domingo, 19 de mayo de 2013

Cuando ni el trabajo basta para llegar a fin de mes en Portugal


En un cuarto sin uso de unas cocheras de la empresa de autobuses de Lisboa, la Comisión de Trabajadores ha distribuido al buen tun-tun lo básico: cartones de leche, latas de sardinas y botes de salchichas, tarros de judías blancas, macarrones y varias decenas de paquetes cilíndricos de galletas María apilados como troncos en una serrería. Desde hace meses, los conductores de los autobuses y los tranvías lisboetas donan y almacenan alimentos no para asociaciones de pobres o campañas benéficas de barrios periféricos. Esto es más simple y más brutal: son para ellos mismos, para compañeros que a pesar de tener trabajo y un sueldo mensual pasan hambre a final de mes.

Los continuos recortes salariales que afectan sobre todo a empleados públicos en Portugal, las subidas de impuestos decretadas a toda la población asalariada y la política de ajuste permanente del Gobierno del conservador Pedro Passos Coelho (presionado por la troika) que roe continuamente el país, ocasiona que la inmensa mayoría de estos trabajadores —funcionarios estatales al fin y al cabo— vayan al límite en sus gastos, alcanzando el día 31 del mes casi de milagro. Así que basta un revés cualquiera, sorteable hace un par de años (un divorcio, el desempleo del cónyuge, una cadena de gastos imprevistos…) para convertirse, directamente, en pobre. Un ejemplo de cómo la tambaleante clase media portuguesa se vuelve clase mísera de un día para otro sin paradas intermedias. Como en el caso de Evaristo.

Evaristo Paulo es delgado, alto, amable. Tiene 38 años, viste una cazadora negra de cuero y trabaja de conductor de autobuses en Lisboa, ocho horas al día, cinco días a la semana. Lleva el pelo corto y un pendiente en la oreja. Tiene una hija de seis años. Un tipo normal, vaya. Hace unas semanas, su jefa, alertó a la Comisión de Trabajadores para informarles, sencillamente, de que Evaristo pasaba hambre y que debían ayudarle, que tal vez por desconocimiento o por vergüenza, no se había acercado al cuarto de los paquetes de espaguetis. Hace dos años, Evaristo, que integra desde 2007 la plantilla de la compañía de autobuses de Lisboa, dependiente directamente del Estado, cobraba 1.100 euros al mes. Ahora, debido a las rebajas salariales, no llega a 800. Divorciado, pasa una pensión y cada 15 días visita a su hija, que vive con su madre en una ciudad situada a 150 kilómetros de Lisboa. “Antes me quedo sin comer que sin gasolina para hacer ese viaje”, explica. Uno de los miembros de esta comisión, Paulo Conçalves, se puso en contacto con él. Desde entonces, cuando Evaristo lo necesita, acude a la habitación de la comida. Como otros muchos.

Gonçalves explica que pusieron en marcha el banco de alimentos en Navidades, porque comenzaron a darse cuenta de que muchos compañeros lo estaban pasando mal. “Hay quien tiene la mujer en el paro, sin cobrar subsidio de desempleo porque no tenía contrato, muchas trabajaban en restaurantes que han cerrado o en tiendas que ya no dan beneficios. Sé de cónyuges de compañeros que han sido despedidos con un mensaje de móvil. Así están las cosas”, explica.

Desde Navidad ya han atendido a más de 80 compañeros, en una plantilla de cerca de 2.000 trabajadores. Con una furgoneta, cada semana, un par de miembros de la comisión recorre distintas estaciones y cocheras donde otros compañeros han ido dejando previamente los alimentos, a fin de reunirlos todos en esta habitación, situada en el barrio de Santo Amaro, a un paso del nacimiento del puente del 25 de Abril.

Los conductores, como todos los funcionarios portugueses, han visto volatilizarse por decreto una de sus dos pagas extra anuales, diluirse otra en pagos mensuales que, a su vez, han desaparecido debido a los impuestos. También se han eliminado sobresueldo y complementos. El resultado es una pérdida, de media, de 300 o 400 euros al mes en salarios mensuales de 1.000 a 1.200 euros. Hace dos meses, el Tribunal Constitucional portugués dictaminó que las pagas extra no se podían retirar y el Gobierno estudia ahora cómo aplicar la sentencia mientras se arbitran nuevas medidas alternativas para que el cambio no suponga una merma en el camino draconiano hacia el objetivo de déficit marcado por Europa. Ni Evaristo ni Gonçalves confían mucho en que se les devuelva su paga extra. Están seguros de que el ministro de Finanzas, Vítor Gaspar, encontrará otra fórmula legal para que ese dinero no llegue jamás a sus bolsillos. Passos Coelho, además, ya ha anunciado una nueva oleada de recortes, que durarán tres años, y que afectarán, sobre todo, a funcionarios y pensionistas. De modo que estos conductores, que extrañan un pasado remoto de condiciones laborales llevaderas, abominan de un presente de pesadilla, y temen cada día más a un futuro imprevisible.

Mientras, amontonan latas y víveres no perecederos en la habitación sin uso de las cocheras, sabiendo que la lotería de la mala suerte y la desgracia que le ha tocado ahora a Evaristo puede tocar mañana a cualquier otro. “A veces llevamos la comida a casa de alguno porque tienen vergüenza de que los otros compañeros les vean pedir. Otros vienen aquí con sus mujeres y con sus hijos y eso te parte el alma”, cuenta Gonçalves. Después añade, al lado de una pila de latas de atún:

— ¿Si trabajando como corresponde, cumpliendo, no nos llega para vivir con un poco dignidad, entonces dígame: ¿Qué estamos haciendo aquí?

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