Hubo un tiempo en el que a las autoridades de los países con instalaciones nucleares les pareció una excelente idea deshacerse de sus residuos radiactivos arrojándolos en alta mar. Entre 1949 y 1982, ocho países europeos tiraron por la borda unos 223.000 bidones con 115.000 toneladas de basura nuclear en el Atlántico Nordeste, en ocasiones a sólo 200 kilómetros de las costas españolas. Eran desechos radiactivos de baja actividad procedentes de reactores atómicos, de instalaciones médicas y de la industria. Tres décadas después, los países responsables se desentienden de aquella barbaridad medioambiental. Los bidones siguen bajo el océano, sin prácticamente ningún control.
“Aunque el vertido de residuos al mar ha cesado, el material todavía puede fugarse de sus contenedores”, alertaba un grupo de científicos en 2010. La vida media de los bidones de hierro que encierran los residuos radiactivos oscila entre los 15 y los 150 años, aunque los que disponían también de una cubierta de hormigón podrían durar hasta un milenio. “La estrategia de eliminación de los residuos de baja actividad fue más de dispersión y dilución que de contención”, resumían lacónicamente los expertos, dirigidos por Tim Le Bas, del Centro Nacional de Oceanografía de Southampton (Reino Unido).
Peces y crustáceos contaminados
En otras palabras, los gobiernos de algunos países nucleares —Reino Unido, Bélgica, Suiza, Alemania, Francia, Italia, Países Bajos y Suecia— pensaban que unas pocas decenas de miles de toneladas de basura radiactiva no se notarían en los 1.386.000.000 billones de litros de agua que hay en los océanos. La expedición de los periodistas alemanes, sin embargo, muestra que la basura sigue debajo de la alfombra.
No es la primera vez. A finales de la década de 1990, científicos franceses de la Universidad de Aix-Marsella viajaron a uno de los últimos lugares del Atlántico Nordeste empleados como cementerio nuclear. Allí tomaron ejemplares de Coryphaenoides armatus, un pez de aguas profundas de hasta un metro de longitud, y de Eurythenes gryllus, un pequeño crustáceo que se alimenta de animales muertos. Los investigadores se toparon con restos de plutonio-239 y plutonio-240, generados en los reactores nucleares a partir del uranio. Sus análisis “sugieren una influencia de los residuos vertidos y subrayan el posible papel desempeñado por estos organismos necrófagos en la dispersión de elementos radiactivos procedentes de los residuos vertidos en el Atlántico Nordeste”, según publicó en 1998 la oceanógrafa Sabine Charmasson.
Dos años después, los expertos del Convenio para la Protección del Medio Ambiente Marino del Atlántico del Nordeste (Ospar), que agrupa a los países de la UE, identificaron como una “prioridad” la investigación de “la importancia de posibles fugas en los antiguos vertederos y, si es necesario, el desarrollo y la implementación de una política adecuada para prevenir la contaminación”.
Sin embargo, esos estudios no se han llevado a cabo. En 1995, la Agencia de la Energía Nuclear de la OCDE finalizó su programa de vigilancia de los residuos radiactivos lanzados al agua en el Atlántico Nordeste. “Los análisis mostraron aumentos de la actividad radiológica en los puntos de vertido, sugiriendo fugas medibles pero con un impacto radiológico despreciable”, concluía su informe final. Desde entonces, nada.
Bidones débiles
“Actualmente no hay planes dentro de la Agencia de la Energía Nuclear para llevar a cabo más seguimiento de los residuos vertidos en el Atlántico. Y, hasta donde yo sé, no hay ningún seguimiento [de otros organismos] actual ni planificado para vigilar estos vertederos” del Atlántico Nordeste, reconoce el ingeniero nuclear Ted Lazo, el principal especialista en la materia dentro de la agencia. Rusia sí que ha anunciado este año una campaña para buscar posibles fugas radiactivas en el mar de Kara, una masa de agua al norte de Siberia que fue usada durante décadas como cubo de basura para el programa nuclear ruso. Allí descansan submarinos nucleares soviéticos e incluso 14 reactores atómicos completos.
En 1992, los expertos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) navegaron por última vez sobre los cementerios nucleares submarinos para medir la radiactividad. “Los análisis mostraron elevadas concentraciones de plutonio-238 en muestras de agua recogidas en los puntos de vertido, indicando fugas de los contenedores”, según los expertos de la Convención Ospar. “Hay que destacar que el diseño de los contenedores para el vertido de residuos no estaba destinado a confinar los elementos radiactivos durante décadas, sino más bien para asegurarse de que los residuos llegaran intactos al fondo marino”, subrayaban en un documento oficial en 2010.
Un portavoz del OIEA, Peter Rickwood, explica que “en todos los casos en los que el OIEA estuvo implicado” los estudios radiométricos indicaron que “los niveles de elementos radiactivos observados eran bajos”. La mayor cantidad de radionucleidos en el Atlántico no procedía de los vertidos desde barcos, sino de los ensayos con bombas nucleares en la atmósfera o directamente en el mar, destaca Rickwood. “En general, los estudios no detectaron ninguna radiactividad pero, en algunos casos, se registraron pequeños aumentos de la actividad [radiológica] muy cerca de los bidones”, añade.
El PP, en contra de las inspecciones
Sin embargo, aquello fue en 1992. Más de dos décadas después, con los bidones bajo cientos de metros de agua salada, la situación puede ser muy distinta. No obstante, el OIEA no tiene autoridad para volver a realizar mediciones. Sólo ofrece asistencia técnica a petición de sus países miembros. “Generalmente los programas de vigilancia se inician porque se plantea la necesidad por algún país, y según nuestra información no ha sido el caso en la OIEA”, apunta la española Luisa Rodríguez Lucas, subsecretaria del Convenio Ospar.
En 2011, el Bloque Nacionalista Galego solicitó en el Congreso de los Diputados español una inspección de los residuos radiactivos lanzados al Atlántico Nordeste. El Partido Popular rechazó la propuesta. “No hay ni un solo elemento que nos lleve a desconfiar de la seguridad de los residuos radiactivos en la Fosa Atlántica”, aseguró entonces el diputado Guillermo Collarte.
Los especialistas del Convenio Ospar no lo tienen tan claro. El OIEA está actualizando sus inventarios de basura nuclear en el Atlántico elaborados en la década de 1990. No han llevado a cabo nuevas expediciones, pero han recopilado datos desconocidos salidos a la luz en los últimos años. Su informe estará listo a finales de 2013. “Sobre la base de la información proporcionada principalmente por el OIEA en su inventario actualizado de 2013, el Comité de Sustancias Radiactivas del Convenio Ospar discutirá el año que viene los siguientes pasos a dar, incluyendo el desarrollo de una propuesta para un programa de vigilancia rentable, si es necesario”, explica Rodríguez Lucas.
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