sábado, 4 de abril de 2015

Francachela en la "Taberna del Cojo"


  Hicimos cónclave con "Chischís" y fue decidida, por unanimidad, la celebración de la fiesta en Cíes, ya que el temporal no amainaba, y no se consideró factible la salida. Estábamos al abrigo y era reconfortante oir fungar el viento desesperadamente y entender el restallo frenético de las olas sobre los cantiles, en la noche tenebrosa. Saltamos a bordo de las chalanas y remamos hacia tierra, cantando como energúmenos en la paz del abrigo.
  Tocada la playa, fuimos en peregrinación los tripulantes de los barcos, subiendo por un camino endiablado, con "Patachín" al frente. Nos encaminábamos a la "Taberna del Cojo" -especie de pirata, nieto de otro célebre Cojo, que tenía establecida su industria en lo alto del monte de la Cíes grande- que nos recibió con su pata de palo, su grueso pitillo, que siempre conocí apagado, y su vieja malicia.
  Este cojo era una especie de rey natural de las Cíes y no toleraba competidores -tres que quisieron allí establecerse desparecieron misteriosamente-, vendía vino, tabaco y aguardiente a los marineros y no estoy seguro de que en ciertas noches de temporal no ejerciera, como su abuelo, la piratería por su cuenta; parecía un personaje de Stevenson yo lo tenía por pájaro de gran cuidado, aunque conmigo fuese siempre deferente y cordial.
  En un periquete armamos la fiesta, y se procedió a un condumio maravilloso, entre la voz tremenda del viento, que entraba borracho por la chimenea, el socavón cercano del mar y la pinocha, que nos llenaba con olor de incienso campesino al asar los jureles.
  Cenamos largo y bien y bebimos propiamente. Hubo congrio, acezado, un jamón de "York" que guardaba el "Cojo", procedente de un naufragio, unos conejos, de los que pululan por las islas, y chorizos fritos, aparte de los jureles que nosotros pescamos. Después de la cena, la mujer del "Cojo", que era aún más temible que el marido, con los ojos ardidos y la morena greña despeinada, nos hizo café en una vieja tartera y procedimos a tomarlo acompañado de una buena "queimada", mientras se retorcía por la chimenea el trasgo aullador del viento.
  La "queimada" tiene mucho de litúrgico y no puede hacerla cualquiera; lo que de menos es prender fuego al aguardiente y dorar las cáscaras de limón mientras el azúcar se va tostando. Hay un punto especial que no puede ser descrito y que no sólo una gran práctica, aparte de cierta precisa intuición, logra hacer viable. Por unánime consenso, del que me sentí orgulloso, me fue encomendada la conducción de la misma y procedí a encender una gran pota de aguardiente, que pronto iluminó, con los más avernales reflejos, los rostros de los participantes en aquella extraordinaria Nochebuena.
   Don Serapio, congestionado como un llamador de bronce, parecía un antiguo dios munificiente, "Perrachica" un jocundo Sileno, "Chischís" un gato encendido y "Patachín" un diablo burlón y fosforecente. Pero a todos superaba el "Cojo", verdoso y siniestro, con los ojos en lumbre y la risa espantable, verdadero demonio oficiante entre el lóstrego del cucharón ígneo que, sin cesar, iba y  venía, de la pota a los viejos vasos de vidrio tallado, restos de otros naufragios.
   Estaba todo tan adecuado -temporal, lívidas luces, y Francisco el "Cojo" como marco- que nos pareció naturalísimo el aceptar la extraña proposición de este último, para asomarnos a las rocas que bordean "Punta do Cabalo" y ver si se acercaba a la isla el antiguo bergantín naufragado, con toda su tripulación de muertos.
  Este bergantín se hundió comido por la mar en una noche de tempestad, hace ya mucho tiempo. Traía un cargamento de onzas y doblones, parte del cual fue a parar a la arena del fondo de una gruta -bajo la misma "Punta do Cabalo" -que conserva desde entonces el nombre de "Cova dos pesos".
  Los tripulantes del bergantín parece ser que eran piratas desalmados y su Capitán el más desalmado de todos. Cuando se hundió el navío, su negra alma, estaba tan solo con las riquezas del mismo y blasfemaba, impotente, alzando los puños al cielo, mientras las olas lo tragaban.
  Desde entonces se ve el barco en ciertas noches de tempestad, surgir siniestro dando bordadas entre la mar y la rompiente y con ruido de lucha a bordo.
  Allá fuimos todos, calentados por la "queimada" y entre un viento desgarrado y agorero. Francisco "el Cojo" que nos guiaba, parecía desaparecer por veces, pero luego surgía enigmático y excitado, trepando con increible agilidad por las escurridizas y negras piedras. Llegamos al fin al borde del acantilado y nos asomamos con respeto. Era en el fondo un fragor siniestro de "De Profundis", entre los gritos agrios de las aves marinas desveladas. Nada veíamos, salvo unos blancores repentinos, que se alzaban por veces ululantes, y nos salpicaban con amargos y tristes goterones, pero el socavón de las olas angustiaba...
   De pronto "el Cojo" dió una voz y se alzó como un gigante, poseso y frenético, mientras su mano señalaba como una garra hacie el Norte. Por allí venía, raudo y cabeceando, un bergantín con las velas aferradas y una siniestra luz, que proyectaba, desde el palo mayor, sus resplandores sobre cubierta. Lo teníamos ante nuestra vista, sin posible engaño, y enfilaba la boca al Norte con la proa hacia las peñas guardadoras de la gruta, y un tremendo vocerío a bordo. Oímos un juramento terrible y vimos sobre el bauprés, la figura de un hombre alto, con la barba negra y crecida que el viento aborrascaba y los ojos como carbones enciendidos. Cuando el bergantín rozaba, en lo alto de una ola las piedras oscuras, dio un salto hacia la cima de una roca, con las manos en alto. Francisco "el Cojo" lanzó un gran grito y desapareció por las piedras abajo, yo sentí sobre mi mano, la helada del "Perrachica" que me arrastraba hacia el interior de la isla, mientras "Patachín", "Cavite" y "Maumau", rezaban de rodillas, llorando.
  Cuando al día siguiente regresamos a Cangas, ya pasado el temporal, nadie hablaba a bordo, y al relatar al cura de Darbo lo sucedido, me dijo muy serio, bajo el deslumbramiento de su enorme nariz, que si volvía a acompañar al Cojo de Cíes en sus expediciones nocturnas, no podría ser absuelto.


El pálido visitante
José Mª Castroviejo

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