El beso de Klimt en un muro devastado de Siria. Obra del artista Tamman Azzam |
Errico Malatesta (1853-1932), anarquista italiano de vida trepidante, reflexiona en uno de sus textos, sobre la imposibilidad de poner remedio a los males que provienen del amor. "Eliminaremos la explotación del hombre por el hombre, combatiremos la pretensión brutal del macho que se cree amo de la hembra, combatiremos los prejuicios religiosos, sociales y sexuales, aseguraremos a todos, hombres, mujeres y niños, el bienestar y la libertad, propagaremos la instrucción y entonces podremos alegrarnos con razón si no nos quedan otros males que los que provienen del amor."
Incluso en la sociedad más libre y perfecta seguiríamos sufriendo por amor, dice Malatesta. El amor puede ser libre o cautivo, igualitario o clasista, basado en la reciprocidad o en la dominación masculina. Pero sea como sea, porque conmueve las emociones más profundas de nuestro ser, de alguna manera nos hará sufrir. Hay una opción que es atenuar el sentimiento amoroso hasta convertirlo en un sentimiento fraternal hacia el conjunto de la humanidad. Lo ha predicado el cristianismo, y el anarquismo de alguna manera lo retoma. Pero, dice Malatesta, querer a todo el mundo se parece demasiado a no querer a nadie. El amor singulariza y nos singulariza. Nos hace hijos, hermanos, amigos, amantes, compañeros, y no un ser humano en general.
Cuando pensamos en el mal de amores, imaginamos historias de pasiones no correspondidas o relaciones imposibles. Siempre, pues, dentro del imaginario romántico de la pareja joven como centro y culminación del sentimiento amoroso. Pero Malatesta nos lleva a un nivel mucho más radical del sufrimiento amoroso: el de los que no son queridos, nunca, por nadie. O muy poco, y tan remotamente que ya ni se acuerdan. Esta posibilidad existe, encarnada en las vidas de muchas personas que nos rodean y que viven en silencio su falta de amor.
No son los protagonistas de bellas historias trágicas, ni de historias que nos ponen la piel de gallina. Son hombres, mujeres y niños que pasan desapercibidos, en la indiferencia. Niños de padres ausentes, jóvenes que no se sienten físicamente agraciados, cuerpos que se salen de los estándares, mujeres que se hacen mayores, viejos que se quedan solos. Una mañana cualquiera, me crucé debajo de casa con tres mujeres que iban hacia el mercado, cada una con su carro. Estuve a tiempo de escuchar a una que decía: "Hace tres años que no me abraza nadie". Tres años. No lo decía llorando, ni con voz dramática. Era la expresión cotidiana de una soledad de la piel que Malatesta sabía que ninguna revolución podría resolver nunca del todo.
Fuera de clase
Marina Garcés
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