Antigua ilustración del terremoto |
Aquel seísmo no era el primero que sufría la capital portuguesa, pues ya en 1531 hubo uno de una magnitud de ocho grados en la escala Richter que arrasó buena parte del casco urbano y se extendió a las regiones del Alentejo y Ribatejo. Apenas se conservan testimonios del fenómeno pero los que hay hablan de desplomes de edificios -que llevaron a la posterior construcción del Barrio Alto-, del maremoto posterior que acabó con los barcos del puerto y, como cabía esperar, de las acusaciones que contra judíos y conversos lanzaron los monjes de Santarém, en el sentido de que habían provocado la ira de Dios.
Sin embargo, el de 1755 fue aún más grave, alcanzando nueve grados. Tuvo lugar el 1 de noviembre, entre las 9:30 y las 9:40. Era un día soleado del típico otoño lisboeta, en una de las capitales marítimas más importantes de Europa, que entonces era tanto como decir del mundo. Dado el carácter festivo de la jornada, día de Todos los Santos, la gente se preparaba para asistir a misa, la segunda de la mañana.
Plano de la reconstrucción de Lisboa elaborado por el Marqués de Pombal en 1756/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons |
Los desplomes fueron aumentando porque el terremoto duró entre tres y seis minutos con tres grandes sacudidas. Las iglesias, abarrotadas de fieles, se convirtieron en trampas mortales al caer las bóvedas sobre ellos. Saltando entre las siniestras grietas de cinco metros que se abrían en el suelo, la gente huyó hacia los muelles, donde los espacios eran más abiertos, buscando ponerse a salvo de los mortíferos escombros que se precipitaban desde lo alto. Fue allí donde los asombrados vecinos contemplaron un extraño fenómeno: el mar se retiraba y la desembocadura del Tajo quedaba seca, dejando al descubierto el lecho marino con peces agonizando, húmedas algas e incluso restos de viejos barcos hundidos.
Los derrumbes de iglesias |
Pero el horror no había terminado aún. Los temblores habían provocado también que las numerosas velas encendidas en las iglesias en memoria de los difuntos cayeran y provocaran incendios; éstos se propagaron rápidamente y Lisboa estuvo cinco días ardiendo, de manera que lo que no habían destruido el terremoto y las olas acabó consumido por el fuego. Se perdieron dos tercios de la ciudad y la familia real se libró casualmente -su palacio estaba al lado del mar- porque había salido a pasar la jornada en el campo.
Es difícil establecer con seguridad un número de víctimas; la ciudad tenía unos 275.000 habitantes de los que perecieron entre 30.000 y 60.000. Claro que habría que sumar las cifras de otros sitios, pues el seísmo también se cobró un considerable tributo de vidas humanas en la costa argelina y marroquí (donde se cree que fallecieron unas 10.000 personas), España (un millar de muertos en Ayamonte, 400 en Lepe) y otros lugares del litoral español y africano; parece ser que los efectos se sintieron en Groenlandia, Escandinavia y las Islas Británicas, e incluso olas de cuatro metros llegaron gasta el Caribe tras atravesar el Atlántico.
El rey portugués José I encargó a su ministro Sebastião José de Carvalho e Melo organizar el rescate de heridos, la eliminación de los cadáveres y las tareas de reconstrucción. Partiendo de su famosa frase “¿Y ahora? Se entierra a los muertos y se da de comer a los vivos” acometió la misión tan concienzudamente que no se produjeron epidemias y ordenó que las edificaciones siguieran, en lo sucesivo, criterios de seguridad. Asimismo, realizó un estudio por todo el país para prevenir nuevas desgracias, pues se rumoreaba que los animales lo habían presentido huyendo a las alturas.
Epicentro y tiempos de llegada del maremoto/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons |
El Marqués de Pombal mostrando la reconstrucción de Lisboa (Louis-Michel van Loo)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons |
Gabriel Malagrida/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons |
Así pues, tras el caos, las casas públicas seguían en pie mientras que las de Dios habían desaparecido. Ello provocó el desconcierto entre los fieles, ya que contradecía las arrebatadas soflamas de algunos exaltados como el jesuita Gabriel Malagrida, ex-misionero lombardo que llevaba un tiempo en la corte predicando contra las políticas gubernamentales y que en 1756 publicó una obra titulada Juízo da verdadeira causa do terramoto. El texto contradecía las causas naturales, explicadas por el ministro en un panfleto distribuido para calmar a la población, atribuyéndoselas a un castigo del Señor.
Malagrida renegaba de las operaciones llevadas a cabo para volver a la normalidad y abogaba por limitarse a rezar, hacer procesiones y, como pedía también la Universidad de Coimbra, celebrar un auto de fe. Haciéndose eco de las burlas con que la Ilustración de toda Europa se tomó esas reacciones, Voltaire recreó una escena ad hoc en su novela Cándido, contando que los reos eran un español (vasco, para más señas) casado con su madrina y dos lusos sospechosos de judaizar por haber rechazado el tocino que les sirvieron en una taberna; todos acabaron en la hoguera y el propio protagonista azotado públicamente.
Con esa imagen exterior cabe imaginar la irritación del marqués, un ilustrado que había proscrito los autos de fe y cuyas medidas modernizadoras habían sido el dardo de las diatribas de Malagrida; harto de él y del efecto anímico que provocaba en el pueblo, ordenó su destierro a Setúbal. El jesuita, junto con el resto de su orden, se vería luego implicado indirectamente en el atentado contra el Rey que dirigieron los Távora, constituyendo así uno de los factores que llevaron a la expulsión de la Compañía de Jesús de cualquier territorio portugués. Paradójicamente, el ministro, que había intentado disolver la Inquisición -sin éxito-, logró que esa institución condenase a Malagrida a la horca en 1760 acusado de falso profeta.
En cuanto a la pregunta pseudoteológica sobre la supervivencia de los prostíbulos frente a las iglesias, no fue sino un detalle de aquel fatídico acontecimiento que dio lugar a toda una retahila de formulaciones entre los filósofos y naturalistas europeos, unas puramente intelectuales y otras buscando explicación científica con mejor o peor fortuna; eso sí, se considera que el terremoto de Lisboa fue el primero en ser atribuido a fuerzas de la Naturaleza de forma exclusiva, sin intervenciones metafísicas.
Fuente: https://www.labrujulaverde.com/2018/02/por-que-el-terremoto-de-lisboa-de-1755-derribo-las-iglesias-pero-dejo-en-pie-los-burdeles
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