen las chicas les dicen: “Tú no puedes entrar porque naciste tío”. Se las acusa de reproducir un modelo conservador de feminidad. Lo que no se dice es que en muchas clínicas de reasignación sexual se les obliga a llenar cuestionarios en los que tienen que demostrar que ellas son “realmente mujeres”, heterosexuales, encerradas en cuerpos de hombres. Eso es un disparate. La antropóloga trans Norma Mejía demuestra en sus investigaciones que las relaciones afectivas de las mujeres transexuales son diversas. La ambigüedad sexual forma parte de nuestra especie y de muchas otras especies. Nadie es esencialmente femenino o masculino.

Más información: http://www.pikaramagazine.com/2018/04/dolores-juliano-tomar-la-palabra/

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