martes, 28 de abril de 2015

La otra gente

 CARREXO DE FONTES

 Fontes es un lugar -cuatro casas blancas- perdido en una vaguada de la sierra de Meira. Todos los castaños murieron allí de la enfermedad de la tinta, pero quedan aún dos hermosas robledas. En los meses invernales, de los charcos de las brañas, salen segando el aire con sus alas las becadas. Hay varias fuentes a lo largo del camino, y en la que llaman de los Monjes cae el agua, delgada y fría, desde un alto caño de hierro. En la casa que da al camino viejo, coronada por una ancha y cuadrada chimenea que ocupa por lo menos la cuarta parte del tejado, vivió Carrexo, también conocido por Antón de Xil. Carrexo era pequeño, moreno, calvo a la capuchina, inquieto, incapaz de estar sentado cinco minutos seguidos. Carrexo regresó de Buenos Aires, donde trabajó de carnicero, a causa de la luna de allá. La luna de Buenos Aires, según Carrexo, es muy pesada. Mi amigo y paisano nunca se explicó cómo la gente no se daba cuenta. Carrexo, para andar por las calles porteñas en la noche, metía un taco de madera debajo de la boina o del sombrero. [...] Y viviendo en el segundo y último piso de una casa antigua, escuchaba, en luna llena,crujir las vigas que sostenían el tejado.
  -Te digo que llegaban a ceder algo con el aroma de la luna
  Carrexo regresó sensibilizado para la lunarada, y ya tampoco estaba tranquilo en Fontes. Reforzó las vigas de la casa, posteó el desván y el techo de su habitación, y se hizo un gorro de madera de quebracho. Más tarde, en un circo, en Lugo, le compró a un payaso un casco militar francés, de la guerra del 14. Pese a tantas prevenciones, no queriendo desafiar la luna llena, se metía en la cama, se ponía el casco y abría el paraguas. A fuerza de estudiar cómo librarse del peso lunar, descubrió que podía rechazar la fuerza de la luna colocando en el tejado un espejo redondo que le hicieron en la Vidriera Lucense. Así devolvía a la luna los que llamaba, y tendría sus razones, los rayos impares.
  Como Carrexo contaba en Fontes y en otros lugares lo del peso de la luna, aconteció que algunos se dieron cuenta de que también a ellos les molestaba.
  Otros sostenían que podía ser enfermedad contagiosa, que hasta que Carrexo regresara de Buenos Aires, nadie se había dolido de la luna llena. Carrexo se dedicó a curar a las amistades, haciéndoles cascos de roble, o recetándoles linterna eléctrica, que debían llevar encendida en la cabeza si salían por las noches, sujeta con una liga de mujer. Algunos curaron, otros no, otros se olvidaron de la enfermedad, y un cabo de la Guardia civil llevó una linterna preparada por Carrexo para su suegra, que vivía en Palencia.
  Con sus artificios, Carrexo se iba defendiendo. Pero de sus días de Buenos Aires le habían quedado unos ruidos en la cabeza, como de mur en desván. Un día que lo encontré en Mondoñedo, me confesó que andaba con miedo de enloquecer. La hermana quería llevarlo a Santiago,  a que lo viese un psiquiatra, el doctor Somoza, que era de familia conocida de Lugo.
  -¡Si es de los Pedro de Sarria, hombre, que son de confianza!
  Pero Carrexo aseguraba que se bastaba a sí mismo, y que si pudiese estar, a base de café cien horas seguidas despierto, los ruidos, que le venían tan pronto como comenzaban a adormecer, no pudiendo trabajar en lo suyo, se aburrirían y se marcharían. Pero los ruidos no se aburrían y ya trabajaban aun cuando Carrexo estaba despierto. Decidió ahogarlos, y metió la cabeza en un caldero lleno de agua. Y quien se ahogó fue Carrexo.
 Escribia muy bien, con una letra redonda, ancheada hacia abajo. Tenía la manía de los acentos, como Radiguet de niño, y en cada sílaba ponía el suyo, y algunas veces dos. Si la palabra le parecía importante y significativa, sobre los otros acentos ponía un cincunflejo amplio, como un tejado protector. Con lo que lograba que la luna llena no le hiciera daño a la palabra aquella escrita.

Álvaro Cunqueiro

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